Comentó el otro día con razón Aprendiz
de Brujo: “me reafirmo en la idea de que los sombreros son para el cine. Nadie
debería llevar sombrero en la vida real.”
Si hay un complemento totalmente inapropiado en los tiempos que vivimos es el sombrero y, en general, cualquier tipo de prenda para adornar la cabeza. La gente menor de 70 años con un mínimo sentido del decoro solo utiliza gorras, gorros, boinas y otros elementos análogos en situaciones excepcionales y siempre por razón de su funcionalidad específica, bien para abrigarse o bien para protegerse del sol. Por el contrario, muchos jubilados, arrastrando aún las costumbres del medio rural de la postguerra, osan ataviarse en pleno Madrid, por puro capricho, con gorrillas tipo Ascot, boinas con rabo y bien enroscadas o, en los casos más flagrantes, con viseras de béisbol con publicidad de productos agroalimentarios, sin discriminar épocas del año o circunstancias sociales. Y ya el último grupo que se pone sombreros y similares son las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado, los militares y otros colectivos obligados a ello por su uniforme.
Pero ya digo que en ocasiones puede ser imprescindible ponerse una gorra, aunque desde luego muchas menos veces de lo que algunos piensan. El mero hecho de ir de vacaciones a un destino donde no nos conoce nadie no justifica en absoluto disfrazarse de espantajo con un sombrero de paja o encasquetarse un bonete absurdo con el pretexto del solazo. Es fundamental cribar como es debido, seleccionando cuidadosamente las situaciones en las que procede cubrirse la testa y luego escoger la prenda correcta, una tarea nada fácil.
Hay que tener siempre en cuenta dos factores.
El primero es el que me comentaba un amigo hace poco: cualquier persona con un gorro de piscina aparenta automáticamente cincuenta puntos menos de cociente intelectual, afirmación casi siempre extensible a cualquier gorra o sombrero del tipo que sea. Yo iría más allá y afirmaría que el 90% de la población parece un personaje de cómic con una gorra. De modo que partiendo de esta realidad insoslayable de que con la calabaza tapada vamos a tener bastante pinta de gilipollas, se trata de que, en los contados casos de extrema necesidad, acertemos con el artículo con el que menos idiotas parezcamos.
En mi caso, me he esforzado todo lo que he podido, pero los resultados no han sido muy gloriosos. Y a los ejemplos me remito. Tengo una gorra negra de nylon rellena de forro polar con orejeras para salir a pasear al campo en invierno y, aunque me hace un buen servicio, debo admitir que con ella soy clavadito al Chavo del Ocho, es decir que parezco un tarado con paperas. Después cuando hago senderismo en verano y pega mucho la solina acostumbro a usar un sombrero de safari muy práctico que me trajeron de Tanzania con el que mi aspecto oscila entre un Dr. Livingstone venido a menos y el tonto del pueblo.
El segundo factor es que los sombreros y demás hay que saber ponérselos y llevarlos con cierto estilo, y muy poca gente sabe hacerlo debido a la falta de costumbre. El ejemplo aquí son las boinas. Una boina bonita bien colocada y vestida por la persona adecuada puede otorgar un cierto aire bohemio o incluso de distinción, pero es raro encontrar gente a la que le quede bien y lo más normal llevándola es parecer el Che Guevara o un temporero de la patata en el verano del 55. Las gorras al estilo béisbol, tan extendidas entre cierta juventud, no son una excepción. Vestir una para salir de excursión un día de calor intenso puede tener un pase, pero el quid está en elegirla con acierto para no tener las trazas de un click de Playmobil, dar con la talla correcta, ajustarla bien en la mollera sin hundirla demasiado y, ni que decir tiene, acertar a quitársela bajo cualquier techo y más aún si se entra como turista en un templo religioso. Sobra indicar que resulta cien por cien desaconsejable ponérsela al revés como un pandillero de suburbio.
Con todo, a mí lo que más gracia me hace es que hay ciertas personas contadas con los dedos de la mano que son tan naturales y estilosas que les queda estupendamente cualquier horterada que se pongan. En cambio, al común de los mortales no nos queda otra, por simple amor propio, que evitar cubrirnos la bola con estos chismes tan arriesgados.
Si hay un complemento totalmente inapropiado en los tiempos que vivimos es el sombrero y, en general, cualquier tipo de prenda para adornar la cabeza. La gente menor de 70 años con un mínimo sentido del decoro solo utiliza gorras, gorros, boinas y otros elementos análogos en situaciones excepcionales y siempre por razón de su funcionalidad específica, bien para abrigarse o bien para protegerse del sol. Por el contrario, muchos jubilados, arrastrando aún las costumbres del medio rural de la postguerra, osan ataviarse en pleno Madrid, por puro capricho, con gorrillas tipo Ascot, boinas con rabo y bien enroscadas o, en los casos más flagrantes, con viseras de béisbol con publicidad de productos agroalimentarios, sin discriminar épocas del año o circunstancias sociales. Y ya el último grupo que se pone sombreros y similares son las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado, los militares y otros colectivos obligados a ello por su uniforme.
Pero ya digo que en ocasiones puede ser imprescindible ponerse una gorra, aunque desde luego muchas menos veces de lo que algunos piensan. El mero hecho de ir de vacaciones a un destino donde no nos conoce nadie no justifica en absoluto disfrazarse de espantajo con un sombrero de paja o encasquetarse un bonete absurdo con el pretexto del solazo. Es fundamental cribar como es debido, seleccionando cuidadosamente las situaciones en las que procede cubrirse la testa y luego escoger la prenda correcta, una tarea nada fácil.
Hay que tener siempre en cuenta dos factores.
El primero es el que me comentaba un amigo hace poco: cualquier persona con un gorro de piscina aparenta automáticamente cincuenta puntos menos de cociente intelectual, afirmación casi siempre extensible a cualquier gorra o sombrero del tipo que sea. Yo iría más allá y afirmaría que el 90% de la población parece un personaje de cómic con una gorra. De modo que partiendo de esta realidad insoslayable de que con la calabaza tapada vamos a tener bastante pinta de gilipollas, se trata de que, en los contados casos de extrema necesidad, acertemos con el artículo con el que menos idiotas parezcamos.
En mi caso, me he esforzado todo lo que he podido, pero los resultados no han sido muy gloriosos. Y a los ejemplos me remito. Tengo una gorra negra de nylon rellena de forro polar con orejeras para salir a pasear al campo en invierno y, aunque me hace un buen servicio, debo admitir que con ella soy clavadito al Chavo del Ocho, es decir que parezco un tarado con paperas. Después cuando hago senderismo en verano y pega mucho la solina acostumbro a usar un sombrero de safari muy práctico que me trajeron de Tanzania con el que mi aspecto oscila entre un Dr. Livingstone venido a menos y el tonto del pueblo.
El segundo factor es que los sombreros y demás hay que saber ponérselos y llevarlos con cierto estilo, y muy poca gente sabe hacerlo debido a la falta de costumbre. El ejemplo aquí son las boinas. Una boina bonita bien colocada y vestida por la persona adecuada puede otorgar un cierto aire bohemio o incluso de distinción, pero es raro encontrar gente a la que le quede bien y lo más normal llevándola es parecer el Che Guevara o un temporero de la patata en el verano del 55. Las gorras al estilo béisbol, tan extendidas entre cierta juventud, no son una excepción. Vestir una para salir de excursión un día de calor intenso puede tener un pase, pero el quid está en elegirla con acierto para no tener las trazas de un click de Playmobil, dar con la talla correcta, ajustarla bien en la mollera sin hundirla demasiado y, ni que decir tiene, acertar a quitársela bajo cualquier techo y más aún si se entra como turista en un templo religioso. Sobra indicar que resulta cien por cien desaconsejable ponérsela al revés como un pandillero de suburbio.
Con todo, a mí lo que más gracia me hace es que hay ciertas personas contadas con los dedos de la mano que son tan naturales y estilosas que les queda estupendamente cualquier horterada que se pongan. En cambio, al común de los mortales no nos queda otra, por simple amor propio, que evitar cubrirnos la bola con estos chismes tan arriesgados.
3 comentarios:
"y, ni que decir tiene, acertar a quitársela bajo cualquier techo y más aún si se entra como turista en un templo religioso."
Muy cierto, Neri.
No sea cosa que al despistado le suceda lo que se cuenta de los mensajeros turcos luego de la audiencia con Vlad Tepes, príncipe de Valaquia (y modelo en base al cual Bram Stoker imaginó su celebérrimo vampiro humano el Conde Drácula):
"De Vladislaus III, voivoda de Valaquia (en rumano Țara Românească), se cuentan numerosas historias y leyendas. Sus hechos fueron inmortalizados por el juglar alemán Michael Beheim, en su obra poética Von ainem wutrich der hies Trakle waida von der Walachei en 1463.
Mensajeros turcos.
En cierta ocasión, se presentaron ante él unos emisarios del Sultán procedentes de Constantinopla. Estos iban ataviados con sus ropas tradicionales, entre ellas el turbante. Al presentarse ante él, Vlad les preguntó por qué no le mostraban respeto descubriéndose la cabeza, y los turcos respondieron que no era costumbre en su país. Vlad, ofendido ante tamaña desfachatez, los devolvió a Constantinopla con los turbantes clavados a los cráneos, para que nunca se los quitasen.
Los emisarios pedían que Valaquia se convirtiese en vasallo y pagara tributos, entre los cuales cada 4 años 500 niños menores de 3 años fueran entregados."
De aquí: https://es.wikipedia.org/wiki/Vlad_Tepes#Mensajeros_turcos
Estimado Sr. Neri:
Bueno, bueno… ¡No sabe lo mucho que acuerdo con usted respecto a este peliagudo asunto!
No obstante, en su exhaustiva tipificación, clasificación taxonómica me atrevería a decir, hecho en falta un tipo (quizá subtipo, no sé, ya me dirá): El pollo que lleva la gorra de beisbol* con la visera girada hasta el cogote y un patinete sin manillar (¿skate le llaman?) pese a haber cumplido tantas primaveras como para tener los cojones más negros que el forro de un coche: ¿Por qué? ¿Para qué? ¿No pierde en ese caso la gorra buena parte de la función a la que estaba destinada? Señor, señor…
Atentamente,
Luxindex.
(*) Lo de «Publicidad de productos agroalimentarios» es, sencillamente, ¡perfecto!
Tábano, gracias por su simpática anécdota. Vlad Draculea es un personaje muy importante en la historia de Rumanía cuya fama de cruel a veces nos hace olvidar su impagable aportación en la lucha contra el Imperio Otomano.
Luxindex, el fenómeno de los skaters de 40 tacos merece un análisis especial e independiente del de las gorras. La pregunta es si existen actividades, juegos y prácticas que deberían abandonarse a cierta edad o, por el contrario, deben cultivarse mientras sigan apeteciendo y el cuerpo aguante. O dicho de otra manera: ¿cambian necesariamente los gustos de ocio como consecuencia de la madurez o simplemente es que las responsabilidades propias de la edad adulta no dejan tiempo ni ocasión de hacer ciertas cosas? Aunque las preguntas parezcan retóricas, no se crea que lo tengo nada claro.
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