He observado que cada vez es más
habitual que las personas que conviven sin estar casadas utilicen los términos
“marido” y “mujer” para referirse en público a su pareja. Del mismo
modo, los terceros también tienden a emplear esta nomenclatura, reservada en
teoría a los matrimonios, cuando hablan de personas arrejuntadas. Esta curiosa
actitud, mucho más frecuente cuando hay hijos, no solo no me gusta nada,
sino que además no alcanzo a entenderla bien. Si un hombre y una mujer han
decidido libre y voluntariamente cohabitar sin vínculo matrimonial, ni civil ni
religioso, me parece absurdo que después pretendan pasar por casados ante la
sociedad.
De todos modos no hace falta ser Einstein para intuir por dónde van los tiros.
Nos guste o no, en los últimos años el cambio cultural en esta materia ha sido radical. Si hace treinta años los amancebados eran una pequeña minoría de descreídos recalcitrantes que incluso hacían gala de su situación (que a menudo era una pose política o antirreligiosa), hoy en día se ha disparado el porcentaje de jóvenes que pasan de celebrar boda de ningún tipo incluso después de traer niños al mundo. Además las razones de ahora distan mucho de cualquier idealismo. La decisión de no casarse suele ser de lo más pragmática, sobre todo en estos tiempos de crisis: ahorrarse los gastos derivados del casorio; evitar los efectos jurídicos de los regímenes económicos matrimoniales; poder separarse en el futuro sin jueces ni costes; gozar de una mayor sensación de libertad atenuando las obligaciones, y, en muchísimos casos, no reincidir en la experiencia matrimonial que uno o los dos miembros de la pareja ya han sufrido de forma traumática.
De todos modos no hace falta ser Einstein para intuir por dónde van los tiros.
Nos guste o no, en los últimos años el cambio cultural en esta materia ha sido radical. Si hace treinta años los amancebados eran una pequeña minoría de descreídos recalcitrantes que incluso hacían gala de su situación (que a menudo era una pose política o antirreligiosa), hoy en día se ha disparado el porcentaje de jóvenes que pasan de celebrar boda de ningún tipo incluso después de traer niños al mundo. Además las razones de ahora distan mucho de cualquier idealismo. La decisión de no casarse suele ser de lo más pragmática, sobre todo en estos tiempos de crisis: ahorrarse los gastos derivados del casorio; evitar los efectos jurídicos de los regímenes económicos matrimoniales; poder separarse en el futuro sin jueces ni costes; gozar de una mayor sensación de libertad atenuando las obligaciones, y, en muchísimos casos, no reincidir en la experiencia matrimonial que uno o los dos miembros de la pareja ya han sufrido de forma traumática.
El caso es que ahora ya son
demasiadas las parejas que conviven sin más, llegándose a la situación de que a
veces conocemos a una y no tenemos ni idea de si ha pasado o no por la vicaría
y ni se nos ocurre preguntar, claro. En estos casos de duda, la prudencia
aconseja manejar los conceptos sociales de “marido” y “mujer”, aún arraigados y
mayoritarios, como una especie de comodín.
Pero la cosa no suele cambiar demasiado cuando sí se sabe a ciencia cierta que alguien no está casado con la persona con la que vive o tiene familia. El motivo es que en un país de fuertes raíces católicas como el nuestro, la terminología dedicada a las uniones de hecho es escasa y bastante estridente en los tiempos que corren, por lo que el personal suele cortarse antes de emplear sustantivos como “manceba”, “concubino” o “barragana”, que todo el mundo interpretaría como insultos dada la carga negativa que han tenido durante siglos.
Por supuesto que existen en castellano varios eufemismos de nuevo cuño que sí se han manejado con soltura hasta hace poco, como “pareja”, “compañero/a”, “chico/a” o “novio/a”, pero reconozcamos que también chirrían socialmente lo suyo, sobre todo en ciertos contextos. Preguntarle por “su novio” o “su chico” a una tía de 40 tacos con dos churumbeles suena como mínimo ridículo.
Lo de “pareja”, que a mí, dentro de lo malo, me parece el vocablo más acertado, cada vez está cayendo en mayor desuso frente al “marido” y “mujer”. ¿Por qué? Porque en una sociedad donde la mayoría todavía se casa, gracias a Dios, pero donde todos queremos ser los más progres (de boquilla), muchos no se atreven a utilizar esta palabra porque tienen la sensación de estar etiquetando a los aludidos al poner de manifiesto, sin que nadie haya preguntado, la irregularidad de su convivencia. Esta es la misma razón que alegan los propios afectados para emplear los términos tradicionales (e inadecuadísimos en su caso): no quieren dejar patente a cada momento, ante personas desconocidas, cuál es su modo de vida, su estado civil o su forma de entender la relación amorosa. Claro que yo me pregunto por qué no se han casado si tanto les preocupa parecer diferentes.
Llamar esposo y esposa a quienes no lo son me parece una secuela perversa de la progresía que padecemos cada vez de forma más virulenta, por cuanto contribuye a trivializar y a deslegitimar socialmente el vínculo conyugal, que va perdiendo su identidad a pasos agigantados al confundirse continuamente, en lo terminológico y en lo demás, con todo tipo de uniones con fundamentos y efectos que nada tienen que ver.
Una sola cosa "en defensa" de quienes emplean mal estas palabras es que resulta incomodísimo estar utilizando denominaciones raras y alternativas con las parejas de hecho con las que tratamos todos los días, y que, al menos en apariencia, no se diferencian absolutamente en nada de la mayoría de las oficialmente casadas por la Santa Madre Iglesia, tal es el descafeinamiento de la institución más importante de nuestra sociedad.
Pero la cosa no suele cambiar demasiado cuando sí se sabe a ciencia cierta que alguien no está casado con la persona con la que vive o tiene familia. El motivo es que en un país de fuertes raíces católicas como el nuestro, la terminología dedicada a las uniones de hecho es escasa y bastante estridente en los tiempos que corren, por lo que el personal suele cortarse antes de emplear sustantivos como “manceba”, “concubino” o “barragana”, que todo el mundo interpretaría como insultos dada la carga negativa que han tenido durante siglos.
Por supuesto que existen en castellano varios eufemismos de nuevo cuño que sí se han manejado con soltura hasta hace poco, como “pareja”, “compañero/a”, “chico/a” o “novio/a”, pero reconozcamos que también chirrían socialmente lo suyo, sobre todo en ciertos contextos. Preguntarle por “su novio” o “su chico” a una tía de 40 tacos con dos churumbeles suena como mínimo ridículo.
Lo de “pareja”, que a mí, dentro de lo malo, me parece el vocablo más acertado, cada vez está cayendo en mayor desuso frente al “marido” y “mujer”. ¿Por qué? Porque en una sociedad donde la mayoría todavía se casa, gracias a Dios, pero donde todos queremos ser los más progres (de boquilla), muchos no se atreven a utilizar esta palabra porque tienen la sensación de estar etiquetando a los aludidos al poner de manifiesto, sin que nadie haya preguntado, la irregularidad de su convivencia. Esta es la misma razón que alegan los propios afectados para emplear los términos tradicionales (e inadecuadísimos en su caso): no quieren dejar patente a cada momento, ante personas desconocidas, cuál es su modo de vida, su estado civil o su forma de entender la relación amorosa. Claro que yo me pregunto por qué no se han casado si tanto les preocupa parecer diferentes.
Llamar esposo y esposa a quienes no lo son me parece una secuela perversa de la progresía que padecemos cada vez de forma más virulenta, por cuanto contribuye a trivializar y a deslegitimar socialmente el vínculo conyugal, que va perdiendo su identidad a pasos agigantados al confundirse continuamente, en lo terminológico y en lo demás, con todo tipo de uniones con fundamentos y efectos que nada tienen que ver.
Una sola cosa "en defensa" de quienes emplean mal estas palabras es que resulta incomodísimo estar utilizando denominaciones raras y alternativas con las parejas de hecho con las que tratamos todos los días, y que, al menos en apariencia, no se diferencian absolutamente en nada de la mayoría de las oficialmente casadas por la Santa Madre Iglesia, tal es el descafeinamiento de la institución más importante de nuestra sociedad.