En lo tocante a posicionamientos
políticos, ideológicos y religiosos es importante esforzarse por cultivar un
criterio propio.
En mi juventud me predicaron muchas veces que atrincherarme en mi propio criterio era un acto de soberbia, puesto que muchas personas más inteligentes, cultas y santas que yo ya habían estudiado esos temas que me preocupaban y dictaminado lo correcto. La prudencia aconseja –me decían– adherirse humildemente a los criterios de los más sabios, de los más virtuosos o de los que ostentan mayor autoridad, para no hacer el ridículo de creer estar inventando algo que lleva diez o veinte siglos inventado.
Esta tesis que tanto me repitieron y que solía parecerme razonable, hoy me produce cierto sarpullido. Así en abstracto no parece plantear muchas objeciones, pero en la práctica se trata de una teoría que se presta al abuso de embaucadores y manipuladores como yo mismo tuve ocasión de comprobar. Está muy bien eso de sumarse, de forma más o menos automática, a las opiniones de gente más capacitada y acreditada moralmente que nosotros, pero los problemas suelen ser tres. Primero, que no siempre es fácil estar seguros del fundamento de esa supuesta superioridad, que podría estar prefabricada o basarse en falsedades. Segundo, que la mayoría de las veces no conocemos las opiniones de esos sabios o santos sino a través de fuentes indirectas, material extractado, resumido o interpretado casi siempre, qué casualidad, por quienes nos recomiendan no tener criterio propio. Y tercero, que esa autoridad ideológica o filosófica a la que hemos secundado, parafraseado y emulado con fervor durante años podría muy bien cambiar de parecer de un día para otro, opinar de repente todo lo contrario a lo que opinaba, y dejarnos con cara de idiotas y más perdidos que un pulpo en un garaje.
Como estas situaciones yo ya las he vivido, hoy tiendo a fiarme más bien poco de los iluminados. Prefiero consultar yo mismo las fuentes que me interesan, reservarme el derecho a posicionarme o no –incluso sobre temas aparentemente meridianos– y guiarme por mi olfato, que será una actitud muy soberbia y tal, pero, visto lo visto, bastante más segura que repetir como un papagayo las ideas de un señor, por muy perfecto que alguien me diga que es.
Ahora me viene a la cabeza un tipo que conocí en los noventa y que es fiel reflejo de esto que estoy explicando. El personaje en cuestión era, y me parece que sigue siendo, un católico exaltado. A mí me caía gordo, y no por sus convicciones, que me parecen muy bien, sino por su rigidez chirriante, su forma de hacer proselitismo y su seguridad impostada y casi ofensiva. Era muy cansino. Se pasaba el día analizando la conducta de los demás y practicando la corrección “fraterna” con un estilo punzante y deslenguado. Siempre estaba discutiendo con otros jóvenes de la parroquia o de su grupo de oración que tenían visiones más flexibles que las suyas –o simplemente distintas– sobre cualquier cuestión religiosa o moral. Su estrategia dialéctica era muy burda pero a la gente más inexperta siempre la sugestionaba. La piedra angular de todo su argumentario era el magisterio pontificio. Tenía estudios de teología y se sabía de memoria todas las encíclicas y documentos papales. Siempre zanjaba los debates con alguna cita, generalmente de Pío XI o de Juan Pablo II, que eran sus favoritos, y atacando con dureza a todo aquel que osara discrepar de su postura. “¿Acaso vas a contradecir lo que ha dicho un papa? ¿Es que no respetas las encíclicas? ¿Y tú te consideras católico?”.
En mi juventud me predicaron muchas veces que atrincherarme en mi propio criterio era un acto de soberbia, puesto que muchas personas más inteligentes, cultas y santas que yo ya habían estudiado esos temas que me preocupaban y dictaminado lo correcto. La prudencia aconseja –me decían– adherirse humildemente a los criterios de los más sabios, de los más virtuosos o de los que ostentan mayor autoridad, para no hacer el ridículo de creer estar inventando algo que lleva diez o veinte siglos inventado.
Esta tesis que tanto me repitieron y que solía parecerme razonable, hoy me produce cierto sarpullido. Así en abstracto no parece plantear muchas objeciones, pero en la práctica se trata de una teoría que se presta al abuso de embaucadores y manipuladores como yo mismo tuve ocasión de comprobar. Está muy bien eso de sumarse, de forma más o menos automática, a las opiniones de gente más capacitada y acreditada moralmente que nosotros, pero los problemas suelen ser tres. Primero, que no siempre es fácil estar seguros del fundamento de esa supuesta superioridad, que podría estar prefabricada o basarse en falsedades. Segundo, que la mayoría de las veces no conocemos las opiniones de esos sabios o santos sino a través de fuentes indirectas, material extractado, resumido o interpretado casi siempre, qué casualidad, por quienes nos recomiendan no tener criterio propio. Y tercero, que esa autoridad ideológica o filosófica a la que hemos secundado, parafraseado y emulado con fervor durante años podría muy bien cambiar de parecer de un día para otro, opinar de repente todo lo contrario a lo que opinaba, y dejarnos con cara de idiotas y más perdidos que un pulpo en un garaje.
Como estas situaciones yo ya las he vivido, hoy tiendo a fiarme más bien poco de los iluminados. Prefiero consultar yo mismo las fuentes que me interesan, reservarme el derecho a posicionarme o no –incluso sobre temas aparentemente meridianos– y guiarme por mi olfato, que será una actitud muy soberbia y tal, pero, visto lo visto, bastante más segura que repetir como un papagayo las ideas de un señor, por muy perfecto que alguien me diga que es.
Ahora me viene a la cabeza un tipo que conocí en los noventa y que es fiel reflejo de esto que estoy explicando. El personaje en cuestión era, y me parece que sigue siendo, un católico exaltado. A mí me caía gordo, y no por sus convicciones, que me parecen muy bien, sino por su rigidez chirriante, su forma de hacer proselitismo y su seguridad impostada y casi ofensiva. Era muy cansino. Se pasaba el día analizando la conducta de los demás y practicando la corrección “fraterna” con un estilo punzante y deslenguado. Siempre estaba discutiendo con otros jóvenes de la parroquia o de su grupo de oración que tenían visiones más flexibles que las suyas –o simplemente distintas– sobre cualquier cuestión religiosa o moral. Su estrategia dialéctica era muy burda pero a la gente más inexperta siempre la sugestionaba. La piedra angular de todo su argumentario era el magisterio pontificio. Tenía estudios de teología y se sabía de memoria todas las encíclicas y documentos papales. Siempre zanjaba los debates con alguna cita, generalmente de Pío XI o de Juan Pablo II, que eran sus favoritos, y atacando con dureza a todo aquel que osara discrepar de su postura. “¿Acaso vas a contradecir lo que ha dicho un papa? ¿Es que no respetas las encíclicas? ¿Y tú te consideras católico?”.

– Pero Juan Pablo II se ha pronunciado a favor de
la democracia –le decían–. ¡Mira, mira,
lo pone aquí en el nuevo Catecismo!
– ¡Por favor! –vociferaba escandalizado–. El Santo Padre se está refiriendo a una democracia perfecta, ideal, verdaderamente participativa y respetuosa con la dignidad humana, y no a este engendro que padecemos ahora, con un sistema de representación viciado de raíz y unas leyes que permiten el asesinato de niños inocentes en el vientre de sus madres. ¡Cómo va a estar la Iglesia a favor de una democracia así!
Y se ponía a citar papas, encíclicas,
exhortaciones y documentos conciliares que avalaban su propio concepto de democracia.
Pero los temas con los que más caña daba
con diferencia eran los de índole moral y de costumbres, sobre todo los sexuales. Con
una potente batería de constituciones y cartas apostólicas, pronunciamientos papales y
demás elementos del Magisterio de la Iglesia, discurseaba al personal de forma
incansable sin que nadie dijera ni pamplona por miedo a ver puesta en tela de
juicio su Fe y su ortodoxia. Yo lo recuerdo mucho despotricando, con la cara enrojecida, contra la comunión
en la mano, el amancebamiento, los noviazgos largos –fuente
inagotable de tentaciones contra la pureza– y, en general, contra ciertos
comportamientos de los novios, como por ejemplo cogerse del brazo por
encima del codo. ¡Y no digamos sobre otras expansiones de mayor alcance o sobre
los "métodos anticonceptivos artificiales"!
– Muchas de las cosas que se hacen mal es por
desconocimiento –solía decir–. Pero basta leerse la Mulieris Dignitatem, la Humanae Vitae y
la Familiaris Consortio para saber a qué atenerse en estas materias.
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Parece ser que los divorciados vueltos a casar ya no están excomulgados |
Pero la cuestión que yo me
planteo en estos momentos es cómo se tiene que sentir hoy este paisano, cuya
única baza argumental era la autoridad de los papas, al escuchar las declaraciones públicas de Francisco sobre los temas más variados, y, en
especial, al leer su reciente exhortación apostólica, Amoris Laetitia, en la que parece instar a los pastores a huir del rigorismo a la hora de negar el sacramento de la la eucaristía a los católicos divorciados que se han vuelto a casar o conviven maritalmente.
No sé por qué pero mucho me temo que por muy confundido que se encuentre con estas insólitas novedades, no se callará ni agachará la cabeza cuando alguien le pregunte, con malicia, si ahora también va a comerse con patatas lo que diga el Papa o va a pensar por su cuenta. Me apuesto lo que sea a que ya tiene preparado un sermón explicando la diferencia –ahora sí– entre los dogmas y las opiniones de un papa a título particular, y vapuleando a la prensa por “sacar de contexto” las palabras del Pontífice.
No sé por qué pero mucho me temo que por muy confundido que se encuentre con estas insólitas novedades, no se callará ni agachará la cabeza cuando alguien le pregunte, con malicia, si ahora también va a comerse con patatas lo que diga el Papa o va a pensar por su cuenta. Me apuesto lo que sea a que ya tiene preparado un sermón explicando la diferencia –ahora sí– entre los dogmas y las opiniones de un papa a título particular, y vapuleando a la prensa por “sacar de contexto” las palabras del Pontífice.