Son escasas las oportunidades en que los nacidos y criados en mitad de esta enorme estepa cerealista que es la vieja Castilla podemos acercarnos a ese mundo para muchos misterioso que es la navegación, simbiosis perfecta entre la ciencia moderna y un arte milenario que tantos momentos de gloria y dolor ha dado a nuestra Patria: «en Lepanto, la victoria, y la muerte en Trafalgar».
Aprovechando una de esas ocasiones, y ese puente cateto de Villalar al que tan poco respeto, acudí junto a ocho compañeros a una excursión náutica desde la alicantina ciudad de Denia hasta Valencia. A bordo de un yate Beneteau Oceanis Clipper 440 de 44 pies de eslora, preparado tanto para la navegación a vela como a motor, aprendimos de la mano de nuestro experimentado patrón y compañero de trabajo, uno de esos raros bonifaces que de vez en cuando pare el río Duero en su tramo burgalés, un pedazo de la oscura jerga marinera (desde el significado de babor hasta distinguir una cornamusa de un noray) y los rudimentos mínimos para navegar tanto a motor como a vela; esto último, una de las experiencias más bellas que he vivido: surcar el Mediterráneo a siete nudos aproados con el viento, un aire limpio y refrescante, sin polvo, tan diferente del castellano, a varias millas de la costa, con el barco escorado y sacudido por las olas durante un gran tramo de las casi 70 millas que supuso el viaje de ida a Valencia.
Como era de esperar, no faltaron las anécdotas... Tuvimos que retrasar unas horas la salida y modificar ligeramente la ruta prevista puesto que nada más llegar a Denia, el miércoles por la noche, un buen amigo que nos acompañaba se sintió indispuesto y se quedó ingresado toda la noche en el hospital donde descubrieron (¡para ciertos hallazgos no hace falta ser médico!) que su corazón era dos veces del tamaño normal y que no le cabía en el pecho. En el viaje de ida, el vaivén de la embarcación hizo de las suyas en los estómagos de más de uno y en el apetito y el sueño de más de otro. Hacía mucho tiempo que no dormía así de bien a pesar de lo angosto de los camarotes: «Y del trueno, al son violento,/ Y del viento, al rebramar, /Yo me duermo como un niño/ arrollado por el mar».
Pero sin duda, lo más traumático del viaje tuvo lugar ya en Valencia. Tras buscar durante mucho tiempo un lugar para cenar, tuvimos la mala suerte de decidirnos por un bar-restaurante que nos atemorizó nada más entrar: ¡era un bar de maricones! Las enormes bombillas con alas rosas colgadas del techo, los trajes de sevillanas fosforescentes dispuestos en dispersos maniquís, los anuncios de locales aún más raritos y el aceite que el camarero perdía a chorros me dejaron helado. No he pasado tanto miedo en mi vida. De hecho, todos salimos corriendo de ese sitio. Eso sí, hacia atrás y con la precaución de no dar la espalda a ninguno de los especímenes que allí habitaban.
Al final, decidimos cenar en el bar más cutre y cañí que encontramos, donde seguro que no se acercaría ningún invertido: el Bar Los Caracoles. Un establecimiento servido por dos chinos y un barrigudo español, con el menú pintado en el escaparate y especializado, además de en esos moluscos, en el bocata de sepia. Por cierto, el pan levantino, sin duda herido por la humedad, es tremendamente gomoso.
Hablando de cenar, en Denia lo hicimos en La Barqueta, y no creo que se pueda cenar mejor por menos de 11 euros, chupito de mistela incluido, y en El Port donde degustamos los famosos arroces valencianos: a banda y paella de marisco. Y francamente, sin que se ofendan los valencianos, estaban salados. Me gusta más la paella que preparan mi madre y mi hermano.
Aprovechando una de esas ocasiones, y ese puente cateto de Villalar al que tan poco respeto, acudí junto a ocho compañeros a una excursión náutica desde la alicantina ciudad de Denia hasta Valencia. A bordo de un yate Beneteau Oceanis Clipper 440 de 44 pies de eslora, preparado tanto para la navegación a vela como a motor, aprendimos de la mano de nuestro experimentado patrón y compañero de trabajo, uno de esos raros bonifaces que de vez en cuando pare el río Duero en su tramo burgalés, un pedazo de la oscura jerga marinera (desde el significado de babor hasta distinguir una cornamusa de un noray) y los rudimentos mínimos para navegar tanto a motor como a vela; esto último, una de las experiencias más bellas que he vivido: surcar el Mediterráneo a siete nudos aproados con el viento, un aire limpio y refrescante, sin polvo, tan diferente del castellano, a varias millas de la costa, con el barco escorado y sacudido por las olas durante un gran tramo de las casi 70 millas que supuso el viaje de ida a Valencia.
Como era de esperar, no faltaron las anécdotas... Tuvimos que retrasar unas horas la salida y modificar ligeramente la ruta prevista puesto que nada más llegar a Denia, el miércoles por la noche, un buen amigo que nos acompañaba se sintió indispuesto y se quedó ingresado toda la noche en el hospital donde descubrieron (¡para ciertos hallazgos no hace falta ser médico!) que su corazón era dos veces del tamaño normal y que no le cabía en el pecho. En el viaje de ida, el vaivén de la embarcación hizo de las suyas en los estómagos de más de uno y en el apetito y el sueño de más de otro. Hacía mucho tiempo que no dormía así de bien a pesar de lo angosto de los camarotes: «Y del trueno, al son violento,/ Y del viento, al rebramar, /Yo me duermo como un niño/ arrollado por el mar».
Pero sin duda, lo más traumático del viaje tuvo lugar ya en Valencia. Tras buscar durante mucho tiempo un lugar para cenar, tuvimos la mala suerte de decidirnos por un bar-restaurante que nos atemorizó nada más entrar: ¡era un bar de maricones! Las enormes bombillas con alas rosas colgadas del techo, los trajes de sevillanas fosforescentes dispuestos en dispersos maniquís, los anuncios de locales aún más raritos y el aceite que el camarero perdía a chorros me dejaron helado. No he pasado tanto miedo en mi vida. De hecho, todos salimos corriendo de ese sitio. Eso sí, hacia atrás y con la precaución de no dar la espalda a ninguno de los especímenes que allí habitaban.
Al final, decidimos cenar en el bar más cutre y cañí que encontramos, donde seguro que no se acercaría ningún invertido: el Bar Los Caracoles. Un establecimiento servido por dos chinos y un barrigudo español, con el menú pintado en el escaparate y especializado, además de en esos moluscos, en el bocata de sepia. Por cierto, el pan levantino, sin duda herido por la humedad, es tremendamente gomoso.
Hablando de cenar, en Denia lo hicimos en La Barqueta, y no creo que se pueda cenar mejor por menos de 11 euros, chupito de mistela incluido, y en El Port donde degustamos los famosos arroces valencianos: a banda y paella de marisco. Y francamente, sin que se ofendan los valencianos, estaban salados. Me gusta más la paella que preparan mi madre y mi hermano.