En una etapa ya superada de mi vida me enseñaron muchos trucos dialécticos con los que dominar las discusiones políticas y convencer a mis interlocutores. Durante años creí que ambos objetivos eran equivalentes, pero hoy tengo claro que no tienen nada que ver. No es lo mismo imponerse en un debate, es decir lograr que tus adversarios terminen callándose, que persuadir a los demás de la bondad de tus opiniones. Hoy creo que la mayoría de las estrategias que aprendí pueden ser útiles para alcanzar el primer fin pero malamente el segundo. También pienso que estas técnicas tienen un trasfondo violento y tramposo que las aleja mucho de lo que podemos entender como honradez intelectual.
Una de estas tácticas, más vieja que el mundo, consiste en intentar objetivizar a toda costa los debates subjetivos de carácter ideológico, llevándolos de manera forzada al terreno de las conclusiones científicas, las citas de autores, y las fechas y hechos históricos. Se trata de convertir una controversia que ha nacido del contraste de sentimientos y de convicciones íntimas en una guerra de conocimientos en la que el contrario lleve las de perder, en una exhibición apabullante de datos previamente aprendidos que provoque en el auditorio la sensación de una gran diferencia de nivel entre los contendientes, y consiguientemente descoloque y humille al rival.
Hay debates en cuyo desarrollo y conclusión es esencial el despliegue de datos objetivos, pero otros no, o, al menos, no en la misma medida, así que me parece bastante fullero hacer que un simple cruce de opiniones se transforme en un impertinente examen académico, o en una medición de lecturas o de escalafones culturales. El gran error de partida de los que emplean –y yo lo he hecho– esta clase de estratagemas es considerar que toda charla es una discusión, que todo intercambio de pareceres es una competición que ha de ganarse como sea, quedando siempre de pie como el gato. Recopilar sistemáticamente información científica y bibliográfica; coleccionar armamento argumental en forma de citas, fechas, nombres de historiadores y títulos de libros (que a veces ni se han leído) para apabullar en público a quien piensa diferente es una actitud que suele evidenciar sectarismo, inmadurez y complejo de inferioridad.
Es fundamental estar bien formado para defender dignamente nuestras posturas, pero sepamos diferenciar.
Hay temas en los que para polemizar sí es importante atesorar un mínimo de conocimientos. Por ejemplo, si una amiga se empeña en que Carlomagno era un emperador romano no será muy difícil sacarla del error (si se deja) tirando de nuestra humilde cultura histórica.
Pero hay otros debates que por diversos motivos no tienen puerta de salida. Hay disputas que o bien son como la del sexo de los ángeles que sostenían los bizantinos en el siglo XV, o bien están tan ligadas a creencias religiosas, posturas ideológicas o sensibilidades personales que es absurdo pretender su objetivización o su racionalización. Esto no quiere decir que tengamos que dar la razón a nuestros oponentes, pero sería bueno tener en cuenta que en este tipo de confrontaciones nadie da jamás su brazo a torcer, que los ánimos se suelen calentar más de la cuenta y que cualquier argumento racional caerá con toda probabilidad en saco roto. Conviene admitir que por mucha artillería erudita, leguleya, médica o politológica que esgrimamos sobre ciertos asuntos, al tipo que tenemos en frente no le va a hacer ni cosquillas, igual que nosotros nos mantendríamos en nuestros trece por muy leído que sea el que nos lleva la contraria. Pensemos en las discusiones sobre temas como el aborto, el matrimonio homosexual, los separatismos regionales, la inmigración, la Iglesia, la política nacional o el clásico Barça-Madrid, en las que hacer alarde de pruebas y de razonamientos documentados solo sirve para enredar, lanzar tinta de calamar, abrumar a nuestros enemigos más incautos y, en definitiva, perder el tiempo.
Además a aquellas personas fácilmente impresionables por las avalanchas de datos estadísticos, antecedentes históricos, frases oportunas o informes concluyentes, yo les recomendaría precaución y les advertiría que no es oro todo lo que reluce. No hay nada más fácil de manipular que la información; el experto en teoría más acreditado podría ser un vulgar encantador de serpientes muy capaz de defender, de una forma igual de convincente, la posición contraria.
Una de estas tácticas, más vieja que el mundo, consiste en intentar objetivizar a toda costa los debates subjetivos de carácter ideológico, llevándolos de manera forzada al terreno de las conclusiones científicas, las citas de autores, y las fechas y hechos históricos. Se trata de convertir una controversia que ha nacido del contraste de sentimientos y de convicciones íntimas en una guerra de conocimientos en la que el contrario lleve las de perder, en una exhibición apabullante de datos previamente aprendidos que provoque en el auditorio la sensación de una gran diferencia de nivel entre los contendientes, y consiguientemente descoloque y humille al rival.
Hay debates en cuyo desarrollo y conclusión es esencial el despliegue de datos objetivos, pero otros no, o, al menos, no en la misma medida, así que me parece bastante fullero hacer que un simple cruce de opiniones se transforme en un impertinente examen académico, o en una medición de lecturas o de escalafones culturales. El gran error de partida de los que emplean –y yo lo he hecho– esta clase de estratagemas es considerar que toda charla es una discusión, que todo intercambio de pareceres es una competición que ha de ganarse como sea, quedando siempre de pie como el gato. Recopilar sistemáticamente información científica y bibliográfica; coleccionar armamento argumental en forma de citas, fechas, nombres de historiadores y títulos de libros (que a veces ni se han leído) para apabullar en público a quien piensa diferente es una actitud que suele evidenciar sectarismo, inmadurez y complejo de inferioridad.
Es fundamental estar bien formado para defender dignamente nuestras posturas, pero sepamos diferenciar.
Hay temas en los que para polemizar sí es importante atesorar un mínimo de conocimientos. Por ejemplo, si una amiga se empeña en que Carlomagno era un emperador romano no será muy difícil sacarla del error (si se deja) tirando de nuestra humilde cultura histórica.
Pero hay otros debates que por diversos motivos no tienen puerta de salida. Hay disputas que o bien son como la del sexo de los ángeles que sostenían los bizantinos en el siglo XV, o bien están tan ligadas a creencias religiosas, posturas ideológicas o sensibilidades personales que es absurdo pretender su objetivización o su racionalización. Esto no quiere decir que tengamos que dar la razón a nuestros oponentes, pero sería bueno tener en cuenta que en este tipo de confrontaciones nadie da jamás su brazo a torcer, que los ánimos se suelen calentar más de la cuenta y que cualquier argumento racional caerá con toda probabilidad en saco roto. Conviene admitir que por mucha artillería erudita, leguleya, médica o politológica que esgrimamos sobre ciertos asuntos, al tipo que tenemos en frente no le va a hacer ni cosquillas, igual que nosotros nos mantendríamos en nuestros trece por muy leído que sea el que nos lleva la contraria. Pensemos en las discusiones sobre temas como el aborto, el matrimonio homosexual, los separatismos regionales, la inmigración, la Iglesia, la política nacional o el clásico Barça-Madrid, en las que hacer alarde de pruebas y de razonamientos documentados solo sirve para enredar, lanzar tinta de calamar, abrumar a nuestros enemigos más incautos y, en definitiva, perder el tiempo.
Además a aquellas personas fácilmente impresionables por las avalanchas de datos estadísticos, antecedentes históricos, frases oportunas o informes concluyentes, yo les recomendaría precaución y les advertiría que no es oro todo lo que reluce. No hay nada más fácil de manipular que la información; el experto en teoría más acreditado podría ser un vulgar encantador de serpientes muy capaz de defender, de una forma igual de convincente, la posición contraria.
4 comentarios:
Bien, tiene razón. Pero entonces la Pluma no tendría razón de ser. Perdería todo su encanto.
Cuando doy mi opinión, lo hago siempre con naturalidad y de forma espontánea . No pretendo convencer a nadie ni crear polémica. Afortunadamente o, por cansancio, suelo callarme cada vez más a menudo y así evitó conversaciones y discusiones que de seguro no llevan a ninguna parte. Al menos a ninguna buena.
Hay personas que enseñan muchísimo a través de sus citas y enlaces; mucho más gráficos a veces que un extenso comentario. No obstante, detesto profundamente a quienes no son capaces, (por ignorancia o porque carecen de la valentía suficiente para emitir un opinión sincera, o sea, de mojarse) de decir nada sin consultar la Wikipedia y el worldrefference pretendiendo aparentar una cultura e inteligencia de las que carecen por completo o, a quienes lo hacen de forma anónima.
Me importa un pito si está ud. de acuerdo o no.;)
Me gusta que me hagan pensar. ¿quién no se equivoca? Las palabras nos traicionan más que nuestros propios actos.
¿Esos trucos que le enseñaron, Neri, los tomaron de "El arte de tener razón" de Schopenhauer?. Porque hay que reconocer que algunas de sus estratagemas son insuperables si de ganar una discusión se trata, teniendo razón o no; es una especie de manual para sofistas. Como si Maquiavelo se hubiese abocado a la dialéctica en lugar de la ciencia política.
Permítame recordar alguno de los insidiosos recursos del pesimista de Frankfurt:
3. "Tomar la afirmación que ha sido formulada en modo relativo ... como si lo hubiera sido en general."
8. "Provocar la irritación del adversario y hacerle montar en cólera".
9. "No establecer las preguntas en el orden requerido por la conclusión a la que se desea llegar con ellas, sino desordenadamente; el adversario no sabrá a dónde queremos ir."
13. "Para lograr que el adversario admita una tesis debemos presentarle su opuesta y darle a elegir una de las dos".
14. "Si inesperadamente el adversario se muestra irritado ante un argumento, debe utilizarse tal argumento con insistencia".
35."En vez de influir en el intelecto con razones, se influye en la voluntad por medio de motivos".
38. Cuando se advierte que el adversario es superior y se tienen las de perder, se procede ofensiva, grosera y ultrajantemente
Todo ésto no sería en realidad puro sofismo?
Me pregunto también, como usted si, cuando hablamos disponemos realmente de toda la información y estamos en posesión de toda la verdad o estamos realmente convencidos de lo que decimos y, para mi lo más importante... Por qué queremos convencer a lo demás? Sólo por imponer nuestro razonamiento o para ejercer algún tipo de influencia oscura?
Esta entrada tiene mucha miga. Me gusta.
A mí me resulta muy interesante eso de poder expresar correctamente lo que piensas y de poder conducir una conversación e influenciar intencionadamente en los sentimientos de los demás con un objetivo concreto, pero a la vez que atractivo me parece peligroso.
Creo que cuando esto se da en una conversación o discusión, el fin de la misma ha perdido su encanto, porque ya no se tiene en cuenta la opinión de los demás, y el único objetivo es imponer tus ideas. Hay una frase que me gusta mucho que dice que "nuestro principal problema de comunicación es que no escuchamos para entender, sino para contestar". Esta frase me hace pensar que a la mayoría de las personas nos ocurre que quizás sin intencionalidad o sin conocer recursos dialécticos concretos y efectivos, todos queremos llevarnos el gato al agua y nos buscamos nuestras trampas dialécticas mas o menos efectivas. Observarlo en niños es muy gracioso, ya que la simplicidad de sus trampas nos hace apreciarlas fácilmente.
Hoy en día me atrae más el discurso sincero, que también es bonito, ya que no significa que no sea premeditado o inteligente, sino que trata de exponer algo, y con el conocimiento de estas trampas dialécticas, trata de no caer en ellas. Hay gente a la que este discurso sincero le sale de forma natural, que sería lo ideal, pero también se puede aprender.
Publicar un comentario