Un lugar común muy recurrente en nuestra cultura del buenismo ñoño es que todo el mundo merece una segunda oportunidad. Criticar los errores y desechar a quienes los cometen cada vez está peor visto en este país de jetas y chapuceros. “Todo el mundo puede equivocarse”, “nadie es perfecto”, “nadie nace aprendido” o “¿es que tú nunca te confundes?” son las muletillas favoritas de los españoles, los comodines para disimular meteduras de pata intolerables y taparnos los unos a los otros en el mal desempeño de las tareas del trabajo y del resto de nuestras obligaciones.
No nos queremos enterar de que, por muy comprensivos que pretendamos mostrarnos con las equivocaciones ajenas o con las propias, por muchas segundas, terceras, y cuartas oportunidades que queramos brindarnos a nosotros mismos o a los demás, la vida al final casi nunca transige con los fallos y todo el mundo acaba en su sitio. No queremos ver que hay faltas que por su naturaleza o envergadura no admiten segundos intentos y condicionan ya para siempre la vida de quien las comete. Existen demasiados retos y encrucijadas de una sola tentativa y, si marramos, caeremos directamente al abismo. De vez en cuando tendremos que superar pruebas sin ningún entrenamiento previo, interpretar papeles en directo y sin ensayos que valgan, y si nos sale mal no habrá ningún rostro amigo que nos invite sonriente a probar otra vez.
No se trata de tolerancia ni de saber perdonar. No se trata de flexibilidad ni de comprensión. Hay situaciones, actividades o circunstancias en las que basta ver una intentona para tener muy claro que no merece la pena ofrecer una segunda, para perder toda la confianza en alguien y no estar dispuestos a arriesgarnos más. En las relaciones sociales sucede mucho: si haces una faena gorda a un amigo, aunque solo sea una vez, quizá pueda perdonarte o no censurarte nada, pero nunca volverá a ser igual; algo se habrá roto para siempre y será imposible pegar los trozos. No te dará nuevas ocasiones de demostrarle que puede fiarse de ti en un asunto similar a aquel en que le has fallado.
La sociedad jamás vuelve a aceptar a las personas que han cometido determinados delitos, aunque hayan cumplido su condena y cambien radicalmente su actitud. Meter la gamba en una entrevista de trabajo o en un examen de oposición tiene la consecuencia obvia y no cabe apelar ni volver a intentarlo. Determinadas confusiones o indiscreciones, aun puntuales, en el ámbito laboral generan tal nivel de recelo que ya es inútil esforzarse al máximo para ser el empleado perfecto, pues el jefe defraudado no aprobará en la vida un ascenso ni volverá a contar para nada serio con el autor de la torpeza. Ciertas actitudes en la pareja (la infidelidad misma) no permiten rebobinar la peli ni recobrar la ilusión o la admiración perdidas, por mucho que se trate de un episodio aislado. Algunos pecados, traiciones e incoherencias personales no nos dejarán reconciliarnos con nosotros mismos por mucho que nos repitamos que no es para tanto o que hay que evolucionar.
Por eso la benevolencia formal con los errores a veces es como la anestesia para quien está desangrándose por una herida en la garganta, pues neutraliza el dolor pero no impide el fatal resultado.
2 comentarios:
Muy agudo su análisis, Neri, como es costumbre.
A mi ver, el tema es verdaderamente complejo; hay errores de los que parece no se vuelve, pero ¿cómo vivir sin perdonar ni perdonarse?. Por algo debe ser éste tema básico de la religión cristiana, que instituyó el sacramento de la Confesión (en nuestros tiempos descafeinados llamada "reconciliación"). ¿Cómo olvidar que el propio Pedro, el elegido, negó tres veces al canto del gallo pero siguió siendo el elegido, o que Dimas, el buen ladrón, fué salvo en los últimos minutos ("hoy estarás Conmigo en el Paraíso"?.
Ya en el ámbito literario, el gran Joseph Conrad en Lord Jim toca el tema (o al menos un aspecto del mismo) magistralmente: el oficial del Patna incumple su deber de morir con su barco y la culpa lo persigue hasta el fin de su vida.
Un crítico lo explicó lúcidamente:
"Las palabras clave de Lord Jim son "honor" y "expiación". Conrad explica que Jim era hijo de un presbiteriano, y que esta procedencia puede explicar el sentido de expiación que está imbuido en Jim. Pero remarco que los juicios que emite Marlow sobre Jim son durísimos. Le acusa de falta de pragmatismo, de asumir la carga de la culpa sin paliativos, de no denunciar a sus superiores, más responsables que él en el desastre del Patna y que han huido para evitar la condena; de derrumbarse frente a cualquiera que le señale como el oficial condenado y entonces huir de esta fama, cada vez más hacia Oriente; Por no luchar por su prestigio y honor. Y por tener una opinión sobre sí mismo más dura todavía que la que tiene Marlow. Pero es inútil. Jim es así, y esa es su condena. Un carácter así, desde el principio aspirante a la grandeza frente a los demás, no puede sino quedar mortalmente herido cuando es señalado con la marca de la infamia, y cuando esta marca le persigue el mundo se le va haciendo cada vez más pequeño, y cada vez quedan menos lugares donde poder alcanzar esa grandeza sin tener encima el estigma del Patna."
Tábano, ¡claro que hay que perdonar! Otra cosa es olvidar, confiar de nuevo o no tomar las precauciones elementales para que no nos la vuelvan a dar en el mismo sitio.
Con lo de los errores además no voy tanto por ahí como por el hecho de que a veces nos pensamos que la vida es como un vídeojuego y que podemos repetir la partida tantas veces como queramos, y nada de eso. Cuántas veces por no prestar la mínima atención a las cosas y a los momentos importantes, vamos limitando nuestra vida, nuestras opciones, nuestra felicidad... de forma irreversible.
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