lunes, 8 de diciembre de 2014

LA DOSIS PERFECTA




En el trato con muchos de nuestros familiares y amigos nos pasa lo que decía Paracelso de las drogas: que la diferencia entre una medicina y un veneno solo está en la dosis. Hay personas a las que tenemos un gran cariño, que nos parecen agradables, bondadosas y hasta divertidas, pero siempre que nuestro contacto con ellas se limite a un determinado número de horas o de días al año. Si nos pasamos de la dosis estipulada, que por supuesto varía en función del ser querido, la situación se invierte y el pariente o amigo que nos parecía entrañable durante las dos visitas o tres cafés que compartíamos con él al año puede transformarse en un ser cansino, indiscreto, maleducado o maniático si nos toca tratarle, por ejemplo, durante todo un fin de semana. Esta es una regla de oro que suele olvidarse más de lo debido.

Muchos de los que merecen nuestra simpatía y afecto son como fármacos benefactores que, sin embargo, vienen acompañados de un prospecto que no nos leemos casi nunca para comprobar las contraindicaciones en caso de sobreingesta, cuando el secreto del éxito en nuestra relación con ellos reside precisamente en su administración moderada. 

A mí me pasa con algunos familiares o amiguetes, a los que poco a poco voy midiendo la dosificación y así da gusto. Los hay que me resultan encantadores cuando me paro a saludarlos por la calle o me tomo con ellos una caña que me deja en los labios la espuma de un buen sabor de boca, pero no saldría jamás con ellos de noche, porque no los trago cuando llevan tres gintonics. Los hay que me arrancan la sonrisa en las cuatro visitas domingueras que intercambiamos al año, pero veinticuatro horas seguidas de convivencia en un contexto menos convencional (de visita todos somos fantásticos) me harían el mismo efecto que la penicilina adulterada y me consumiría una fiebre de decepción. Los hay que los disfruto en una comida, de ciento en viento, pero si el almuerzo fuera semanal, acabaríamos malamente. Los hay chisposos y cautivadores en la cafetería de la oficina, pero Dios me libre de tener con ellos una disputa profesional, pues entonces conocería bien de cerca sus fauces de lobo. Los hay que solo están ahí para las risas y los buenos ratos, para la jarana, el deporte o las aficiones, pero nunca les leería ni una línea de mi vida, ni ellos a mí (gracias a Dios). Los hay que solo sirven para arrancarme risotadas a través del teléfono o del whatsapp, pero en vivo y en directo nunca alcanzarían ni a rozar mi alma. 

Todos me aportan algo en esa receta que yo me autoprescribo con lo mejor de cada uno, en esa inyección medida al milímetro, y tantas veces subcutánea, que me preparo con sus componentes más valiosos, pero lo cierto es que en cada uno ellos no veo sino una simple pieza del puzzle completo que yo necesito encontrar en los ojos de alguien para atreverme a subir un poco más la dosis.

3 comentarios:

Aprendiz dijo...

Desde luego este tema que tratas da para un profundo análisis.

Estoy completamente de acuerdo contigo, y es algo que yo llevo "estudiando" desde hace años.

Por mi carácter siempre he tenido facilidad para conocer gente, o al menos la he ido desarrollando. He tenido muchas amistades de todo tipo, porque me encanta la variedad en mis amistades, ya que de todos se puede aprender. Pero en todo este tema he tenido que aprender que no hay que sobrevalorar las amistades. Nadie es perfecto, y la mejor manera de mantener la amistad de todos, es pasando con cada uno el tiempo justo y necesario y sabiendo tratar a cada persona en particular.

A mí me encanta tratar a mucha gente, pero he llegado a la conclusión de que si abusas de la vida social, ésta se convierte en una selva.

Para mí existen tres tipos de amigos:
-los que se adaptan perfectamente a ti y tu a ellos.
-los que tienes que aprender a tratar si tienes intención de mantener su amistad.
-los que aprenden a tratarte a ti si tienen intención de mantener tu amistad.

Esto da lugar a que el esfuerzo que hay que hacer con determinadas personas te lleve a disminuir la frecuencia en que la ves, porque si no resulta agotador.

El chico de los tablones dijo...

Enhorabuena por el post, Al Neri, una vez más da usted en el clavo. El último párrafo es demoledoramente sincero.

Yo ahora estoy en esa edad en la que las amistades de mi ciudad natal, de la Universidad, del deporte... se dispersan irremediablemente a medida que la vida nos va distribuyendo por el mapa. En los últimos meses me he visto obligado a reducir drásticamente las dosis de algunas personas con cualidades muy beneficiosas. He tratado de suplir su ausencia aumentando las dosis (hasta ahora residuales) de otras personas y el tratamiento ha resultado un fracaso.

La lozana andaluza dijo...

Pues a mi nunca me han molestado mis amistades,ni se han hecho pesados y eso que pasamos mucho tiempo juntos,ya que en realidad somos como una gran familia,claro que también es verdad que cada uno tiene su casa,y cuándo queremos estar solos,solo tenemos que cerrar la puerta y no abrir a nadie,así de sencillo.
Mi padre cuándo venían sus suegros,mis abuelos que eran nórdicos y no entendían bien el español,colgaba un cartel en el puerta que decía: los huéspedes dan alegría,pero cuándo se van,mas todavía,ellos nunca se enfadaron,cuándo se enteraron de la traducción,porque dijeron que eso era verdad.