jueves, 7 de octubre de 2010

RELEYENDO "EL PADRINO" (16): MUEVE UNOS HILOS



Una de las escenas eliminadas de la película se corresponde con el emocionante pasaje de la despedida al viejo consigliere del Don, Genco Abbandando.

La fe en en el poder de Don Corleone de quien fundó junto a él la Genco Pura Oil Company y le asesoró fielmente durante toda una vida, le lleva a creer que incluso en su último trance el patriarca podría interceder ante Dios a su favor.


"Genco Abbandando había disputado una larga lucha con la muerte, y ahora, vencido, yacía exhausto sobre aquella blanca cama. Se había convertido en un esqueleto, y lo que antaño había sido una cabellera espesa y negra era ahora un puñado de pelo lacio y sin vida.

—Genco, amigo mío —dijo Don Corleone en tono alegre—. He venido con mis hijos, pues todos querían venir a presentarte sus respetos. Y, mira, también está Johnny, que ha viajado desde Hollywood.

El moribundo levantó sus ojos hacia el Don en señal de gratitud y permitió que los jóvenes tomaran entre las suyas su huesuda mano. Su esposa e hijas, de pie a ambos lados de la cama, le dieron un beso en la mejilla mientras le sostenían la otra mano.

El Don apretó la mano de su viejo amigo, y, para animarle, le dijo:

—Date prisa en recuperarte, pues quiero ir contigo a hacer un viaje a Italia, a nuestro pueblo. Jugaremos a las "bochas" delante de la taberna, como hacían nuestros padres.

El moribundo movió la cabeza. Con un gesto indicó a los jóvenes y a su familia que se alejaran de la cama e instó al Don a que se aproximara más. Trataba de hablar. El Don se sentó junto a la cama y acercó el oído a la boca del enfermo. Genco balbuceaba algo sobre sus años de infancia. Luego, sus ojos, negros como el carbón, adquirieron una expresión de astucia. Murmuró algo. El Don se acercó aún más y los otros se asombraron al ver que lloraba. La cavernosa voz se hizo más fuerte, llenando la habitación. Con un esfuerzo sobrehumano, Abbandando levantó la cabeza, y señalando al Don con uno de sus sarmentosos dedos, dijo:

—Padrino, Padrino, sálvame de la muerte, te lo ruego. La carne me está quemando, y siento que los gusanos me están comiendo el cerebro. Cúrame, Padrino, sé que tienes poder para hacerlo; seca las lágrimas de mi esposa. De niños, en Corleone, jugábamos juntos. ¿Vas a dejarme morir ahora? ¿No te das cuenta de que temo ir al infierno por todos los pecados que he cometido?

El Don permaneció en silencio.

—Es el día de la boda de tu hija. No puedes negarme nada —prosiguió Abbandando.

El Don habló con suavidad y en tono grave, cortando el blasfemo delirio del enfermo:

—Amigo mío, no tengo tal poder. Si lo tuviera, sería más misericordioso que Dios, no lo dudes. Pero no temas a la muerte ni al infierno. Haré que digan una misa por ti todas las noches y todas las mañanas. Tu esposa y tus hijas rezarán por ti. ¿Cómo quieres que Dios te castigue, si seremos tantos abogando por ti?

El esquelético rostro adquirió una expresión socarrona.

—Así, pues ¿está todo arreglado?

Cuando el Don respondió, su voz sonó fría, sin asomo de cordialidad.

—No blasfemes. Resígnate.

Abbandando apoyó la cabeza en la almohada. Sus ojos perdieron el destello de esperanza que hasta entonces habían mantenido. La enfermera entró en la habitación y les hizo salir. El Don se levantó, pero Abbandando le tomó de la mano.

—Padrino —dijo—, quédate junto a mí y ayúdame a encontrarme con la muerte. Quizá si te ve a mi lado, se asustará y me dejará en paz. O tal vez puedas convencerla, moviendo algunos hilos ¿eh? —El moribundo parpadeó, como si estuviera burlándose del Don, que ya no estaba tan serio como instantes antes. Enseguida añadió—: Somos hermanos de sangre, después de todo.

Y luego, como si temiera haber ofendido al Don, le tomó la mano.

—Quédate conmigo, déjame tener mi mano entre las tuyas. Venceremos al enemigo que me está atacando, como hemos vencido a los otros. No me traiciones, Padrino.

Con un gesto, el Don indicó a los demás que salieran. Una vez a solas con Genco Abbandando le tomó la seca mano entre las suyas. Con suavidad, muy amistosamente, consoló a su amigo, en espera de que llegara la muerte. Como si el Don pudiera realmente arrancar la vida de Genco Abbandando de las garras de la más loca y criminal enemiga del hombre".

1 comentario:

Anónimo dijo...

Este post me ha recordado a un episodio de la vida de San Francisco de Borja...

Francisco de Borja y Trastámara, Duque de Gandía, fue hombre de confianza del Emperador Carlos I de España y V de Alemania, así como caballero de su esposa, la Emperatriz Isabel de Portugal, mujer de gran belleza.

Cuando la Emperatriz falleció, Francisco de Borja fue el encargado de dirigir la comitiva que tenía que trasladar el cuerpo de la Emperatriz a su tumba en Granada.

El viaje duró varios días y cuando llegaron se abrió el ataúd para que Francisco de Borja diese fe de que el cuerpo pertenecía a la Emperariz. El rostro de la difunta apareció totalmente descompuesto y maloliente. No quedaba ni rastro de la belleza y juventud de la Emperatriz. Entonces Francisco, profundamente impresionado dijo aquello de "Nunca más servir a señor que se me pueda morir".