Existen profesores y maestros que pasan por nuestras vidas sin dejar pena o gloria alguna. De algunos siempre guardaré un recuerdo tan imborrable como ejemplarizante; a otros los recordaré con cierto desdén y son muy pocos a los que retendré en la memoria con una marca de difícil descripción, puesto que su extravagancia diluyó todo acento de odio o cariño. Algo extremadamente complicado cuando una persona ha tenido tanto poder sobre tu entonces corta vida.
«El Pata» llegó de rebote al colegio unos cuantos años antes que yo. Los frailes habían contratado, para los primeros cursos del BUP, una profesora de Inglés jovencita e incauta. Una de esas almas cándidas que debía pensar que los chavalines de catorce años también querían ser sus amigos y que cometió la torpeza de no entrar, el primer día de clase, con el tricornio puesto. Es muy común entre los machitos adolescentes huir despavoridos cuando cruzan en solitario la acera de un colegio de monjas a la hora de la salida pero, claro, cuando están en grupo, si de demostrar chulería se trata, no dudan en silbar a una profesora veinteañera. Hasta tal punto llegaron las cosas que, justo antes de las vacaciones de Navidad, cuando leyó en clase las notas de la primera evaluación, un niño cruel y pijo de esos que abundan en los colegios de frailes, mostró a la profesora su desacuerdo con las calificaciones obtenidas mediante un arrebato de furia mal fingida que rubricó con un sonoro «¡Puta!». La incauta docente salió a llorar desconsolada al pasillo y, en respuesta, los curas, en lugar de expulsar al chulito y dar un buen escarmiento a sus compañeros, regalaron a la chica, como aguinaldo, un sonoro despido.
Aprendida la lección, decidieron contratar como sustituto a un antiguo salesiano que en ese momento ejercía de capellán en la prisión provincial. Numerosos y difusos rumores circulaban sobre las razones por las que «Jerjes», mote por el que fuera conocido en sus primeros años de docencia, había abandonado su puesto como profesor de Geografía en la familia de Don Bosco. Tampoco estaba claro por qué había estudiado, tras dejar la orden salesiana pero no el ministerio sacerdotal, Filología Inglesa, buscado amparo en una diócesis de corte tradicional y residencia en un modesto piso junto a su extraña sobrina -aunque en los cotilleos provincianos negaban que entre ellos existiera lazo familiar alguno- y Connie, su perro salchicha.
Supongo que el impresentable aquél, que ya debe andar muy entrado en la cuarentena y que causó en última instancia la llegada del nuevo teacher, se arrepentiría el primer día de vuelta de las vacaciones de Navidad de tan cobarde acción.
«El Pata» llegó de rebote al colegio unos cuantos años antes que yo. Los frailes habían contratado, para los primeros cursos del BUP, una profesora de Inglés jovencita e incauta. Una de esas almas cándidas que debía pensar que los chavalines de catorce años también querían ser sus amigos y que cometió la torpeza de no entrar, el primer día de clase, con el tricornio puesto. Es muy común entre los machitos adolescentes huir despavoridos cuando cruzan en solitario la acera de un colegio de monjas a la hora de la salida pero, claro, cuando están en grupo, si de demostrar chulería se trata, no dudan en silbar a una profesora veinteañera. Hasta tal punto llegaron las cosas que, justo antes de las vacaciones de Navidad, cuando leyó en clase las notas de la primera evaluación, un niño cruel y pijo de esos que abundan en los colegios de frailes, mostró a la profesora su desacuerdo con las calificaciones obtenidas mediante un arrebato de furia mal fingida que rubricó con un sonoro «¡Puta!». La incauta docente salió a llorar desconsolada al pasillo y, en respuesta, los curas, en lugar de expulsar al chulito y dar un buen escarmiento a sus compañeros, regalaron a la chica, como aguinaldo, un sonoro despido.
Aprendida la lección, decidieron contratar como sustituto a un antiguo salesiano que en ese momento ejercía de capellán en la prisión provincial. Numerosos y difusos rumores circulaban sobre las razones por las que «Jerjes», mote por el que fuera conocido en sus primeros años de docencia, había abandonado su puesto como profesor de Geografía en la familia de Don Bosco. Tampoco estaba claro por qué había estudiado, tras dejar la orden salesiana pero no el ministerio sacerdotal, Filología Inglesa, buscado amparo en una diócesis de corte tradicional y residencia en un modesto piso junto a su extraña sobrina -aunque en los cotilleos provincianos negaban que entre ellos existiera lazo familiar alguno- y Connie, su perro salchicha.
Supongo que el impresentable aquél, que ya debe andar muy entrado en la cuarentena y que causó en última instancia la llegada del nuevo teacher, se arrepentiría el primer día de vuelta de las vacaciones de Navidad de tan cobarde acción.
6 comentarios:
Qué racha llevamos con historias de curas y coles de curas.
Nos ha dejado usted intrigados, cortando así tan de repente...
Les ruego continúen sus historias lo antes posible, dado que con estas medias tintas, no hay Dios que comente.
Hay algunos de nosotros que hemos vivido junto con el subdirector estas aventuras y esperamos que su magistral pluma continue este relato a la mayor brevedad posible para añadir nuestras impresiones sin desvirtuar el relato.
Sirva como aperitivo de mis futuros comentarios que yo desaprendi (permitanme la palabra que aunque gramaticalmente no sea correcta es muy exacta en su significacion) ingles.
Lo primero decir a Langor, es que si olvidó ingles, entre todos los del blog le podemos recomendar una serie de publicaciones y videos de reconocido prestigio.
Cuando terminé COU, me hice una camiseta con la foto de Manolo Sanchís padre,en la que ponía" yo sobreviví al pata". La pena es que no lo pude poner en inglés, pues lo que hacía en sus clases era tocarme una parte que está muy cerca de las ingles.
Viperinos, os he dejado hace dos dias en vuestro mail una consulta...¡hola!,¿alquien entiende mi idoma?...¿hay alguien allí?...¡hola, hola, probando probando...
Suso, acabo de contestarte.
Publicar un comentario