viernes, 17 de mayo de 2013

PORTAZOS Y AULLIDOS

El aseo de caballeros da pared con pared con la amplia sala (que muchos llaman pradera) donde trabajan los programadores del departamento. La gente nunca se ha quejado porque la puerta está en el pasillo y no molesta el trajín ni se notan olores, pero es cierto que las paredes son bastante delgadas y los que están muy cerca sí que sienten un ligero rumor cada vez que alguien tira de la cadena, aunque dicen haberse acostumbrado y ni enterarse si están concentrados en sus cosas.

Ya va a cumplir un año de la llegada de Lucas a la empresa, como jefe de proyecto. Así de primeras a sus compañeros y subordinados les pareció un tío serio, algo estirado, que imponía respeto con esa voz grave y ceremoniosa, con sus trajes severos y su caminar elegante y tan pausado. Pero el respeto se evaporó una mañana de marzo en que Lucas entró al aseo a primera hora. De pronto, en medio del silencio de la pradera solo atenuado por el frenético teclear y por el murmullo de las impresoras, estalló una larga serie de pedorretas, que por su potencia, duración y musicalidad, no parecía un sonido proveniente de un cuerpo humano, sino más bien de un instrumento de viento mal afinado. Toda la sala dirigió su mirada atónita a la pared de los lavabos y, como respondiendo a la expectación, las destempladas flatulencias se repitieron con brío creciente y con registros más variados que los del canto del ruiseñor. Se alternaron, recorriendo todo el pentagrama, notas de trombón, impertinentes resoplidos de trompetilla, gemidos de flauta estropeada, salpicaduras estruendosas, y para terminar, una especie de concierto de batería, inimaginable si no se escucha, al que siguió, por fin, el zumbido de la cisterna.

A los dos minutos regresó Lucas todo tieso pero con el flequillo algo húmedo. Antes de que llegara a su pecera, se oyeron los primeros bufidos de risa contenida e incluso la carcajada irreprimible de algún imprudente. La mayoría se tapaba la boca con la mano y se ocultaba tras el parapeto de su escritorio. El jefe de proyecto notó algo raro y se quedó mirando un rato. Interrogó con la mirada a dos ingenieros que tenía cerca, como diciendo, ¿pasa algo?, pero no obtuvo respuesta, y siguió caminando ceremoniosamente hacia su despacho.

Las detonaciones gástricas de Lucas fueron la comidilla ese día en la cafetería y en el comedor. La gente se retorcía de risa, hasta llorar incluso, recordando el recital de pandero, bombo y timbales con que les había obsequiado su superior. Algún compañero intentó emular los ruidos, haciendo canuto con los dedos y soplando escatológicamente, pero no tuvo demasiado éxito, pues el virtuosismo y la riqueza de matices del intestino de Lucas eran inimitables.

Pero la cosa no terminó ahí, ni mucho menos, ya que desde entonces, dos veces a la semana (rara vez tres) y casi siempre los lunes y los jueves a las 9 en punto, Lucas ejecuta su impúdica partitura entre el jolgorio general. Es cierto que el personal ya se ha habituado a las explosiones y que el pitorreo se ha mitigado bastante a fecha de hoy, pero estos fenómenos, que algunos consideran paranormales, han tenido consecuencias indelebles.

Me refiero a que el flamante jefe de proyecto ha perdido no poca credibilidad social, como lo demuestra el hecho de que, salvo en su presencia, todo el departamento se refiere a él con el expresivo e injusto mote de Porky. Otra prueba de que los técnicos a su cargo no le guardan la deferencia debida es la gamberrada que perpetró Salinas a los pocos meses de comenzar a manifestarse las singularidades estomacales de su jefe. Un lunes por la mañana lo siguió hasta el servicio y, tras asegurarse de que ya se había encerrado y sentado en la taza, se introdujo en el cuarto de baño y lo grabó todo en un archivo de audio acercando lo que pudo su móvil a la puerta. Ni que decir tiene que la grabación se difundió ampliamente por toda la empresa, pero es que además el bellaco de Salinas se la puso como tono de llamada, llegando a producirse una situación de lo más bufa durante una reunión de trabajo. Estaban reunidos una tarde Salinas, Lucas y otros cinco programadores cuando comenzó a sonar el teléfono del primero y se produjo un silencio violentísimo en el que se oían con toda claridad las recias ventosidades. Salinas, refrenando a duras penas las risotadas, no acertaba a silenciar el móvil, y al fin Lucas, imperturbable, exclamó:

- ¿Pero qué tono tienes puesto, hijo? ¡Qué cosa más rara! Son como portazos y aullidos, ¿no?

4 comentarios:

Aprendiz de brujo dijo...

Muy olístico todo.Muy bonito.Cagar es un rito ceremonial, placentero que merece tiempo, intimidad y respeto. Y a poder ser un periódico y una radio de compañía.
Mi compañero de trabajo celebra con algarabía mis salvas de honor previas al parto.
El cabrón grita línea ó bingo!!!
Todos somos Lucas.

El último de Filipinas dijo...

Un compañero estaba harto de dejar el ABC con el que venía a trabajar a todo el mundo. Pero se acabó su problema cuando divulgó que acostumbraba a leerlo sentado en la taza nada más fichar. Hasta hubo quien creyó ver manchas sospechosas en la portada.

releante dijo...

Si si portazos y aullidos, sabía poco el otro. A mi me pasó hace poco con un jefe y desde entonces mantenemos las distancias... esto en mi pueblo se le llama un auténtico cerdo, cerdo es y cerdo dirige y cerdo se jubilará. Un abrazo

Anónimo dijo...

Acaso los que se reian de ese jefe no cagan y/o se tiran pedos?