domingo, 20 de septiembre de 2015

LA MATANZA



Matanza tradicional en un pueblo vallisoletano

En la región donde yo vivo, la cultura gastronómica gira alrededor de la carne de cerdo. Desde tiempos inmemoriales, el rito de la matanza ha sido un pilar fundamental en la vida de los pueblos del Valle del Duero, desde Soria hasta tierras salmantinas, y aún hoy se conserva en muchas zonas esta costumbre ancestral, que tiene una liturgia de siglos y una significación social y festiva que permanecen intactas. De ello da fe la fama mundial de los embutidos castellanos y leoneses, como, por ejemplo, los jamones de Guijuelo o los chorizos de Cantimpalos. 

Pero tranquilos, que este no es un post patrocinado por la marca Tierra de Sabor de la Junta de Castilla y León. Simplemente quiero explicar la curiosa razón por la que la matanza del marrano y el consumo de los productos porcinos han tenido y tienen todavía en estas comarcas una importancia tan decisiva. El motivo no es otro que la necesidad histórica de los castellanos de definir socialmente su identidad religiosa en aquellos territorios donde convivieron o, mejor dicho, habitaron superpuestas, las comunidades cristiana, musulmana y judía. 

Hasta mucho después de la Edad Media, en la Corona de Castilla solo podía accederse a ciertos cargos y dignidades acreditando la limpieza de sangre, o, lo que es lo mismo, la condición de cristiano viejo. A partir de finales del siglo XV, las autoridades animaron a miles de moros e israelitas a abrazar la Fe en Cristo, pero no todas las conversiones fueron tan sinceras como cabría desear, por lo que la Inquisición se vio obligada a realizar pesquisas y a abrir procesos contra los ciudadanos de conducta ambigua. Estas circunstancias propiciaron que el pueblo castellano, siempre sabio como sus refranes, convirtiera la ceremonia de la matanza en un acto de la máxima relevancia social, que resultara inexcusable practicar o al que fuera imposible no asistir so pena de parecer sarraceno o judío, ya que ambas religiones abrahámicas prohíben probar siquiera, por "impura", la carne de cerdo. 

La matanza era una fiesta que se celebraba en todos los hogares y a la que se invitaba a todos los vecinos. Además, tras acuchillar al gorrino en el corral, se servían a los invitados las viandas típicas del festejo. Todo el ritual, en el fondo, era una manera de demostrar que se era un cristiano auténtico, y ¡ay de quien no matara un gocho todos los inviernos o pusiera una excusa poco convincente para no asistir a la matanza en casa de un conocido! El consumo de la carne de porcino, principalmente jamón, embutidos curados y morcillas, también era motivo de ostentación social para dejar bien claro que no se tenía ni una gota de sangre hereje o que la reciente conversión al Cristianismo había sido veraz.

Incluso en El Quijote, el inolvidable Sancho Panza, deseoso de acreditar su aptitud para ser gobernador de una ínsula, jura tener sobre el alma “cuatro dedos de enjundia de cristianos viejos”, en referencia a las hojas de grasa (tocino) que se colgaban en las cocinas después de la matanza.

También llama la atención cómo algunos astutos judíos, simuladamente convertidos a nuestra Fe, se inventaron las "morcillas falsas", que exteriormente tenían todo el aspecto de ser porcinas, pero en realidad estaban elaboradas con pan, patata, y carne de ave o de conejo. Así cumplían con sus preceptos alimenticios y al mismo tiempo engañaban al vecindario y a la Inquisición. Estos productos (aunque ya cocinados con grasa de cerdo) forman parte hoy de nuestra gastronomía popular y reciben el nombre de farinato (Salamanca), androjas (Zamora) o morcilla patatera (Extremadura).

5 comentarios:

El último de Filipinas dijo...

Pues nada, cuando comiencen a alojar a los refugiados sirios, para enseñarles las costumbres del país, que les lleven a ver una matanza en todo su esplendor.

Aprendiz dijo...

Qué entrada tan interesante.

Teutates dijo...

Esta entrada me ha hecho rememorar momentos de mi más tierna infancia. Todos los años íbamos la familia al pueblo, en noviembre-diciembre, a hacer la matanza. Mi abuelo, cuando vivía, criaba todos los años un gorrino y en esas fechas lo matábamos. Todo se desarrollaba tal cual usted cuenta, se invitaba a los vecinos (que también echaban una mano) se desayunaba fuerte (el orujo no faltaba) se mataba al animal y luego se le quemaba para quitarle el vello. Una vez quemado, las orejas y el rabo se cortaban y servían directamente como el primer aperitivo. lo demás lo hacía la mano experta de las mujeres de la familia. Llevaba dos o tres días despiezar al animal, hacer los chorizos, el salchichón, preparar los jamones para colgar, las morcillas y adobar el resto de la carne. Es algo que recuerdo con nostalgia, y aunque lo del matar al gorrino no era precisamente un momento agradable, luego se compensaba el resto del año con la viandas fruto de aquella fiesta.
Muy interesante esta entrada costumbrista señor Neri.

Aprendiz de brujo dijo...

Más que interesante explicación del origen de esta tradición tan castellana y sabrosa.
Revelador también lo apuntado del farinato y resto de imposturas culinarias.
Cómo te gustan los judíos Nerí. Tus palabras destilan con sublime sutileza un amor inefable, cuando hablas de ellos..

Al Neri dijo...

Teutates, entrañable relato de los recuerdos de su infancia. En el pueblo de Tierra de Campos de mi abuelo, al que jamás conocí, celebraban también mis parientes la matanza hacia diciembre. Pero siempre rehusé asistir, no por judío, ya se entiende, sino porque, como diría Fanucci en El Padrino 2, era "demasiado violento para mí".

Último de Filipinas, es lo suyo. Por cierto, las matanzas más vistosas eran las que se hacían en la localidad burgalesa de Castrillo Matajudíos, que ya saben que se ha cambiado de nombre hace pocos meses.

Gracias, señorita Aprendiz.

Brujo, no entiendo su ironía. Esta entrada es plenamente respetuosa con el Pueblo Elegido. Incluso alabo la astucia judía, oiga.