En una reciente charla con unos
conocidos, uno de ellos clamaba que España es una nación racista de toda la
vida, ya que durante siglos hemos prohibido a los descendientes de musulmanes y de judíos acceder a numerosos cargos y profesiones. Como es natural, tuve que
darle una teórica a este profano y poner los puntos sobre las íes.
Es una realidad indiscutible que desde mediados del siglo XV y hasta finales del XVII se exigía formalmente en nuestro país la acreditación de la “limpieza de sangre” para ingresar en determinadas instituciones. En síntesis, la limpieza de sangre se traducía en dos realidades diferentes:
Por una parte, algunos gremios, colegios mayores, universidades, sedes episcopales, órdenes religiosas y otras entidades adoptaban unos estatutos o reglamentaciones internas destinados a restringir la admisión de cristianos nuevos en ciertos oficios o dignidades (acceder a la educación superior, ser novicio o seminarista, o formar parte de un sector profesional). Los aspirantes a ingresar en dichas instituciones debían demostrar que ni sus padres ni sus cuatro abuelos eran marranos (judaizantes) ni mahometanos.
Por otro lado, la Corona dictaba una serie de normas jurídicas sobre el acceso a puestos y cargos públicos (alcaldes, notarios, consejeros, alguaciles, tesoreros) en las que se discriminaba a todo aquel que hubiera sido penitenciado por la Inquisición por judeoconverso o morisco, o fuera hijo o nieto de un condenado por dicho motivo. También se les prohibía emigrar a América para evitar que hicieran fortuna y ocuparan los escalafones más altos de la sociedad. Como puede apreciarse, estas normas eran mucho menos estrictas que los estatutos de limpieza de las corporaciones y organizaciones privadas.
¿Tenían un objetivo racista todas estas disposiciones? Rotundamente no. A España podrá acusársela, si se quiere, de intransigencia religiosa pero jamás de discriminación étnica, ya que la única razón de ser de las medidas de limpieza de sangre era garantizar que los hilos más importantes de la sociedad española fueran movidos por católicos intachables. El único motivo de la comprobación de los orígenes familiares de los aspirantes a determinadas dignidades públicas o profesionales era la sospecha de que un individuo que contara con conversos entre sus ascendientes más inmediatos podía estar practicando el judaísmo o el Islam en secreto o estar influenciado por estas religiones.
Es una realidad indiscutible que desde mediados del siglo XV y hasta finales del XVII se exigía formalmente en nuestro país la acreditación de la “limpieza de sangre” para ingresar en determinadas instituciones. En síntesis, la limpieza de sangre se traducía en dos realidades diferentes:
Por una parte, algunos gremios, colegios mayores, universidades, sedes episcopales, órdenes religiosas y otras entidades adoptaban unos estatutos o reglamentaciones internas destinados a restringir la admisión de cristianos nuevos en ciertos oficios o dignidades (acceder a la educación superior, ser novicio o seminarista, o formar parte de un sector profesional). Los aspirantes a ingresar en dichas instituciones debían demostrar que ni sus padres ni sus cuatro abuelos eran marranos (judaizantes) ni mahometanos.
Por otro lado, la Corona dictaba una serie de normas jurídicas sobre el acceso a puestos y cargos públicos (alcaldes, notarios, consejeros, alguaciles, tesoreros) en las que se discriminaba a todo aquel que hubiera sido penitenciado por la Inquisición por judeoconverso o morisco, o fuera hijo o nieto de un condenado por dicho motivo. También se les prohibía emigrar a América para evitar que hicieran fortuna y ocuparan los escalafones más altos de la sociedad. Como puede apreciarse, estas normas eran mucho menos estrictas que los estatutos de limpieza de las corporaciones y organizaciones privadas.
¿Tenían un objetivo racista todas estas disposiciones? Rotundamente no. A España podrá acusársela, si se quiere, de intransigencia religiosa pero jamás de discriminación étnica, ya que la única razón de ser de las medidas de limpieza de sangre era garantizar que los hilos más importantes de la sociedad española fueran movidos por católicos intachables. El único motivo de la comprobación de los orígenes familiares de los aspirantes a determinadas dignidades públicas o profesionales era la sospecha de que un individuo que contara con conversos entre sus ascendientes más inmediatos podía estar practicando el judaísmo o el Islam en secreto o estar influenciado por estas religiones.
No olvidemos que en la España de
los siglos XV y XVI la confesión religiosa no tenía ni de lejos la
significación actual. La fe católica no era concebida como una simple creencia
íntima, sino que constituía el principal factor de amalgama social, el elemento
más importante de cohesión y de conciencia nacional, lo que explica y justifica todas las
actuaciones de aquella época tendentes a proteger, por una parte, la ortodoxia
doctrinal (Inquisición) y, por otra, a asegurar el predominio social y cultural
de los valores cristianos y de las personas que los representaban o transmitían
(limpieza de sangre). Nada que ver con la raza ni con el color de la piel, pero
sí con la cultura. Les guste o no a algunos, la superación del
multiculturalismo en la península ibérica gracias a iniciativas como estas fue la
clave de la consolidación de nuestra identidad como pueblo y nos permitió
alcanzar metas territoriales, sociales, humanitarias, culturales, artísticas y
espirituales inimaginables en naciones divididas por la brecha religiosa.
En cualquier caso, la "pureza de sangre" nunca tuvo la relevancia que pretenden algunos historiadores ni llegó a convertirse en una paranoia social. Desde el primer momento de su existencia (1449), las investigaciones genealógicas fueron puestas en entredicho por diversos sectores de la sociedad e incluso por el propio Papa, que las consideraba contrarias al dogma de que el bautismo lavaba los pecados de los infieles. Incluso en los años de mayor auge de estas prácticas, eran minoría las instituciones que contaban con estatuto y fueron muy pocos los decretos reales que se dictaron en la materia, entre ellos los de 1501 de los Reyes Católicos. Prácticamente solo existieron disposiciones de esta naturaleza en el territorio de la Corona de Castilla y ya en el siglo XVII eran incumplidas de forma sistemática, derivando a veces en un puro formalismo que solía salvarse mediante sobornos. Antes de 1700 eran solo papel mojado, si bien es cierto que hasta 1835 no se abolieron oficialmente los últimos estatutos de limpieza que aún quedaban sin derogar.
En cualquier caso, la "pureza de sangre" nunca tuvo la relevancia que pretenden algunos historiadores ni llegó a convertirse en una paranoia social. Desde el primer momento de su existencia (1449), las investigaciones genealógicas fueron puestas en entredicho por diversos sectores de la sociedad e incluso por el propio Papa, que las consideraba contrarias al dogma de que el bautismo lavaba los pecados de los infieles. Incluso en los años de mayor auge de estas prácticas, eran minoría las instituciones que contaban con estatuto y fueron muy pocos los decretos reales que se dictaron en la materia, entre ellos los de 1501 de los Reyes Católicos. Prácticamente solo existieron disposiciones de esta naturaleza en el territorio de la Corona de Castilla y ya en el siglo XVII eran incumplidas de forma sistemática, derivando a veces en un puro formalismo que solía salvarse mediante sobornos. Antes de 1700 eran solo papel mojado, si bien es cierto que hasta 1835 no se abolieron oficialmente los últimos estatutos de limpieza que aún quedaban sin derogar.
1 comentario:
"En cualquier caso, la "pureza de sangre" nunca tuvo la relevancia que pretenden algunos historiadores ni llegó a convertirse en una paranoia social."
Neri: a tenor de lo investigado por un autor de estas tierras, F. Rivanera Carlés, su afirmación de arriba parece puntualmente correcta. Copio un fragmento del profusamente documentado (no copio las notas porque se alargaría demasiado el comentario) libro "Judios conversos: ¿víctimas o victimarios de España?" que refiere a los reyes católicos:
"El matrimonio entre Fernando e lsabel lo concertaron un judío converso y un judío público. Fernando designó representante a Alfonso de la Caballería, el hijo de micer Pedro, en tanto el delegado castellano fue el entonces rabí Abraham Señor. (75) Ta
mbién desempeñó un importante papel mediador el obispo de Segovia, Juan Arias Dávila. (76) Y quien llevó la buena nueva del enlace a Juan II de Aragón fue otro confeso, Guillén Sánchez, el copero de Fernando (77). Refiriéndose a la influencia conversa en la época de los Reyes Católicos, el hebreo Liamgot observa que "en todos los estratos de aquella sociedad, incluso en la propia Casa Real, los judíos desempeñaron un papel preponderante". (78) Hay que dejar bien claro, sin embargo, que de ningún modo era
Isabel filosemita, pero tenía una visión errónea del problema converso. Luego, debido a Torquemada, tornose más desconfiada de la sinceridad de los neófitos judíos. Y, finalmente, en las postrimerías de su reinado, por consejo de Cisneros, expulsó de su
corte a los consejeros y altos funcionarios marranos, (79) con excepción de los marqueses de Moya.
Tras la muerte de Isabel, el 26 de noviembre de 1504, y el fugaz reinado de Felipe I el Hermoso, muerto sorpresivamente el 25 de noviembre de 1506, asumió Fernando la regencia castellana hasta la mayor edad de su nieto Carlos. Este período de gobierno
fernandino se caracteriza por el dominio de un clan marrano, cuyos integrantes provenían en su mayoría de Aragón. Entre sus consejeros confesos hay que citar al licenciado Luis Zapata, "el Rey Chiquito" (80), y a Diego Beltrán. (81) En cuanto a los
secretarios, todos eran judíos conversos: Miguel Pérez de Almazán, Pedro de Quintana, Lope de Conchillos, (82) Juan Ruiz de Calcena (83) y Hernando de Zafra. (84) Al igual que el tesorero Gabriel Sánchez y su hijo y sucesor Luis, marido éste de una nieta
bastarda del rey, (85) así como el camarero Martín Cabrero, reemplazado luego por su sobrino del mismo nombre. (86) También gozaba de gran predicamento en la corte, los
Santángel y Caballería, entre otros. (87) Al hacerse cargo el cardenal Cisneros de la regencia (a raíz del fallecimiento de Fernando el 15 de enero de 1516), esta camarilla
disminuyó sensiblemente su poder y algunos de sus miembros más conspicuos fueron desalojados de sus posiciones.
Sin embargo, no faltaron cristianos nuevos en elevadas funciones estatales yeclesiásticas, no obstante la oposición del prelado hacia ellos. (88) Esta situación no duró mucho y el clan marrano, valiéndose de su dinero e intrigas ante la corte de Flandes, volvió a ejercer su notable influencia aun antes de que el joven Carlos I
asumiera el trono, alcanzando singular valimiento en la etapa inicial de su gobierno. Basta mencionar a Lope Conchillos en la secretaría de Indias, al camarero Cabrero, al secretario Quintana, al tesorero Luis Sánchez y al obispo de Badajoz, primer limosnero
del rey y titular de la capilla de la Casa Real, Pedro Ruiz de la Mota, "máximo inspirador" de Guillermo de Croix, señor de Xebres, el todopoderoso ministro. (89) Con posterioridad las cosas cambiaron porque el César era consciente del peligro marrano y trató de conjurarlo, aun así en su reinado no escasearon encumbrados personajes de sangre judía, como el tesorero real Alfonso Gutiérrez de Madrid, quien financió el proyecto iniciado en 1518 para anular el Santo Oficio. (90)"
Publicar un comentario