Según voy cumpliendo años observo cada vez más el pavor que produce en sociedad cierto prototipo de sujeto que yo
clasificaría como una subespecie del bocazas y que podríamos denominar “el que
no sabe si mata o espanta”. Estos individuos, no demasiado frecuentes en la
vida social pero identificables a la legua, se caracterizan por no tener dos
dedos de frente, no filtrar en absoluto entre lo que piensan y lo que
dicen, y manejarse en las discusiones (o meros intercambios de opiniones)
con notable vehemencia e incluso agresividad, lanzando constantes pullas y
alusiones personales sin cortarse un pelo. Son personas no necesariamente
malintencionadas, pero sí muy apasionadas y lenguaraces, sin ningún sentido del
tacto ni del ridículo, que no se callan ni debajo del agua y que en todo debate
siempre han de quedar arriba como el aceite y de pie como el gato. A menudo se
desenvuelven con sarcasmo y grosería, hablan cuando no se les pregunta, se
meten donde nadie les llama, levantan mucho la voz y les trae sin cuidado lo que puedan decir o pensar de ellos.
La lógica más aplastante nos indica que estos personajes tendrían que ser unos fracasados sociales a los que nadie en su sano juicio querría mirar a la cara ni ir con ellos ni a la vuelta de la esquina. El más elemental raciocinio nos lleva a suponer que estos elementos terminarán tarde o temprano quedándose solos, sin familiares ni amigos que los aguanten, muertos de asco en definitiva. Pero las cosas no son así. Los que no saben si matan o espantan siempre sobreviven en todos los círculos sociales porque la gente, que es "prudente" y "discreta", les tiene un miedo atroz y está dispuesta a aguantarles lo que sea con tal de no verse implicada en una escenita con ellos. Y no solo sobreviven, sino que a veces hasta destacan y mangonean en todos los saraos, porque a ver quién es el guapo que se atreve a llevarles la contraria y acabar enredado en una discusión que inevitablemente será tosca y escandalosa, y en la que fijo que se lleva más de un palo verbal sin comerlo ni beberlo.
Renonozcámoslo: todos tenemos a alguien así en nuestra familia, en nuestro grupo de amigos o en nuestro trabajo. Reconozcamos también que siempre decimos u oímos el mismo tipo de excusas para no pararles los pies: “déjale, lo mejor es callarse”, “ya sabe todo el mundo cómo es”, “es mejor no rebajarse a su nivel”, “¿para qué te vas a buscar un follón?”, “que diga lo que quiera; a ti, plin”, “él mismo se deslegitima”… pero en el fondo sabemos muy bien que no es así y, aunque es cierto que a estos maleducados nadie los quiere ni los respeta, al final todo el mundo los teme, cede a sus pretensiones y les deja hacer lo que se les antoja, lo que en la práctica sí es una forma de respeto y, si me apuras, de éxito social por su parte.
La cobardía, la comodidad y la falta de iniciativa de una mayoría honesta permite que una minoría arbitraria imponga su voluntad, y no solo en las relaciones sociales, sino en política y en cualquier otro ámbito.
La lógica más aplastante nos indica que estos personajes tendrían que ser unos fracasados sociales a los que nadie en su sano juicio querría mirar a la cara ni ir con ellos ni a la vuelta de la esquina. El más elemental raciocinio nos lleva a suponer que estos elementos terminarán tarde o temprano quedándose solos, sin familiares ni amigos que los aguanten, muertos de asco en definitiva. Pero las cosas no son así. Los que no saben si matan o espantan siempre sobreviven en todos los círculos sociales porque la gente, que es "prudente" y "discreta", les tiene un miedo atroz y está dispuesta a aguantarles lo que sea con tal de no verse implicada en una escenita con ellos. Y no solo sobreviven, sino que a veces hasta destacan y mangonean en todos los saraos, porque a ver quién es el guapo que se atreve a llevarles la contraria y acabar enredado en una discusión que inevitablemente será tosca y escandalosa, y en la que fijo que se lleva más de un palo verbal sin comerlo ni beberlo.
Renonozcámoslo: todos tenemos a alguien así en nuestra familia, en nuestro grupo de amigos o en nuestro trabajo. Reconozcamos también que siempre decimos u oímos el mismo tipo de excusas para no pararles los pies: “déjale, lo mejor es callarse”, “ya sabe todo el mundo cómo es”, “es mejor no rebajarse a su nivel”, “¿para qué te vas a buscar un follón?”, “que diga lo que quiera; a ti, plin”, “él mismo se deslegitima”… pero en el fondo sabemos muy bien que no es así y, aunque es cierto que a estos maleducados nadie los quiere ni los respeta, al final todo el mundo los teme, cede a sus pretensiones y les deja hacer lo que se les antoja, lo que en la práctica sí es una forma de respeto y, si me apuras, de éxito social por su parte.
La cobardía, la comodidad y la falta de iniciativa de una mayoría honesta permite que una minoría arbitraria imponga su voluntad, y no solo en las relaciones sociales, sino en política y en cualquier otro ámbito.
Sobre este mismo tema en La pluma viperina: La buena educación
3 comentarios:
Totalmente de acuerdo, contigo.
Tiene usted razón y a ese tipo de gentuza siempre les ofrezco de forma descarada, pero correcto mi más absoluto desprecio y créame que les fastidia mucho.
Le comprendo, Brujo, le comprendo.
Francotirador, gracias por su visita. Yo admito ser a veces algo cobarde con este tipo de gente. Montan unos numeritos que la tentación es pasar de ellos y no meterse en follones. Normalmente los ignoro salvo que me pisen el callo.
Ah, y nunca cambian.
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