viernes, 29 de junio de 2012

ENCUESTA CONFLICTO DE GIBRALTAR



Pregunta: ¿Cuál sería la solución idónea al conflicto de Gibraltar?

Votantes: 24

Duración: 17 días

Respuestas:

a) Poner el culo una vez más, como nos enseña el maestro Rajoy 1 voto (4%)

b) Servirnos del diálogo, de los cauces diplomáticos y de los instrumentos del estado de derecho 0 votos (0%)

c) Torpedear todos los pesqueros ingleses que pillemos en nuestras aguas jurisdiccionales 1 voto (4%)

d) Bombardear Londres por sorpresa con nuestra aviación 8 votos (33%)

e) Que el Ejército Español invada el Peñón, así hace algo útil por una vez en los últimos cuarenta años 7 votos (29%)

f) Que S.M. Don Juan Carlos se vaya a cazar elefantes (o putas) con David Cameron 5 votos (20%)

g) Otras respuestas 2 votos (8%)

martes, 26 de junio de 2012

ANTROPOLOGÍA DE BARRA (1): PAGANDO RONDAS


Se podría escribir un estudio sociológico de miles de páginas sobre la actitud de la gente a la hora de pagar cuando alterna en los bares en grupo. Las costumbres al respecto varían muchísimo según el ambiente, la compañía, los grupos, la personalidad de sus integrantes y yo diría que incluso la zona geográfica de España. Yo mismo salgo con diferentes peñas de amigos y en cada una es un mundo lo de soltar la gallina en la barra.

Una premisa elemental a tener en cuenta, que guarda íntima relación con la hipocresía consustancial al ser humano, es que cuando salimos a tomar algo con unos amigos, conocidos o compañeros de trabajo siempre todos intentamos crear la sensación, falsa como Judas, de que da lo mismo quién pague y quién no, o cuántas veces ha aflojado el monedero cada uno esa noche u otras anteriores. Sin embargo es una verdad inmutable que quien más y quien menos lleva la cuenta.

La mayoría tratamos de estar al loro de cuándo nos toca apoquinar una ronda, con los reflejos a punto en el momento preciso para que no se nos anticipen. Otros es justo al contrario: están pendientes de todo menos de quién paga y cuándo, charlan muy concentrados en una zona estratégicamente alejada de la barra y guardan la cartera en el más recóndito bolsillo del abrigo para que, por mucho que aparenten reaccionar y esgrimir el billete alguna vez, siempre se les adelante alguien. Por último, hay un porcentaje de despistados auténticos, de tímidos y de miedosos escénicos (bastantes mujeres) que directamente te puedes olvidar de que inviten a nada si el grupo es más o menos nutrido. Vamos, que son unos sopazas sin iniciativa que se quedan como setos mientras los demás sacan la cartera.

Lo políticamente correcto es no fijarse en estas cosas, pero ya ves, todo el mundo se fija.

Negro escaqueándose de pagar una ronda
Luego hay otras peculiaridades muy típicas de observar. Una de ellas es la pervivencia en algunos círculos de esa ancestral regla consuetudinaria de que ellas no pagan nunca. Las mujeres se han liberado, ganan un sueldo como tú, te tocan mucho los huevos con su feminismo de pandereta, pero luego algunas invitan (comprobado) una de cada veinte rondas en un grupo de cinco compañeros de trabajo. No sé, es como si hiciera menos feo que las chicas se escaquearan, y, como lo saben, se dejan hacer. Mucha culpa de este hábito, especialmente horrible en ambientes profesionales, la tenemos los hombres, que casi llevamos inscritos genéticamente determinados modales como dejarlas pasar en las puertas o pagarles los cafés. Son, desde luego, gestos bonitos de cortesía que simbolizan la caballerosidad de ceder a las señoras el asiento, el lugar o la situación más preferentes o cómodos en cada momento, pero qué duda cabe de que algunas de estas delicadezas están de más en la sociedad actual, donde a poco que te descuides te clavan los tacones en la cabeza y te pasan por encima en plan Sexo en Nueva York o esas series de putillas liberadas amigas de la ley del embudo.

También hay otro fenómeno que casi merece un análisis científico, y es el del tipo que no se deja invitar ni a tiros, que siempre tiene que pagar él y no permite a nadie corresponderle. Se marca varias rondas seguidas o te agasaja siempre que te lo encuentras, aunque lleves tú seis veces sin invitar, y tienes que hacer verdaderos aspavientos, casi ponerte en pie de guerra sujetándole la mano o porfiando con el camarero para conseguir colocar tus monedas en la barra. La psicología de estos pollos, que te hacen sentir aún más incómodo que los ratas, suele ser bastante compleja. En ocasiones se trata de sujetos que tienen una curiosa concepción social del dinero, como si creyeran que invitando y halagando a destajo van a caer mejor o a conseguir más amigos. Otras veces son simples chuletas que, ricos o no, tratan de demostrar que tienen poderío económico. Finalmente hay algunos que se comportan de esta guisa por puro complejo social, como el novio de una antigua amiga mía, un humilde albañil que cuando salía con los ingenieros, médicos y abogados de la pandi de su novia, no paraba de pagar rondas como un descosido, el muy pelele, por no ser menos que nadie.

Bebe, moza, que ya lo sudarás
Para terminar esta primera entrega, haremos una reflexión sobre los invitadores interesados y rastreros. Esta especie se caracteriza porque no tiene ninguna costumbre de invitar y de hecho no le hace ninguna gracia. Normalmente catalogados como roñosos en su círculo de conocidos (aunque no lo sepan), estos tíos solamente te pagan una copa cuando quieren algo de ti o, menos frecuentemente, cuando pretenden agradecerte algo. Como ya digo, se estiran menos que el portero de un futbolín, de modo que el día que desempolvan uno de cincuenta salta a la vista que algo buscan y no tarda en saberse qué. Yo he visto como verdaderos capullos, supuestos amigos que no me han llamado en años, han venido a mi despacho, me han sacado a tomar algo, y luego me han avergonzado con sus ruegos lastimeros, con sus absurdas demandas de favores, cuando a un amigo se le ayuda por cariño y no porque te pague dos cervezas y te lama el culo de ciento en viento.

Estos patanes son los mismos que, cuando quieren seducir a una mujer, se piensan que la falta de gracia, habilidad, ingenio, belleza y atractivo es fácilmente sustituible por cinco rondas de copas a su cuenta o por una cena sufragada con su tarjeta. Jamás invitarían a un amigo por tener un detalle y mucho menos a una chica que no les gustara o con la que no vieran posibilidad alguna de retozar, pero, ay si les interesa la torda… Entonces sí que invierten lo que haga falta para deslumbrarla, pagando anticipadamente como si fuera una ramera del Jamaica. Y lo más triste es que hay mujeres, decentes en teoría, que muerden estos anzuelos con una facilidad pasmosa.

Sobre este mismo tema en La pluma: Se les atasca la mariconera

domingo, 24 de junio de 2012

EL MITO DEL UNICORNIO

El mito del unicornio, esa bestia misteriosa con cuerpo de caballo blanco, barbas de chivo, patas de ciervo y un largo cuerno en la testuz, es uno de los más recurrentes en la Europa medieval. No fueron pocos los reyes europeos que organizaron expediciones a la India (de donde se supone que procedía) para cazar a este animal legendario a cuyo cuerno se atribuían propiedades curativas e incluso mágicas, pues se pensaba que con él podían convertirse en potables las aguas cenagosas.

Las diferentes teorías sobre la mejor forma de atraparlo resultan hoy en día hilarantes, en especial el truco de utilizar como cebo a una muchacha virgen, capaz de atraerlo y amansarlo. También sorprenden las diferentes hipótesis sobre el origen del mito, desde la que lo sitúa en el descubrimiento de rinocerontes en las primeras expediciones europeas al suroeste asiático, hasta las que sostienen que fueron los vikingos quienes se inventaron esta criatura al dibujar toscamente al narval, una especie de ballena ártica con un largo cuerno que ellos cortaban y vendían asegurando que poseía poderes sobrenaturales.

Sin embargo, una parte de la comunidad científica viene sosteniendo desde 2008 que el origen del unicornio está en el defecto genético que muy ocasionalmente pueden padecer algunos ejemplares de corzo y que consiste precisamente en tener un solo cuerno en el centro de la cabeza en vez de dos. En efecto, en junio de ese año fue avistado por los naturalistas de la Reserva Natural de Prato, en la Toscana, un corcito de un año con esta singularidad, un fenómeno único del que no existe ninguna constancia anterior. Los responsables del parque han bautizado al cérvido con el original nombre de Unicornio y los especialistas defienden que el mito medieval se basa en la existencia en el pasado de otros ejemplares con esta misma anomalía.

viernes, 22 de junio de 2012

PACIENCIA

Por lo general las cosas importantes de la vida, los logros y los motivos de felicidad no llegan de repente, sin más, sino que son la consecuencia de un proceso más o menos largo en el que es imprescindible una alta dosis de paciencia. Pocas cosas valiosas surgen instantáneamente y por sorpresa; a menudo hay que trabajárselas y, en todo caso, esperar, esperar mucho, echarle horas, días, años… y mucha sangre fría.

Mi problema es que no tengo paciencia. Igual que nunca he sido capaz de pescar porque no soporto pasarme horas sentado y agarrado a una caña, y me dan ganas de acercarme al río y sacar los peces a palos, tampoco sé aguardar con templaza a que los acontecimientos que ansío vayan madurando a su ritmo y se desprendan por fin de la rama en su punto justo. Más bien termino sacando la navaja para arrancar la fruta nerviosamente y por eso siempre me sabe ácida.

No valgo para esperar y puede que por eso mis objetivos no se cumplan nunca en la medida de mis deseos, y acabe conformándome con versiones incompletas de mis proyectos, con manzanas lustrosas pero verdes por dentro, con platos a medio guisar, con casas con los cimientos débiles como consecuencia de mis prisas.

Puede que nunca sea feliz porque sufro tanto en los aguardos que abatir la pieza me sabe a poco; me obsesiono tanto con los resultados que no disfruto de los procesos, que a veces son lo mejor; idealizo tanto la meta que no vivo la carrera; tengo tantas ganas de ver el final de la película que rebobino de forma compulsiva y solo gozo cinco minutos de una maravillosa cinta de dos horas.

 

martes, 19 de junio de 2012

LOS INTERINOS DE LA AGUIRRE



A principios de este mes, la ultraliberal Presidenta de la Comunidad de Madrid anunció importantes recortes en las retribuciones de todos los empleados públicos de su Autonomía, en concreto un tijeretazo a la paga de diciembre y la eliminación de diversos complementos (no conozco los detalles), lo que se suma a las decisiones ya adoptadas en este sentido por el Gobierno Zapatero en 2010 respecto a los trabajadores de todas las Administraciones.

En el momento de anunciar su decisión, Doña Esperanza hizo un comentario que a mí me dejó boquiabierto. Señaló que bajar el sueldo a todo el personal era preferible “a echar a la calle a los 40.000 interinos que tiene la Comunidad de Madrid”. Es decir, en un alarde de supuesta solidaridad optó por pagar menos a funcionarios, laborales e interinos antes que mandar al paro a estos últimos.

No quiero comentar mis opiniones sobre la medida en sí y sobre si de verdad es justa y solidaria; hacerlo seguramente me llevaría varios posts con abundante y aburrido fundamento jurídico. Lo único que quiero ahora es reflexionar acerca del volumen y la utilidad real de los interinos de la Comunidad de Madrid.

Digo yo que al diseñar la política de personal de una Administración lo primero que habrá que estudiar y tener claro es si los interinos, en este caso 40.000, hacen falta o no para el funcionamiento eficaz de dicha Administración.

Si concluimos que sí son necesarios, entonces habrá que mantenerlos, ya que de lo contrario se resentirían gravemente los servicios públicos. Si aun así, no hay dinero, es entonces cuando se podría llegar a barajar una bajada de sueldo a todos los empleados públicos o solo a los interinos, como han hecho otras Comunidades Autónomas abriendo un debate en el que yo tengo una clara postura que no voy a compartir aquí.

Si, por el contrario, del análisis efectuado se saca en claro que esa Administración podría funcionar razonablemente bien sin contar con ese número de interinos, lo suyo es prescindir de sus servicios sin mayor dilación; de todos o de los que se consideren sobrantes. No hacerlo así equivale a estar pagando sueldos a trabajadores que no se necesitan con el dinero de los contribuyentes, lo cual es inmoral a todas luces porque una Administración pública no es ni puede ser una ONG para colocar a gente a diestro y siniestro, y mantenerlos a la sopa boba solo por camuflar las cifras de desempleo. La inmoralidad se agrava si también se hace paganos de esta situación a aquellos empleados a los que jurídicamente no es posible despedir (todavía), reduciéndoles el salario.

Y la Presidenta ha sido más clara que el agua. No se puede insultar de una manera más directa y más desvergonzada a los ciudadanos, a los funcionarios y, sobre todo, a los propios interinos. De sus declaraciones se desprende con toda claridad que estos 40.000 interinos sobran porque están rascándose los huevos en sus puestos de trabajo, y que, a pesar de ello, en un gesto de magnanimidad, como haciéndoles un favor, se ha decidido que sigan sin dar ni golpe pero cobrando de los impuestos de todos los madrileños y a costa de los funcionarios con oposición ganada.

La condesa de Murillo deja caer sin rodeos que sus únicas opciones eran bajar el sueldo a todo el mundo o mandar a los interinos a la cola del paro, de lo que se deduce inequívocamente que se podría prescindir del personal sustituto sin gran quebranto de la Administración, pues damos por sentado que ni siquiera se habría planteado el despido de 40.000 personas si las considerara esenciales en la plantilla autonómica o los servicios a los ciudadanos corrieran grave riesgo con esta opción. De modo que si se apuesta por hacer tabla rasa con todo perro pichichi es por pura caridad, por misericordia con un colectivo que se entiende que está de más y al que se sigue echando de comer por razones sociales o estratégicas en estos momentos de crisis.

Pero es que a lo mejor precisamente en estos momentos no estamos para esta clase de "caridades" a costa de los contribuyentes o de los funcionarios de carrera, que no tienen la culpa de que durante todos estos años los chiringuitos autonómicos hayan ido generando, sin ninguna necesidad real, un inmenso ejército de interinos. Ah, y por supuesto que los interinos tampoco tienen ninguna culpa, pero…

domingo, 17 de junio de 2012

EL MATRIMONIO DE LOS APÓSTATAS

Aunque defiendo sin rodeos un estado confesional católico, creo en la separación entre Iglesia y Estado. A algún superficial le puede parecer contradictorio, pero no lo es. Un estado confesional católico sería el que reconoce esta religión como oficial, ampara a la Iglesia y facilita su labor, y se compromete a legislar conforme a los valores cristianos. En un estado así (aunque rara vez se ha logrado en la práctica) podrían deslindarse perfectamente las respectivas competencias estatales y eclesiásticas sin incurrir en mezclas, vasallajes, clientelismos ni controles mutuos, separando, como digo, ambos ámbitos. El estado no tiene por qué tolerar que los curas se entrometan en asuntos políticos, ni la Iglesia debería permitir que ningún régimen intentara influir en la religiosidad de sus fieles en beneficio de sus intereses de gobierno.

Una de las cuestiones en las que la frontera entre ambas jurisdicciones más ha costado definir a lo largo de la historia es el matrimonio. Y aunque parezca mentira, en la actualidad, en plena democracia laica, existe una indeseable confusión de facultades al respecto precisamente por culpa del estado, que en mi opinión pisa ilegítimamente el terreno de la Iglesia.

La primera premisa de la separación entre estado e Iglesia es que ambos se reconozcan y respeten mutuamente sus respectivas jurisdicciones en materia matrimonial. El estado puede y debe regular el matrimonio civil para proteger los muchísimos derechos e intereses derivados de la unión entre un hombre y una mujer (menores, manutención de los contrayentes, titularidad de bienes, etc), pero debería tener muy claro que el modelo de matrimonio que regule jamás puede yuxtaponerse con el matrimonio canónico, respecto al cual solo la Iglesia tiene competencia.

En otras palabras, el estado, en primer lugar, no debería exigir a los contrayentes canónicos formalizar un segundo matrimonio, el civil, sino simplemente darse por enterado, recibiendo el oportuno justificante, de que la boda religiosa se ha celebrado y que esos dos señores están casados a todos los efectos (obligaciones y causas de nulidad) con las reglas del matrimonio católico, sin perjuicio de aplicarles las normas comunes a cualquier tipo de matrimonio en materia fiscal o de regímenes económicos.

Ello supone, por supuesto, que las autoridades administrativas nunca serían competentes para declarar la nulidad de dicho matrimonio ni para intervenir de modo alguno en su vida jurídica. A los esposos canónicos no se les podría ofrecer en ningún caso la posibilidad del divorcio, que solo sería aplicable, si así se contempla en la ley, a los casados por lo civil. Eso sí, el día que los contrayentes religiosos se presenten en el Registro Civil con una sentencia de nulidad del Tribunal de la Rota, el estado lo apuntará y dará por concluida la convivencia a cualquier efecto fiscal, de régímenes económicos o de cualquier otro tipo.

No obstante, se haya celebrado la unión de un modo u otro, el estado tendrá constancia de la paternidad de los hijos habidos en el matrimonio y exigirá rigurosamente a los padres, estén juntos o sepadados, el cumplimiento de sus obligaciones legales con estos hijos.

En segundo lugar, no se tendría que permitir a ningún bautizado casarse por lo civil. Según el derecho canónico, los bautizados en Cristo están obligados a casarse por la Iglesia, de tal modo que si el estado les permite celebrar una boda ante el juez estará violando territorio ajeno. No obstante, como todo el mundo tiene derecho a dejar de ser católico bien por haber cambiado de opinión o por considerar absurdo pertenecer a una religión en virtud de una ceremonia que le impusieron siendo un bebé, debería dejarse a cualquiera la puerta abierta del matrimonio civil siempre que se demuestre fehacientemente que no se es católico. En un país como España, donde casi todos los niños son sacramentados, lo lógico para acceder al matrimonio estatal sería apostatar en cualquier parroquia y presentar el correspondiente justificante, o bien acreditar documentalmente que nunca le han cristianado a uno.

El sistema que propongo y que, a diferencia del vigente, es plenamente respetuoso con la separación entre Iglesia y estado, se aplicó en España desde 1939 hasta los años 70, y se da la paradoja de que prácticamente solo recurrieron a la boda civil los pocos protestantes que vivían en España, puesto que la administración franquista no inscribía los matrimonios celebrados por otro rito que no fuera el católico. Digo que es paradójico porque los casos de ateos, agnósticos, comunistas o anticlericales de cualquier pelaje que solicitaron certificación de apostasía casi pueden contarse con los dedos de la mano, a pesar de ser una posibilidad legal que el Caudillo reconoció generosamente haciendo gala de una extrema sensibilidad hacia la conciencia de los españoles. Se ve, sin embargo, que los rojillos, maquis, militantes clandestinos y demás santos laicos que tanto se llenaban la boca de lucha y de libertad, no eran lo bastante coherentes o no tenían los huevos que hay que tener para vivir según sus valores en medio de una sociedad profundamente cristiana donde su condición pública de apóstatas les habría supuesto, qué duda cabe, algún pequeño inconveniente práctico.

jueves, 14 de junio de 2012

¿HONRADEZ O TOZUDEZ?


Hay gente que comete tantas veces el mismo error, aun habiendo sido aconsejados o advertidos, que uno se pregunta si son gilipollas o simplemente su soberbia les impide reconsiderar su actitud y cambiar de rumbo.

Es el perfil del tío tozudo hasta las últimas consecuencias, de Don Erre que Erre, del que mete la cabeza por el agujero que tenía planeado aunque se la arranquen. Les da igual lo que les digan, les da lo mismo el peligro, las consecuencias de sus actos o los graves perjuicios que para su persona o para terceros puedan derivarse de su obstinación (si es que son conscientes de ellos). Sencillamente van a su bola, en plan kamizaze, sin mirar atrás ni a los lados, y cuando se pegan el leñazo, se incorporan aturdidos, dolientes, y, hala, otra vez la emprenden a frente descubierta contra el muro. Así hasta que revientan.

Lo más llamativo de esta peña es que jamás reconocen que la culpa es suya por tercos y por cerriles, sino que responsabilizan de sus desgracias a todo el mundo a su alrededor: a su familia, a sus jefes, a sus compañeros, a su cónyuge, al que levantó el muro contra el que se han hostiado o al Sistema. Sí, al Sistema; de estos he conocido unos cuantos. Son unos pasmados que van por la vida como pollo sin cabeza, pero cada vez que la cagan la culpa la tiene el capitalismo, la oligarquía, los empresarios o vete tú a saber quién. Recuerdo como una vez un fervoroso falangista que era más membrillo que los membrillos, al ver la multa que le habían puesto tras aparcar dos metros dentro de una acera, exclamó todo indignado:

- ¡Policía mercenaria! En un Estado nacionalsindicalista estas cosas no pasarían.

Algunos confunden mucho su testarudez con la honradez y la independencia en la denuncia de las injusticias, o con no dejarse pisar. Dicen que les parten la cara porque son los únicos que la dan, cuando lo cierto es que se meten ellos solitos en berenjenales en los que nadie les llama y encima no benefician a nadie con ello. Más que honestos son llevacontrarias profesionales que se mueven solo por vanidad y que en otra ocasión análoga harían o dirían justo lo contrario a lo que están haciendo o diciendo ahora si con ello se erigieran en voz original y discordante. No lo pueden remediar; son pesados, inoportunos, imprudentes y nunca solucionan ningún problema. Dicen que se quedan a gusto con su conciencia, pero para mí lo único que consiguen es hacerse la santísima sin ninguna necesidad.

No debe confundirse a estos sujetos con las personas generosas y sacrificadas, dispuestas a perjudicarse por ayudar a los demás, ni con las personas dignas que no toleran que nadie abuse de ellos o les explote.

Hay una diferencia fundamental entre los verdaderos luchadores y los adoquines contumaces a los que va dedicada la entrada. Aquellos conocen muy bien las consecuencias negativas de sus actos, las esperan con naturalidad y cuando se producen finalmente, saben asumirlas con dolor pero con elegancia, ya que es el precio previsto de su gesto altruista. Estos, sin embargo, suelen ser unos cretinos que ni siquiera se habían imaginado lo que les iba a pasar, y reaccionan ante la adversidad con tono sorprendido y quejumbroso cuando no lloriqueante, agarrándose un rebote de cuidado y salpicando culpas a diestro y siniestro. Eso sí, a pesar de la experiencia del tortazo, si se encontraran en el futuro en una situación parecida, probablemente volverían a las andadas y seguirían sorprendiéndose al estrellarse de nuevo. Para ellos la responsabilidad nunca será suya. Dirán que ellos son así y seguirán lanzándose a todos los muros que pillen hasta que se rompan la crisma.

Las luchas, los sacrificios, deben tener la espontaneidad propia de todo gesto generoso y no encajarían bien en un programa previo o en una tabla detallada de pros y contras, pero tampoco pueden ser fruto de la más absoluta candidez y falta de previsión. Que las piedras del camino de nuestra entrega no nos pillen de sorpresa; que antes de empezar a andar estemos dispuestos a que se nos claven en los pies hasta hacernos sangre. De lo contrario, si nos lanzamos al camino sin conocer cómo está el terreno, lo nuestro no será entrega desinteresada sino estulticia e inconsciencia.

martes, 12 de junio de 2012

APRENDER A ESCUDRIÑAR

Por diferentes razones no soy demasiado amigo de la especialización excesiva, ni en lo profesional ni en lo cultural. Sostengo que es preferible poseer un razonable conocimiento de muchas materias diferentes, incluso flojeando en algunas, que ser un especialista exhaustivo y puntilloso en un solo campo. A contracorriente de las tendencias actuales, a mí me parece que con una formación generalista se es más polivalente y se puede ser más útil a la sociedad. Además desde un punto de vista personal, quien toca muchos palos, aunque sea más a bulto, adquiere una visión de conjunto mucho más rica del mundo y de la sociedad en la que vive que el experto monográfico, que corre el riesgo de perder de vista el bosque en su obsesión por el árbol y de deformar la información.

Probablemente el ideal se encuentre en un término medio y además sí hay cosas que admiro, y mucho, de la especialización. Yo, que me embarqué en un doctorado y acabe aparcándolo por pereza y falta de motivación, debo reconocer que me fascinan el talento y la constancia de quienes sí culminan su postgrado tras años de dura entrega. Ayer tuve ocasión de pensar sobre ello en la defensa de la tesis de un amigo, ahora orgulloso doctor laureado, al que desde aquí felicito con mi mayor entusiasmo.


Cuando me entero de que alguien tiene el doctorado, no lo admiro tanto por sus conocimientos ni por su estatus académico, sino porque podría asegurar, sin temor a equivocarme, que se trata de una persona con muchas de las cualidades que yo más valoro: capacidad de ilusionarse con un proyecto, perseverancia, fuerza de voluntad, curiosidad, iniciativa, atención a los detalles, capacidad de profundización, y deseo de aportar algo nuevo a la ciencia, a la técnica o al conocimiento.

De entre todas estas valiosas virtudes yo destacaría la capacidad de profundización. En realidad yo puedo defender, como ya he dicho, un aprendizaje generalista por lo práctico que resulta y afirmar que ello no implica que no sea capaz de profundizar cuando las circunstancias me lo exijan. Pero lo cierto es que yo todavía no he demostrado esas dotes de investigación, esa aptitud para ahondar en los temas, ese celo para escrutar meticulosamente todos los aspectos de un área concretísima del saber, esa facultad de análisis, de experimentación quisquillosa y de comparación de las monografías y las conclusiones de mil autores. Solo han demostrado que saben profundizar quienes han escrito y defendido una tesis de doctorado o han llevado a buen término algún otro proyecto semejante.

Bucear en los detalles de lo más específico es sinónimo de trabajo bien hecho y de huida heroica de la superficialidad con la que se tiende a abordar todo hoy en día a pesar de la cacareada formación práctica y especializada que se nos vende. No implica en absoluto la renuncia a un perfil profesional más genérico, que es el que yo defiendo, ni a adentrarse en otras disciplinas en el futuro (ya con un bagaje para afrontar cualquier reto) ni a tener los ojos abiertos a realidades opuestas al objeto de estudio. Es simplemente una actitud ante la vida y, bien mirado, a todos los universitarios nos vendría bien doctorarnos aunque solo fuera para abandonar la costumbre de echar vistazos y aprender a escudriñar.

domingo, 10 de junio de 2012

OPERACIÓN B.S.O. (15): VALENTINA



El escritor oscense Ramón J. Sender (1901-1982) jamás ha sido santo de mi devoción. No me gusta cómo escribe (en general es un peñazo) ni su temática, y además como persona me parece deplorable tanto por sus ideas políticas como por su actitud en la guerra civil, en la que fue degradado por cobardía al abandonar el combate durante la defensa de Madrid, en octubre del 36, para irse a dormir a su casa.

Pero disquisiciones históricas aparte, es innegable el mérito de sus memorias noveladas, Crónica del alba, y, mucho mayor aún, el de su adaptación cinematográfica en dos películas que Antonio Betancor dirigió a su muerte. La primera de ellas, Crónica del alba. Valentina (1982), es una cinta deliciosa, inolvidable, sobre el amor incomprendido de dos niños ricos de 12 años en un pueblecito aragonés a principios de siglo. Esta obra maestra siempre será recordada por la interpretación del todavía impúber Jorge Sanz y la de Anthony Quinn en el papel de mosén Joaquín, y por el soberbio tema compuesto por Riz Ortolani, también curiosamente autor de la banda sonora de la polémica Holocausto caníbal (1980).

viernes, 8 de junio de 2012

"MIS NIÑAS"

Una de las cosas que más me jode es el paternalismo. El paternalismo es la manera educada, suave, democrática, con la que los de arriba les ponen el pie en la cabeza a los de abajo. En el terreno profesional se ve mucho. Se camufla con ademanes cariñosos o con tonos dulzones lo que en el fondo, y no tan en el fondo, solo son faltas de respeto a empleados de categorías inferiores, meadas de perro en la farola para marcar el territorio y decir aquí mando yo.

Donde yo trabajo hay una jerarquía muy rígida, como en cualquier gran organización que se precie, pero como el principio de autoridad parece no ir con los tiempos, se dedican muchas horas, mucha palabrería, muchas energías, muchas sonrisas y muchas buenas palabras a disimular la situación, y el peor defecto de una jerarquía rígida, que es la tendencia a menospreciar a los que ocupan puestos menores del escalafón, se camufla con toda suerte de paños calientes.

Un ejemplo de esto que explico y que a mí me ha llamado siempre poderosamente la atención es la horrenda costumbre de llamar “niñas”, “niños”, “chicas”, “chicos”, “chavales” o “chavalas” a los secretarios personales, o a los auxiliares o subalternos independientemente de su edad. Estos apelativos cariñosos no me sorprenderían si también fueran utilizados con el resto del personal, pero no, a nadie se le ocurriría decir “pásale este expediente al niño de contabilidad” para referirse al jefe del departamento de contabilidad; cuando se dice eso debe entenderse que hay que darle los papeles al auxiliar que allí trabaja.

En una reunión de dirección es tipiquísimo oír “que luego nos hagan mis niñas unas fotocopias”, y ya se sobreentiende que las niñas, que igual tienen cincuenta años cada una, son las secretarias del Director. “Fulano, diles a tus chicos que vayan preparado unas tablas comparativas”, “se lo doy a los chavales para que lo pasen a limpio y mañana lo tienes antes de las 9”, “llama a la niña del sótano, que se suba los cajones de los avales”. Son simples ejemplos muy comunes, aunque lo que más se dice es “niños”.

La costumbre es muy antigua y está muy extendida no solo en las Administraciones, sino en empresas medianas o grandes donde hay muchas categorías profesionales diferentes y, qué casualidad, se reservan los calificativos más confianzudos y supuestamente afectivos para los que menos mandan. No comprendo por qué no puede llamarse a esta gente por su nombre, como se hace con el resto de los compañeros, o simplemente decir “los auxiliares del servicio”, “el bedel” o “mi secretaria”. Es como si se quisiera evitar pronunciar a toda costa la correcta denominación de la categoría y sustituirla por un término más amable, cuando a mí las tareas que desempeñan estos profesionales me parecen dignísimas, relevantes y merecedoras de toda admiración. Ya lo dijo San Josemaría Escrivá de Balaguer en una charla que dio a las empleadas de limpieza de la Universidad de Navarra: “os aseguro, hijas, que vuestra labor no es menos importante que la del Rector o la de los catedráticos”.

Lo que sí me interesa destacar es que quienes llaman así a estos compañeros no lo suelen hacer con mala intención, sino imitando lo que han oído siempre y siguiendo una tradición de años, aunque estoy seguro de que, en su origen, esta práctica no era tan inocente.

martes, 5 de junio de 2012

EL ESPAÑOL DE VALLADOLID


Valladolid, que no tiene costa, ni montaña ni atractivos parajes, ha de buscarse la vida de otras maneras para atraer el turismo y aumentar el número de pernoctaciones de los visitantes en la provincia. Una solución que siempre me ha encantado, y que se ha revitalizado hace poco en un convenio entre las administraciones y la Universidad, es la de promocionar la ciudad como referente del aprendizaje del español para extranjeros, a fin de favorecer que venga a hacer cursos gente de todas las nacionalidades. La base de esta idea es defender de cara al exterior que por estos lares se habla, con diferencia, el mejor español de todo el territorio nacional y de Hispanoamérica, algo que es rigurosamente cierto y de lo que yo en particular me siento muy orgulloso.

Cualquiera con un mínimo de honradez debería rendirse a la evidencia de que en amplias zonas de Valladolid y Palencia se habla y se cuida el idioma como en ninguna parte y de que un extranjero interesado de verdad en adentrarse en la riquísima lengua nacida en el siglo X en el Monasterio de San Millán de la Cogolla, debería venir a la capital del Pisuerga antes que a cualquier otro sitio.

Para empezar, digan lo que digan, hablamos sin acento alguno, es decir sin tonillos cantarines, dejes, resonancias nasales, cadencias pegadizas ni demás puñetas. Como le dijeron el primer día de clase a un amigo mío que emigró con sus padres a los doce años a un pueblo de La Coruña: nos expresamos “como el del Telediario”.

En segundo lugar, pronunciamos correctamente todas las letras de las palabras, algo de lo que no pueden presumir nuestros compatriotas al sur de Despeñaperros, que cada vez que abren la boca le pegan una patada al idioma comiéndose dés, erres, eses, y perpetrando toda clase de contracciones estridentes. No hay Dios que los entienda en España como para pretender que vaya un inglés a estudiar castellano a Cádiz; luego va un día a Medina de Rioseco y se piensa que está en otro país.

Por último somos de los pocos que no incurrimos por sistema en errores gramaticales, sintácticos, de construcción de frases y de conjugación de verbos, aparte de que, respecto a estos últimos, sabemos emplear a la perfección los diferentes tiempos, en especial el pretérito perfecto, el subjuntivo y el condicional. Ahí tenemos a los gallegos, a los que mando un cariñoso saludo, que parece que no han oído hablar en su vida del pretérito perfecto y que todo lo han hecho hace un año los tíos, diciendo “comí” en vez de "he comido” según dejan la cuchara en el plato, o los de Burgos o Navarra, que se arman un carajal con el “si habría comido” en vez del  “si hubiera”.

El español de mi tierra es el más rico, el más correcto, el más genuino y el mejor pronunciado, y lo que procede es traerse aquí a los chavales franchutes e ingleses a que lo aprendan y se dejen los cuartos, pero eso sí, que luego se piren por donde han venido y a las vallisoletanas ni tocarlas.

Solo reconozco un defecto grave y otro leve en nuestra forma de hablar el castellano.

Uno sería nuestro patólogico leísmo y laísmo. Metemos el “le”, en vez del “lo” detrás de todos los verbos aunque la tercera persona  en cuestión sea un complemento directo como un piano (“dámele”, “cógele” “cómele”), y, de igual modo, utilizamos el “la” en vez del “le” cuando el objeto indirecto es femenino (“dala un beso”). Yo me esfuerzo mucho en corregir este mal vicio, pero la verdad es que, aunque por escrito es fácil porque tienes tiempo de reflexionar lo que pones, hablando resulta complicado porque se te pega mucho como lo dice la gente a tu alrededor. Además hay verbos concretos en que yo siempre tengo dudas porque me suena fatal el “lo”. Con todo, creo que en las escuelas vallisoletanas debería forzarse machaconamente a los críos para corregir estos errores. Entonces seríamos perfectos, oye…

El otro defectillo, que para mí que ya no lo es, consiste en no diferenciar la pronunciación de la “y” y de la elle. He oído que en algunas zonas del país siguen pronunciando distinto ambas letras, pero lo cierto es que yo, por mucho que me lo han explicado, no he sido capaz. Mira que me han puesto ejemplos diciendo bien despacito “pollo” y “gallina” poniendo cara de subnormales, pero nada, que no lo pillo. No sé si será algo así como meter una ele antes de la “y” (“galyina”), pero me da a mí que no. Si alguien me lo explicara quedaría agradecido para siempre, aunque me temo que podría morirme antes de decirlo bien mientras hablo inconscientemente.

domingo, 3 de junio de 2012

RECORTES EDUCATIVOS


Los múltiples recortes educativos que ya se han anunciado –y los que quedan por anunciar- por los distintos gobiernos autonómicos me han hecho pensar bastante en la Educación como política pública y en los profesores. Vaya por delante que, por tratarse de una de las políticas más relevantes para el futuro de la sociedad española y por la admiración que siento hacia la profesión de docente cuando es verdaderamente vocacional, creo que cualquier ajuste a la baja debería llevarse a cabo con especiales precauciones y valorando mucho sus consecuencias tanto en el ámbito académico como en la dignidad y en la motivación de los profesionales afectados.

Una vez hecha esta imprescindible aclaración, quiero plantear tres dudas que tengo, a ver si los muchos especialistas del sector que leen La pluma pueden y quieren darme una respuesta. Estos interrogantes los lanzo desde el limitado conocimiento que poseo de la política educativa en mi Región, dando por sentado que en otras comunidades autónomas habrá otras problemáticas y necesidades.

En primer lugar, tengo constancia de que, con la excusa de la enorme dispersión poblacional que existe en Castilla y León, se ha llegado a situaciones de traca en los centros de enseñanza rurales. La más sorprendente sin duda es encontrarnos con que en bastantes localidades pequeñas puede llegar a desfilar entre semana un número de profesores de Infantil o de Primaria similar o igual al de alumnos existentes. Hay pueblos en que tienen un docente para menos de cinco alumnos y ya digo que algún día de la semana se pasan por allí otros maestros de apoyo. Honestamente esto no lo puedo entender ni yo, defensor acérrimo de mantener servicios públicos de carácter social aunque resulten deficitarios. Me parece un planteamiento absurdo y la pregunta que no dejo de hacerme es por qué la prioridad es movilizar docentes para que los críos no salgan de su pueblín y no implantar una buena red de transporte escolar para que todos los alumnos tiendan a reagruparse cuando y donde sea posible, lo que evitaría el dispendio y el sinsentido actual.

Otra duda que me corroe es por qué toda la vida en los mejores colegios metían más de 40 alumnos por aula en Primaria e incluso en Secundaria (en mi época éramos hasta 45) y nadie se moría, y los chavales salían con una formación decente, y ahora obligan a que haya la mitad pero, en cambio, cuando terminan los estudios de la ESO muchos no saben hacer la o con un canuto. Me han explicado que la razón es que los niños de la generación anterior eran más manejables pero que ahora no hay dios que controle solo a 45 fieras de 11 años. No sé, yo creo que los profes no los controlan porque no quieren o porque no valen, más que porque los niños no se dejen o porque el sistema educativo no les brinde instrumentos. La primera exigencia a un profesor debiera ser saber manejar chavales y tener autoridad, y la autoridad no viene de las leyes, sino de uno mismo. Y si tan difícil es y tan incapaces se sienten, que no sean profesores, que esta profesión no consiste en cobrar un sueldo para toda la vida y pasar de todo como algunos se piensan. En conclusión, defiendo el incremento del número de alumnos por clase.

Por último, y ahora voy a ser duro, no comprendo el sistema de selección del profesorado que tienen las comunidades autónomas. Por descontado conozco muchos profesores, cómo no, si yo diría que uno de cada dos jóvenes de Castilla y León trabaja en la enseñanza pública, y entre mis conocidos hay de todo. Debo admitir que algunos, más bien pocos, son gente seria, capaz, preparada (algunos con varias carreras) y tocada en la frente por una entrañable vocación que inspira mi mayor respeto. Pero no me cortaré un pelo en afirmar que una parte nada desdeñable de mis conocidos del mundo de la docencia, especialmente interinos de las enseñanzas medias, no saben ni dónde tienen la mano derecha; se les da fatal hablar en público; tienen un nivel y una inquietud cultural bajo cero; son más inmaduros que los propios adolescentes; son perezosos y amigos del escaqueo; cometen faltas de ortografía; son maleducados; jamás les han gustado los niños ni los adolescentes y no tienen ni puta idea de cómo tratarlos; carecen de carácter y autoridad alguna, y, por si fuera poco, no poseen ninguna experiencia en las aulas y han sacado una nota vergonzante en las oposiciones. ¿Cómo es posible que pongan a esta peña al frente de una clase? ¿Cómo van a salir los niños con estos botarates enseñándoles Historia, Matemáticas o Conocimiento del Medio?


Adelantándome en responder un poco a todas estas cuestiones, yo tengo la sospecha de que la prioridad de la Junta de Castilla y León, igual que sucede en otras comunidades, no es construir un sistema educativo de calidad con la mirada puesta en la formación y en el futuro de nuestros jóvenes, sino llevar a cabo una burda corrección del mercado de trabajo y camuflar el paro, inventándose para ello tropecientos mil puestos de profesor y de maestro que brinden una salida profesional al ejército de recién titulados de nuestra Región, quienes, de otro modo, no encontrarían curro ni en sus mejores sueños. Para ello, todo vale: dos maestros para tres críos en Villacanicas del Hoyo en vez de fusionar municipios y/u obligar a desplazarse a los niños; plazas de profe a tutiplén y una bolsa de trabajo exuberante para mandar legiones de docentes a los cientos de pueblos castellanos y leoneses cada vez que hay una baja de dos semanas; un horario semanal de trabajo no digo que inadecuado pero sí al menos sospechosillo con la que está cayendo, aunque los profes alegan trabajar mucho en casa preparando las lecciones; y, como he dicho, veinte alumnos por clase, por si alguien se hernia.

Valoraría, por supuesto, argumentos que desmonten mis teorías y estaría encantado de rectificarlas si alguien, desde su experiencia y buen criterio, me convence de que estoy en un error. La Educación, insisto, me importa mucho y el debate al respecto me parece positivo en cualquier foro.