Desde pequeñito me enseñaron que a los adultos que no conociera debía tratarles de usted. Y así me he pasado la vida: llamando de usted al quiosquero, a la vecina, al maestro y al señor al que preguntaba la hora o dónde estaba una calle. Pero yo pertenezco a la generación de los grandes cambios, de los muchos avances y de los no pocos retrocesos, y he tenido que ver, a partir de cierta edad, como las reglas de cortesía que había mamado desde la cuna, en mi familia y en el colegio, iban volviéndose cada vez más cuestionables y flexibilizándose hasta un punto en que si te seguías portando según lo aprendido, podías pasar por un estirado o incluso por gilipollas. Eso a mí por lo menos me ha supuesto no pocas dudas y comeduras de tarro. Creo que a los de mi quinta nos han vuelto un poco locos con tanto vaivén y tanta ruptura.
Hasta sexto o séptimo, nos dirigíamos a nuestros profesores del cole con el usted y el Don por delante (más nos valía), pero justo por entonces nos empezaron a marear, porque en un mismo claustro convivían docentes de los de toda la vida, como “Don Torices”, Don Teodoro o Don Manuel, con otros de la nueva ola, que casi se cabreaban si te resistías a apearles el tratamiento. Yo recuerdo especialmente a uno que tuve en lenguaje, que parecía bastante amanerado, llevaba un polo rosa y repetía incesantemente: “de tú, chavales de tú, que todos formamos un equipo y tiene que haber comunicación entre profesores y alumnos”. Esto se fue agravando en cursos posteriores, como en primero de BUP, donde pasábamos de clase de Don Luis, o de Don Ángel (que te exigía el usted, y casi el brazo en alto) al aula de Julio, el de Historia, o de algún jesuita liberacionista, a los que, aparte del tú, sólo te faltaba llamarles camaradas.
Por entonces yo ya padecía un trauma infantil a costa de tales contradicciones educativas, y empecé a no tener claro cómo debía tratar a mis mayores en la calle, o donde fuera, porque bien podía suceder que te dirigieras respetuosamente a una anciana y ésta pegara un berrido con que “hijo, de tú, de tú, que me haces vieja”, u otra gaita parecida. Y así el usted fue decayendo vertiginosamente en todos los ambientes, empezando por el mundo laboral y siguiendo por el comercio o la enseñanza, hasta adueñarse el tratamiento en segunda persona de casi todas las relaciones entre desconocidos sin tener en cuenta criterios de edad, jerarquía o respeto.
Para bien o para mal, yo sigo siendo un forofo del usted, aunque a veces parezca tan anticuado y distante. Es posible que mi resistencia a tutear a desconocidos se deba a mi frío carácter, o al deseo de reservar mis confianzas para quienes yo elija, en vez de prodigarlas (o recibirlas) indiscriminadamente. Se suele argumentar que un tratamiento de tú puede ser muy respetuoso y uno de usted muy grosero, algo que me parece de perogrullo (sólo son pronombres en las frases) y que no me convence para cambiar de hábito.
En una sociedad donde das la mano a uno y doscientos tratan de tomarse el pie, donde el egoísmo y la caradura no conoce fronteras, y donde se avasalla en lo verbal y hasta en lo físico por menos de nada, no me parece que esté de más regalar a los desconocidos esa prueba de ética, de distancia prudente, de respeto y de “toc, toc” a la puerta de su intimidad que simboliza desde siempre el usted. Después, aunque sea al minuto siguiente, ya habrá tiempo de rectificar, a petición del interesado, este celo quizá excesivo.
Yo sigo la regla de emplear el tratamiento tradicional con toda persona desconocida, de cualquier edad, que no me haya sido presentada en contextos de amistad o de ocio, a excepción de los compañeros de trabajo, a los que lógicamente tuteo por razones de mimetismo. Es más, me irrita un poco que me hablen de tú durante una visita profesional en mi oficina o cuando ocasionalmente algún desconocido me llama desde otra empresa. En estos casos, suelo remarcar el tratamiento hasta que mi interlocutor se da por aludido y entra por el aro, cuando entra. Evidentemente nunca me enfado, pues la costumbre del tuteo está ya tan extendida que nadie obra con mala intención. Además, no tengo ninguna gana de quedar como un estúpido en una cuestión en la que mi batalla está perdida. Con el tiempo, el usted se ha convertido para mí en una forma de deferencia con los demás, sin que por ello espere una respuesta equivalente, aunque sí la agradezco cuando se produce.
Echo de menos el usted riguroso con los curas, con los suegros, entre profesores y alumnos universitarios, con las personas mayores, con los dependientes… A veces pienso en lo bonito que era, en tiempos de Maricastaña, cuando te presentaban a una chica y después de acompañarla a pasear dos o tres domingos, le insinuabas que tal vez ya era tiempo de tutearos, y ella, al responder que sí, te estaba diciendo mucho más de lo que una minifaldera de “Campus” o de “Bagur” de las de ahora le dice a su noviete dejándose magrear al segundo barceló-cola.
Dicen que se han acortado las distancias entre las personas, aunque yo creo que a veces estamos tan cerca, tan revueltos y tan en amasijo, que ni siquiera nos vemos, ni nos comunicamos, ni nos queremos.