martes, 28 de junio de 2016

¿QUÉ HACEMOS CON EL MATRIMONIO GAY?



La derogación del matrimonio homosexual debería respetar los derechos adquiridos (cómo no)

Mientras oíamos en la radio una noticia del Orgullo gay, un amigo me ha preguntado, medio en serio, medio en broma, qué haría yo, si estuviera en el poder, con el matrimonio homosexual. Que si derogaría la ley que lo ampara. 

Soy consciente de que ni uno solo de los actuales partidos políticos, por muy conservador que se considere, se atrevería a dejar sin efecto el “marimonio”. Hasta los besacirios de Vox dicen que solo es un problema “semántico” y que están a favor de regularizar estas uniones pero llamándolas de otra manera. Qué asco.

Pero yo a mi amigo le he respondido que sí, que conmigo se acabaría toda posibilidad de que esta gente se casara. 

   ¿Y con los que ya están casados que harías? 

Pues hombre, una derogación con efectos retroactivos sería una medida demasiado abrupta. Después de todo, no soy fascista.

Pero al cabo de un rato de reflexión, he pensado que me estoy ablandando más de la cuenta, y que lo mejor sería una solución intermedia, es decir no llegar al extremo de aplicar la nueva ley retroactivamente pero sí arbitrar un procedimiento sencillo, ágil y gratuito (sin necesidad de abogado ni nada) para anular el vínculo de aquellas parejas homosexuales que lo desearan. Y a la vez, por supuesto, incentivar de algún modo efectivo estas anulaciones simplificadas. Se me ocurre, por ejemplo, que estaría bien otorgar algún beneficio fiscal a los que se animaran, facilitarles el acceso a ciertas ayudas o a la vivienda, o, qué sé yo, exigir como requisito para ejercer la enseñanza, acceder a un puesto en la Administración o a un cargo público no estar casado en virtud de la deleznable ley de Zapatero...

Pero siempre respetando la libertad, ¿eh? Y sin aberraciones jurídicas ni retroactividades. Los maricas que quieran seguir casados, adelante.

martes, 21 de junio de 2016

VINO ESPAÑOL


No sé si debo contar esta anécdota, pero no me aguanto.

El jueves pasado un Ministerio cuyo nombre prefiero omitir me convocó a una reunión en Madrid para el día 23 de este mes, a la que asistirán dos altos cargos de la Generalitat catalana. Sin entrar en detalles, baste decir que se trata de dos elementos de Convergència Democràtica que ostentan la máxima responsabilidad del sector en el que trabajo en la bella región del nordeste peninsular.

Tras una primera conversación telefónica con una de las organizadoras, recibo un email con el orden del día de la sesión, cuyo último punto dice literalmente: “13:45 h: Vino español”. Ya sabemos que esta es la forma tradicional de denominar en nuestro país al pequeño aperitivo que a veces cierra un acto público, congreso o similar. De momento, nada que objetar.

Pero hete aquí que al día siguiente a media mañana me mandan documentación adicional para el evento, y entre la misma figura otra vez el orden del día. Como suelo hacer en estos casos, comparo la nueva convocatoria con la anterior por si se ha introducido alguna variación en el horario o en las intervenciones, y cuál es mi sorpresa al comprobar que el único cambio del programa es la denominación del último punto, que ahora se titula “13:45 h: Cocktail”.

Creo que pagaría dinero por saber qué ha ocurrido entre el primer y el segundo email, quién ha decidido cambiar el nombre de la celebración de clausura y por qué motivos exactos. La escena que me imagino es dantesca, aunque nunca sabré si el cambio ha sido a petición expresa de los invitados catalanes o más bien –tiene toda la pinta– lo han decidido motu proprio los propios funcionarios del Ministerio para no molestar a los repugnantes separatistas. No sé qué es peor. Bueno, no seamos tan mal pensados, también cabe la posibilidad de que los caldos que tienen previsto servir no sean españoles y nos pongan un Oporto o un Burdeos. El jueves lo comprobaré in situ. 

martes, 14 de junio de 2016

COMPORTAMIENTO ECONÓMICO

Dice mucho de nosotros nuestra actitud hacia el dinero y nuestro comportamiento económico. El parné es una de las bases de la sociedad y condiciona nuestras ideas, modo de vida, relaciones interpersonales y expectativas de todo tipo en mucha mayor medida de lo que nos gustaría e incluso de lo que imaginamos. Ni siquiera las personas que no nos consideramos materialistas deberíamos olvidar ni por un segundo la repercusión que el factor pasta tiene en los aspectos más insospechados de nuestra existencia cotidiana. Porque una cosa es ser desapasionado con el dinero (algo, en mi opinión, encomiable) y otra creer estúpidamente que los demás también lo son. Si de verdad consideramos que el vil metal no es importante para nosotros, al menos tengamos claro que sí lo es, y mucho, para el común de los mortales, y que nuestra capacidad económica y nuestra manera de gastarnos el sueldo va a influir, casi seguro que decisivamente, en nuestra imagen pública y en el tipo de etiquetas que nuestro entorno social va a asignarnos irremediablemente. A lo mejor nos da lo mismo, pero no está de más ser conscientes de esta realidad, por muy triste que nos parezca. Y no todo el mundo lo es.

Aunque el estilo económico de vida de cada cual es algo muy íntimo que debemos respetar por principio, hay algunas actitudes que pueden resultar peligrosas, indignas y, si me apuras, autodestructivas; y lo más grave: suelen acarrear unos altos niveles de reproche social de los que a veces no es fácil salir indemne.

Una de estas conductas, harto frecuente, es la de quienes se empeñan en aparentar un tren de vida mucho más lujoso de lo que sus ingresos les permiten. Conocidos por todos nosotros, se trata de individuos con un nivel de renta modesto que, sin embargo, gastan un alto porcentaje de su dinero en bienes o artículos que socialmente se consideran indicios inequívocos de elevada capacidad adquisitiva, generalmente ropa de marca, automóviles de alta gama o tecnología punta (determinados teléfonos móviles, por ejemplo). Este comportamiento, tan habitual en España, es muy lamentable, en primer lugar porque quien así actúa jamás logra engañar a nadie, ya que todo el mundo a su alrededor conoce, mal que bien, su verdadera situación financiera y considera patético su exhibicionismo, pero sobre todo porque el afectado y su familia suelen acabar padeciendo graves problemas de liquidez y endeudamiento que no pocas veces desembocan en tragedia. En mi opinión, y a pesar de la mucha demagogia derrochada al respecto, bastantes de las familias más machacadas por la crisis vivían muy por encima de sus posibilidades antes de 2009, incluidos muchos de los desahuciados que salen a todas horas en los medios de comunicación.

Otro fenómeno bien conocido y casi tan penoso como el anterior es el que yo llamaría “nivel de vida parental”, que consiste en que una persona (soltera, casada o con hijos) no lleva el nivel de vida que correspondería a sus ingresos, sino el que le facilitan sus padres. Es una situación que no tiene nada que ver con la edad, pues se dan casos en gente ya talludita. Me estoy refiriendo al clásico matrimonio con dos hijos, con uno o dos sueldos muy modestos, que reside en un pedazo de casoplón y se pega una vida padre (nunca mejor dicho), a base de viajes exóticos, cochazos renovados cada poco tiempo o smartphones siempre a la última. Estos escenarios suelen darse en el entorno de potentes empresas familiares, cuando, por ejemplo, una hija del patriarca no trabaja en el negocio del clan y ha contraído matrimonio con un modesto asalariado. La pareja no vivirá conforme a sus propias ganancias, sino de las periódicas inyecciones de fondos que, en distintos formatos y a través de diversos subterfugios (para que su orgullo no salga demasiado herido) reciba de Papá Pitufo. El papelón no parece el más digno para los afectados, pero no les suele preocupar. Además yo me pregunto si de verdad esto es criticable. Al fin y al cabo es un tema familiar y, estando padres e hijos de acuerdo y felices, a los demás como mucho nos queda reconocerles su suerte. Tampoco deja de ser una forma de disfrutar de la herencia en vida.




La última situación deplorable es la contraria a las dos anteriores. Podría pensarse que no es habitual, pero se da mucho más de lo que suponemos. Me refiero a aquellos que tienen la cuenta corriente más que saneada pero viven con una austeridad rayana en la roñosería. No estoy pensando en extremos como el de la viejecita multimillonaria con todos los ahorros escondidos bajo el colchón que habita un piso infestado de basura y parece una indigente, sino en casos más sutiles pero igualmente reales. Un ejemplo muy ilustrativo, del que yo conozco dos o tres muestras, sería el del joven de origen muy humilde que, gracias a su tesón y a los estudios que le dieron sus padres, se termina convirtiendo en un profesional prestigioso y bien remunerado. Sin embargo, no le es tan fácil cambiar de mentalidad tras una niñez y una adolescencia de estrecheces económicas, y, a pesar de haber venido a mejor fortuna, le cuesta dejar de mirar la peseta, sigue acobardándose ante un precio alto y le duele casi físicamente realizar cualquier gasto superfluo. Como consecuencia de estos escrúpulos, el afectado pueden terminar desarrollando un nivel de vida muy por debajo del que se merece y se ha ganado a pulso. Cierto que este problema suele ser transitorio, pues –desengañémonos a lo bueno se acostumbra uno rápido, pero algunas personas presentan especiales dificultades de adaptación que les llevan a comportarse con el dinero como han sido educados más que como les permiten o exigen las circunstancias. Ello dificulta a algunos disfrutar plenamente de lo que es suyo, reduce su abanico de posibilidades y empaña su felicidad. No es poca desgracia tener dinero abundante y sentir dolor cuando se gasta.

martes, 7 de junio de 2016

HISTORIA ACADÉMICA E HISTORIA MILITANTE

Esta semana he leído en mi revista de historia favorita una curiosa reseña de un libro que acaba de publicarse sobre el Frente Popular de 1936 con motivo de su 80º aniversario. No tengo la menor intención de hacer publicidad de este monográfico, que intuyo nefasto, pero no me resisto a comentar la reseña, en la que se dice que su autor “desde el principio deja claro honestamente cuál es su posición política” y que la obra es “un buen ejemplo de historia académica y, a la vez, de historia militante. Ante tales enormidades no sabe uno si sonreír o echarse a temblar. 

Coincidiremos todos en que resulta utópico pretender que los historiadores escriban con total objetividad, pero digo yo que la neutralidad debería ser una de sus mayores aspiraciones, pues, de lo contrario, las diferencias entre un libro de historia y un panfleto político podrían llegar a ser imperceptibles. Es cierto que, por sus propias características, la ciencia histórica jamás podrá tener el rigor y la exactitud de las matemáticas, pero entre una enumeración aséptica de fechas y datos y un libelo o panegírico sectario hay un amplio margen en el que todo cronista serio debería moverse. De no ser así, estaríamos hablando de cualquier cosa menos de historia.

Por eso me ha dejado de una pieza que una revista digna, en la que colaboran catedráticos de supuesto renombre, se descuelgue con esa idiotez de que la historia académica puede ser al mismo tiempo historia militante, y de que un marxista tan ideologizado como el autor del libro sea capaz de hacer una contribución mínimamente solvente a la historiografía sobre la Segunda República en general y sobre el Frente Popular en particular. 

Uno, que ha leído muchos libros fuertemente politizados sobre períodos convulsos de la historia de España, si algo ha aprendido es que no son textos de historia. No estoy afirmando que sean obras sin ningún interés, que no aporten datos e interpretaciones valiosos ni que sus autores sean unos indigentes intelectuales; simplemente que son la peor opción posible para hacerse una idea completa y equilibrada de los acontecimientos que se analizan. Y ya si se trata de un militante político metido a narrar la historia de su propio partido, apaga y vámonos: el resultado solo podrá ser satisfactorio para sus correligionarios, que se deleitarán al hallar en cada párrafo la confirmación de sus ideales.

Repito que una obra muy ideológica sobre un determinado período u organización histórica puede aportar mucha luz en forma de puntos de vista, nuevas vías de interpretación y detalles de la intrahistoria que a menudo pasan desapercibidos al investigador universitario. Lo malo es que estos libros también suelen esconder bastantes sombras, pues tienden a manipular la información, a resaltar u omitir datos según interese y a ofrecer versiones sesgadas de los hechos en función de las ideas, filias y fobias  Distinguir el trigo de la paja es imposible salvo para iniciados en la materia.

Un ejemplo del que podría hablar a fondo es el de los estudios sobre Falange Española y las hagiografías de José Antonio Primo de Rivera publicados por camisas azules entusiastas. Evidentemente estas lecturas pueden ser muy agradables para un joseantoniano, pero si este decide abrir su abanico y leer a otros investigadores pronto se dará cuenta, salvo que sea tonto, de que no hay nadie menos apropiado que un falangista para escribir sobre los avatares históricos del falangismo. 

Luego hay otro fenómeno curioso que ha de tenerse en cuenta: cuanto más específico y polémico sea un tema histórico más probabilidades hay de que los autores de los pocos títulos disponibles sobre el mismo estén marcadamente politizados.  Por ejemplo, una monografía sobre el reinado de Carlos III tendrá un riesgo bajo de ideologización debido a la amplitud de la etapa y a lo aséptica que resulta para el gran público. Sin embargo una tesis doctoral sobre el requeté, o un ensayo sobre la represión en Valladolid durante la guerra o sobre la trayectoria del Frente Popular, casi podemos jugarnos la mano derecha a que han sido escritos por personas muy sugestionadas por estas temáticas y con un posicionamiento bien definido (y generalmente indisimulable) al respecto.

domingo, 5 de junio de 2016

INTOLERANTE



En mi vida he sido muy duro con la gente. Bastante correcto y a veces afable en mis relaciones cotidianas, muy poco sonriente pero de trato cortés, detrás de mi apariencia de buen muchacho, de mi aire tímido y de mi campechanía verbal siempre se ha ocultado un ser intransigente, un pequeño inquisidor poco amigo de hacer la vista gorda con los defectos y las negligencias de quienes me rodean. Los que me conocen de años saben muy bien que puedo perdonar fácilmente pero que nunca olvido; que soy exigente e impaciente; que rehuyo toda confianza con quien se encuentra, en cualquier ámbito, en una acera opuesta a la mía; que mis criterios personales (que no mis intereses) están por encima de cualquier persona, incluidos amigos íntimos y familia; que en pocos días puedo olvidar para siempre a alguien con quien compartí años de amistad; que soy mucho más frío de lo que aparento, aunque menos de lo que a veces me gustaría ser.

A menudo pienso que los años, sobre todo los últimos años, me han ablandado, pero después de reflexionar me doy cuenta de que sigo siendo un bastión irreductible de intolerancia, solo que ahora sé disimularlo bien por la cuenta que me trae, y más que nada porque me he vuelto cómodo y no quiero vivir más choques de trenes, ni quemarme con las chispas que puedo provocar a mi alrededor ni seguir sufriendo los efectos colaterales (devastadores) de mi fanatismo. Soy más débil, es verdad, pero mi corazón sigue siendo inflexible. Además, a mi edad, en mi entorno y en los tiempos que corren los exaltados no están nada bien vistos…

Fui tan poco comprensivo… Y ahora cuando comprendo a los demás muchas veces es porque me da igual, porque me ha ido corroyendo la indiferencia. Es fácil derrochar empatía con quien no te importa. Fui rígido y severo con mi familia, con mis amigos más antiguos (que siempre intentaron entenderme a mí), con aquellas buenas chicas que me querían de verdad. Nunca pude ni quise ponerme en el lugar de nadie. Y, por supuesto, en su día, fui implacable con mis adversarios políticos y con quienes simplemente rechazaban mi forma de ver el mundo.

Antaño pensaba que era como fray Tomás de Torquemada, que llevaba a los infieles a la hoguera por amor. Creía odiar el pecado, el error y la mentira, pero no al pecador, al equivocado y al mentiroso. Estaba convencido de actuar por justicia y no por venganza, de hacer honor a la verdad y no a mi amor propio ni a mi soberbia. Quizá estaba en lo cierto.

Un día, no hace mucho, me pregunté hasta qué punto me apesadumbraba ser como soy, y no supe responderme. Lo que me duele, eso sí, son los palos que me he llevado por mi manera de ser. Y una de las pocas cosas que me alivia es saber a ciencia cierta que en no pocas ocasiones fui justo (mi mayor aspiración) y, sobre todo, que la persona con la que más intransigente fui jamás soy yo mismo. Mi contundente látigo ha fustigado más mis espaldas que las de nadie. Soy el único a quien jamás he perdonado ninguna debilidad y por eso las punzadas de mi conciencia son como un infierno en vida. Jamás me he llevado bien con mis límites. Me he exigido a mí mismo hasta la extenuación y he luchado por mejorar todos los días de mi existencia. He enjuiciado mi comportamiento como en un auto de fe y mil veces me he autocondenado a la hoguera. He sido un tonto idealista que soñaba con una sociedad perfecta y con un Al Neri perfecto y mis batacazos han sido de órdago.

viernes, 3 de junio de 2016

NO HAY HUMOR SIN ERROR



He hablado ya sobre el humor y sus códigos. Me inquieta el tema, pues considero que es muy relevante en las relaciones sociales, tiene mucho que ver con la cultura y con el carácter, y afecta directamente a la autoestima y a la felicidad.

Se ha  escrito muchísimo acerca del humor y la risa. Ya Platón y Aristóteles abordaron el asunto y desde entonces se han sacado innumerables conclusiones, a menudo contradictorias. Una de las grandes preocupaciones de los estudiosos a lo largo de los siglos ha sido determinar por qué nos reímos, qué cosas nos hacen reír.

Ya digo que hay cientos de teorías. Sin embargo, todas ellas tienen un punto en común: la risa es una conducta social, asociada al grupo, pues, salvo los locos, nadie se descojona en soledad.

Algunos antropólogos opinan que es una reminiscencia atávica del grito de victoria que nuestros antepasados homínidos lanzaban al derrotar a un clan rival. Según esta tesis, este extraño balbuceo compulsivo no es más que una reacción física ante situaciones de satisfacción, alegría o alivio, generalmente tras conseguir algo que se desea o eludir un peligro. En definitiva, la risa estaría relacionada con estados emocionales de bienestar o alegríaEsto explicaría, por ejemplo, que los bebés se rían cuando consiguen agua, comida o un juguete. 

Pero para mí la hipótesis más interesante es la que considera que la risa es un instrumento de socialización cuya utilidad es controlar la conducta de los miembros de un grupo y marcar las diferencias con los extraños. En otras palabras (y aunque no seamos conscientes de ello) los humanos no nos reímos porque algo sea divertido, sino para demostrar públicamente aceptación o rechazo hacia determinados comportamientos o individuos según encajen o no en nuestra cultura o en nuestro grupo, para elogiar o repudiar actitudes o defectos que nuestra sociedad considera aceptables o peligrosos.  Se trata de un mecanismo para modular la conducta de los miembros de una comunidad.

Esto hay que explicarlo porque tiene su miga. Según los autores que defienden esta visión, no existe el humor “neutro”; todos los estímulos cómicos responden, directa o indirectamente, a un fin de control social. Explican que, aunque a veces sea difícil de apreciar, hasta la risotada más inocua tiene un componente de halago o de crítica, tiene la función de estimular o de reprimir comportamientos. Por eso los códigos de humor, aunque presenten múltiples variaciones en función de la cultura, siempre se basan en los mismos elementos. Lo que nos hace reír es aquello que, en nuestro subconsciente, nos merece un aplauso o un reproche.

Las cosquillas, el estímulo más primitivo para provocar la risa humana, son una forma de comunicación entre la madre y el bebé con la que se demuestran mutua aceptación en una fase en la que el niño aún no conoce otras formas de lenguaje. El hombre siempre inicia el cortejo de una mujer intentando hacerla reír, pues sabe que la risa en ese contexto es un indicio inequívoco de aprobación, de consentimiento. Y en cuanto a los chistes y al humor, es fácil observar que casi siempre se centran en las anomalías humanas o en la falta de habilidades (feos, torpes, cheposos, gangosos, tartamudos, homosexuales) y en las conductas o costumbres más íntimas (sexualidad, escatología), ya que son nuestra manera inconsciente de estigmatizar a las personas “defectuosas” para proteger al grupo (de ahí la conocida frase “no hay humor sin error”) y de transmitir que ciertas necesidades fisiológicas solo deben satisfacerse en privado. La risa, en este sentido, también funcionaría como resorte de autodefensa, como un intento de trivializar los tabués culturales o aquellas situaciones en que nos sentimos desamparados o en las que perdemos el autocontrol. Esto podría explicar nuestra tendencia a reírnos sin motivo cuando estamos ebrios. 

Por todo lo dicho, el humor y las bromas, como ya expliqué en su momento, pueden convertirse en una herramienta encubierta de dominación con la que los poderosos imponen a los débiles sus valores y pautas de conducta. Y es que una de nuestras mayores aspiraciones es que los demás se rían con nosotros, pero nunca de nosotros.


Otros posts sobre el humor y la risa en La pluma viperina:


jueves, 2 de junio de 2016

HIROHITO

El general McArthur y el Emperador Shōwa en la ceremonia de rendición de Japón

Hitler se pegó un tiro en la cabeza. Los grandes jerarcas nazis (Göring, Von Ribbentrop, Rossenberg, Hess) fueron condenados en Núremberg, a la horca o a cadena perpetua. A Mussolini lo fusilaron los partisanos y su cadáver fue brutalmente profanado en Milán…

En cambio, Hirohito, el Emperador del Japón, el otro gran líder del Pacto Tripartito, que ordenó el ataque a Pearl Harbor y la invasión de todo el Sudeste Asiático, no solo se fue de rositas, sino que siguió reinando hasta 1989. ¿Cómo es posible? La increíble impunidad del llamado Emperador Shōwa sigue siendo una cuestión polémica y espinosa para políticos e historiadores de todo el mundo.

Tras el lanzamiento de las bombas atómicas, el invicto general Douglas McArthur fue designado representante de los aliados en la ceremonia de rendición del 2 de septiembre de 1945 y supervisor de la ocupación americana de la Tierra del Sol Naciente, que se prolongaría hasta 1955 (en Okinawa hasta 1972). A partir del 46 comenzó a funcionar el Tribunal Penal Militar Internacional para el Lejano Oriente, compuesto por magistrados de las potencias vencedoras y ante el que se celebrarían los famosos procesos de Tokio para juzgar a los criminales de guerra japoneses. Los japos no habían sido precisamente unos angelitos y se habían destacado por el uso prohibido de armas químicas y bacteriológicas, el asesinato en masa de millones de personas (recordemos, entre otras, las masacres de Nankín y de Manila), el trato despiadado a los prisioneros (incluyendo el canibalismo y experimentos médicos inhumanos) y la prostitución por la fuerza de miles de muchachas en los territorios ocupados. También mataron de hambre a poblaciones enteras al derivar todos los recursos locales al esfuerzo militar y cometieron toda clase de desmanes contra la colonia española en Filipinas, masacrando sin miramientos a quienes se refugiaron en nuestra embajada.

Vamos, que fueron casi tan salvajes como los ingleses y los yanquis, quienes, por cierto, solo durante el primer año de la ocupación de Japón violaron a casi 300 mujeres diarias y establecieron una férrea censura para evitar que se filtrara a la prensa información alguna sobre estos crímenes.

Pero el caso es que a pesar de las múltiples solicitudes de políticos y militares para que Hirohito fuera sometido a los procesos de Tokio, McArthur se empeñó en salvarle de la quema. Y lo consiguió. Meses antes de iniciarse los juicios, los altos funcionarios del General comenzaron a trabajar activamente para que las acusaciones por crímenes de guerra sirvieran a la vez como sólida defensa de Hirohito. Se entrevistaron con todos los acusados, coordinaron sus declaraciones y hasta compraron testigos para que en las sesiones quedara bien claro que el Emperador solo había sido una víctima de los manejos de sus generales ultranacionalistas y que no había tenido ninguna responsabilidad en la guerra.

Por supuesto esto era falso. El Emperador Shōwa había ratificado en 1937 la propuesta de su ejército de vulnerar los tratados internacionales en materia de armas químicas (es decir de gasear masivamente a los chinos) y en 1941 encargó personalmente al General Hideki Tōjō el bombardeo de la famosa base estadounidense en Hawai. Además, según numerosos investigadores, estuvo siempre al tanto de todas las operaciones militares tanto en el frente como en la retaguardia.

Pero a Estados Unidos le daba igual. Le interesaba demasiado que Hirohito siguiera siendo el Emperador. Por una parte, fue la propia familia imperial la que facilitó a los aliados los nombres y los datos más relevantes para montar el circo de los juicios de Tokio, pero sobre todo la figura imperial resultaba imprescindible para legitimar ante la población la ocupación aliada del archipiélago. Dado que para el sintoísmo japonés el Emperador era una divinidad viviente y, por lo tanto, el elemento de mayor cohesión nacional, McArthur quiso mantenerlo en el trono, libre de todo cargo, a modo de títere, para que los objetivos de la invasión se alcanzaran sin obstáculos y del modo más fluido posible. Según el tratado de capitulación, la intervención del Tío Sam se justificaba en la necesidad de reconstruir el país, atajar las hambrunas, supervisar el desarme y democratizar las instituciones, pero todo el mundo sabe que la verdadera misión de Mr. Douglas, el militar más condecorado de toda la historia, era liberalizar la economía para que Washington se comiera con patatas el mercado nipón. Naturalmente, una minucia como la responsabilidad criminal de Hirohito no iba a impedir a los gringos cerrar sus negocios multimillonarios de postguerra…