viernes, 12 de abril de 2013

GOBIERNO Y ADMINISTRACIÓN

Ayer tuve una discusión amistosa con un compañero sobre la diferencia entre Gobierno (políticos) y Administración (funcionarios), que por su interés me apetece reproducir aquí.

Mi compañero defiende que todas las actuaciones de la Administración deben responder a decisiones puramente técnicas y adoptadas por personal funcionario especializado con criterios de estricta eficiencia económica. Por ejemplo, según él, solo podría crearse un determinado ministerio u otro órgano tras un sesudo estudio de fuerte perfil financiero que demostrase que no hay otra forma más rentable, eficaz, barata, ágil y operativa de satisfacer la necesidad pública de que se trate. La decisión final –opina– debería tomarse de acuerdo con los informes técnicos emitidos al efecto por los cuerpos de especialistas en la materia.

Sin embargo, para mí esta tesis parte de la confusión tan habitual entre Gobierno y Administración, entre política y función pública.

Los políticos deciden y marcan los objetivos

Para empezar, la separación entre Gobierno y Administración es solo de carácter funcional. Ni los políticos son funcionarios ni los funcionarios son políticos. Ni los funcionarios gobiernan ni los políticos tienen por qué saber cómo traducir sus decisiones de gobierno al lenguaje jurídico y administrativo, ni cómo encajarlas adecuadamente en los cauces formales y procedimentales establecidos por la Ley. En conclusión: la Administración es un instrumento del Gobierno y, por lo tanto, de los políticos, para dar forma legal, ejecutar las decisiones de estos con estricto cumplimiento de la legalidad y afrontar los trámites ordinarios a que estas decisiones dan lugar.

Un ejemplo muy claro sería el de la misión de cada tipo de funcionario durante el mandato de dos gobiernos de ideología opuesta.

Si mañana llegaran al poder los comunistas y decidieran despojar de todos sus bienes a la Iglesia Católica y a los grandes terratenientes del país, el asesor jurídico (funcionario) debería limitarse a explicar al Ministro correspondiente (político) si es posible llevar a cabo esta medida a la vista del artículo 33 de la Constitución y de la Ley de Expropiación Forzosa vigente, de qué manera en su caso y, si resultara imposible a la vista de estas normas, qué aspectos de las mismas deberían modificarse y a través de qué procedimientos. Si la decisión se adoptara finalmente, un técnico del Ministerio (funcionario) prepararía la lista de fincas a confiscar, explicaría al Director General (político) cómo crear un nuevo y flamante Servicio de Expropiaciones Sociales, y organizaría el personal y los medios de este Servicio para cumplir la tarea encomendada. Los auxiliares (funcionarios) prepararían las notificaciones a los obispados y a los latifundistas, y archivarían los distintos expedientes que se fueran generando. Y por último, el Presidente del Gobierno (político) saldría en la tele proclamando a voz en grito “el fin de los privilegios injustos de una casta oligárquica que ha sometido a los pobres a un esclavismo de siglos”.

Y si ganara las elecciones un partido ultraliberal que decidiera suprimir todos los derechos de los trabajadores (¡uy, que esto ha sucedido de verdad!) e implantar un impuesto especial por ir a mear, sucedería exactamente lo mismo. Los letrados o los asesores ilustrarían al político de turno sobre cómo lograr ese objetivo (si la ley aplicable lo permite), los técnicos redactarían el Decretazo y los funcionarios de la ventanilla de Hacienda liquidarían el tributo recién inventado. Ni más ni menos. Es bien fácil de entender aunque algunos se resistan.

Los funcionarios dan forma, ejecutan y tramitan las políticas adoptadas por el Gobierno
Siguiendo con mi argumentación contra la postura de mi compañero, yo entiendo que las decisiones de los gobernantes se basan y deben basarse en criterios de oportunidad política y no necesariamente en criterios técnicos, ni mucho menos objetivos. La oportunidad política es un gran pastel difícil de cocinar y con muchos ingredientes, pero, sobre todo, para que no se eche a perder la masa es importante mezclar de forma equilibrada las razones de servicio público con los criterios de imagen, marketing y publicidad, pues no en vano entre los principales objetivos de un político está mantenerse en el poder para poder seguir gestionado los asuntos de estado según sus principios y sus valores. Por eso en las decisiones de gobierno algunas veces jugará su papel la eficiencia presupuestaria, pero otras muchas pesarán más argumentos mediáticos o relacionados con la posible popularidad de la política a adoptar. Lo que no es eficiente en euros puede serlo en las urnas, y además hay servicios que son ruinosos de por sí y no por ello pueden dejar de prestarse tanto por los ciudadanos como por la propia estrategia del partido en el poder. Volviendo al ejemplo de crear un nuevo ministerio u órgano, es cierto que hacerlo quizá fuera insostenible desde el punto de vista de su utilidad real o del gasto que conlleva, pero podría reportar valiosos beneficios políticos que, obviamente, corresponde a los políticos (y no a los funcionarios) valorar.

En cuanto a la participación de los funcionarios en este tipo de decisiones, me remito a mis ejemplos sobre cuál debería ser la labor funcionarial. Los funcionarios no están para decidir, sino para implementar las decisiones de los políticos, cada uno según su nivel y su función. El problema es que hay una zona fronteriza entre los políticos y los funcionarios en la que no termina de quedar claro quién toma las determinaciones y quién las lleva a la práctica, quién asesora y quién zanja el asunto, quién dice qué y quién dice cómo. Me refiero a los puestos más elevados de las estructuras organizativas funcionariales, a los niveles en que el político y el funcionario trabajan juntos, este último normalmente designado al margen de los cauces comunes de promoción profesional. En estos ámbitos, aunque la teoría nos enseña que es el empleado público quien aconseja, el Ministro o Director General quien aprueba la medida, y de nuevo el funcionario quien la convierte en un instrumento jurídico (plan, ley, reglamento) y la ejecuta, la práctica nos demuestra que a veces el grado de confianza y delegación es tan alto, que estos asuntos pueden ir de abajo a arriba en vez de de arriba a abajo, es decir que el técnico piensa y decide y el político asiente y firma. Lo normal, sin embargo, es que no sea así, y que como mucho los objetivos los trace, aun a brocha muy gorda, el señor político y el alto funcionario diseñe luego las estrategias concretas, los instrumentos, los procedimientos e incluso el plan de marketing para alcanzarlos. Eso sí, hay un gran margen de maniobra porque un objetivo normalmente puede cubrirse de mil formas diferentes e igualmente válidas.

1 comentario:

tomae dijo...

Sr. Neri, no sé si en esta argumentación han considerado el papel muy especial que se juegan muchos funcionarios de alto nivel, a los que por cercanía de sus puestos con el poder …se les ofrece el que se hagan del partido para subir en su carrera profesional … estoy convencido que ocurre y en más de una ocasión ha habido algún listillo; no sé si hay legislación al respecto, personalmente esa práctica la encuentro poco ética.


Dicho lo anterior, no entiendo cómo se le puede ocurrir eso de la “tasa urinaria”, me parece una auténtica falta de respeto a la figura tributaria del objeto imponible, porque como sabrá muchos ciudadanos acuden al trabajo con su objeto imponible libre de aguas ¿no cree entonces que debería desgravar ese aspecto? … Y conociendo ese mecanismo del cambio de aguas al canario ¿usted cree de verdad que podrían establecerse hechos imponibles distintos si el canario es canaria?

Un saludo y que tenga un buen fin de semana.