Una pregunta que me autoformulo
desde siempre es si me conozco bien a mí mismo. Hace años la respuesta era afirmativa; suponía que nadie podía saber más que yo sobre mi
personalidad, carácter, sentimientos y demás engranajes íntimos. Pero hoy ya, con
los años y las experiencias vividas, no lo tengo nada claro, y de hecho a veces
creo que somos nuestros peores jueces, por parciales e interesados.
Un famoso jesuita que conocí de chaval solía decir que nuestra personalidad tiene tres dimensiones bien diferenciadas: la manera en que nosotros nos vemos, cómo nos ven los demás y cómo somos en realidad. Según este cura, en una persona madura y equilibrada los tres formatos deberían coincidir, pero yo pienso cada vez más que no le coinciden a casi a nadie.
Es cierto que hay que ser muy maduro para autoevaluarse correctamente; tan maduro tan maduro que no sé yo si existe semejante grado de madurez. Si albergamos mil prejuicios para juzgar al prójimo, no te quiero ni contar para juzgarnos nosotros. Ya no solo son prejuicios, sino orgullos, soberbias, complejos, distorsiones interesadas, mecanismos de autodefensa, miedos, falsas modestias, tópicos sociales y toda clase de filtros que nos devuelven nuestra imagen deformada, como los espejos de la biblioteca de El nombre de la rosa.
A veces tenemos una idea distorsionada sobre nuestra persona porque nos resistimos a aceptar nuestras limitaciones y nos hacemos trampas al solitario todo el tiempo. Otras veces es justo lo contrario, que andamos con la autoestima rozando el suelo y nos vemos como una mierdecilla cuando valemos mucho más. La cosa puede ir por temporadas.
Pero seguramente nuestra mayor limitación para emitir un buen diagnóstico personal sea nuestra incapacidad para aceptar las críticas ajenas o simplemente para observar con honestidad lo que sucede a nuestro alrededor, cómo se comporta la gente con nosotros. Cuando se trata de nuestra propia imagen pública, cuando están en la palestra nuestros defectos o nuestra manera de ser, podría decirse que nos cerramos en banda, nos negamos a ver lo evidente o, incluso viéndolo, nuestro cerebro acude a nuestro auxilio e interpreta las pistas más inequívocas como a él le conviene, pues por desgracia no hay peor ciego que el que no quiere ver ni peor sordo que el que no quiere oír.
Un famoso jesuita que conocí de chaval solía decir que nuestra personalidad tiene tres dimensiones bien diferenciadas: la manera en que nosotros nos vemos, cómo nos ven los demás y cómo somos en realidad. Según este cura, en una persona madura y equilibrada los tres formatos deberían coincidir, pero yo pienso cada vez más que no le coinciden a casi a nadie.
Es cierto que hay que ser muy maduro para autoevaluarse correctamente; tan maduro tan maduro que no sé yo si existe semejante grado de madurez. Si albergamos mil prejuicios para juzgar al prójimo, no te quiero ni contar para juzgarnos nosotros. Ya no solo son prejuicios, sino orgullos, soberbias, complejos, distorsiones interesadas, mecanismos de autodefensa, miedos, falsas modestias, tópicos sociales y toda clase de filtros que nos devuelven nuestra imagen deformada, como los espejos de la biblioteca de El nombre de la rosa.
A veces tenemos una idea distorsionada sobre nuestra persona porque nos resistimos a aceptar nuestras limitaciones y nos hacemos trampas al solitario todo el tiempo. Otras veces es justo lo contrario, que andamos con la autoestima rozando el suelo y nos vemos como una mierdecilla cuando valemos mucho más. La cosa puede ir por temporadas.
Pero seguramente nuestra mayor limitación para emitir un buen diagnóstico personal sea nuestra incapacidad para aceptar las críticas ajenas o simplemente para observar con honestidad lo que sucede a nuestro alrededor, cómo se comporta la gente con nosotros. Cuando se trata de nuestra propia imagen pública, cuando están en la palestra nuestros defectos o nuestra manera de ser, podría decirse que nos cerramos en banda, nos negamos a ver lo evidente o, incluso viéndolo, nuestro cerebro acude a nuestro auxilio e interpreta las pistas más inequívocas como a él le conviene, pues por desgracia no hay peor ciego que el que no quiere ver ni peor sordo que el que no quiere oír.
11 comentarios:
Debo reconocer que aunque pasen años y años jamas llegaré a conocerme bien, y eso creo, que no es del todo malo. Un abrazo
Yo he tendido siempre a observarme mucho, pero es tontería, uno nunca va a alcanzar el grado de perfección ni para sí mismo ni para los demás. La cosa está en ver cuales son tus prioridades, lo que hace de ti una persona auténtica: la fidelidad, la sinceridad... y luchar por mantener esos valores. Que luego seas muy pesado con la gente, se te escapen palabrotas, o de vez en cuando se te vaya la pinza y montes un pollo... habrá que esforzarse en controlarlo, pero eso tampoco te define.
No recuerdo quien comentaba: me asomé al alma de un "hombre bueno " y me dio miedo. Amar, querer es corregir también al prójimo; a mí me han ayudado mucho que muchas cosas me las hayan dicho a solas y con honradez; al principio duele, con el tiempo se agradece.
Muy buen post. Me resulta imposible comentar sin desnudarme demasiado. Y hay señoritas delante.
La entrada da más para la reflexión que para el comentario.
Enhorabuena Neri.
Buena semana a todos.
Pues yo creo que el que mejor se conoce es uno mismo,ya que los demás solo ven una parte de nosotros.Yo si creo conocerme bien,porque se de todos mis defectos y de todas mis virtudes,vamos yo mejor que nadie,ya que me acompañan toda la vida,así que no se por qué lo veis tan difícil,se como puedo reaccionar ante cualquier situación porque me conozco ya demasiado,en fin que no lo veo nada raro conocerse a uno mismo.
Mi mayor duda es si de verdad somos conscientes de nuestras propias trampas al solitario o llega un momento en que nos creemos a pies juntillas que no hemos hecho ninguna trampa.
Es decir, ¿nos vemos realmente como pretendemos demostrar o en nuestro fuero más íntimo sabemos que no somos así?
Alguien me dijo una vez "nago, tú eres transparente"...
...para mi desgracia y, la de muchos :)
Una cuestión difícil de responder. Desde tiempos de Sócrates lleva formulada y creo que, hasta ahora, es irresoluble.
Y quizás sea porque nos planteamos preguntas que no se pueden contestar con un sí o un no.
¿Soy optimista o pesimista? Pues depende de cuando plantee la pregunta y en qué situación vital me encuntre.
¿Soy valiente o timorato? Pues dependerá de donde se encuentre colocado mi listón.
...
Podemos usar otra estrategia que fuera comparativa, esto es, ¿soy más valiente que fulano o más pesimista de zutano?... Puesto que no conocemos realmente a nadie en profundidad, entramos en un círculo.
Al final, se trata de ser felices con nosotros mismos, en la medida de lo posible, tratando de mantener la conciencia lo más limpia posible.
¿Es posible tener siempre la conciencia tranquila?
Estoy de acuerdo. Con el tiempo nos acostumbramos a nosotros mismos y distorsionamos el juicio. Como al oír nuestra voz grabada, a veces no reconoceríamos nuestros propios actos si saliesen de otros.
Respecto al comentario de La Lozana Andaluza, es cierto que podemos ocultar algo a los demás, pero también que de nosotros mismos tenemos tanta información que a veces "olvidamos" la que menos nos gusta
Hay una frase de Rosales que me gusta mucho y decía algo así como... "Soy como han hecho de mi, las personas que amé".
No estoy segura de que fuera así pero, yo añadiría: también las que odié.
Hay otra dimensión que no te explicó el buen jesuíta, y es: "cómo crees tú que te ven los demás".
Las cuatro forman la llamada Ventana de Johari.
La última es muy importante; decides muchos de tus comportamientos por ella.
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