Leer primera parte
Entre 1995 y 1999, los chavales ponían la mesa todos los domingos y festivos en una de las principales calles de la ciudad, en una vía ancha y peatonal que desemboca en la plaza del Azoguejo, justo delante de una oficina de Caja España.
El tenderete consistía en una mesa plegable de camping cubierta por la rojinegra, que colgaba por delante exhibiendo las flechas de Fernando y el yugo de Isabel. Sobre ella disponían todos los artículos de propaganda a la venta, que siempre eran los mismos: ocho o diez modelos de llavero; mecheros con la efigie del Fundador; calendarios plastificados; pins e insignias diversas expuestas en una pieza de paño; adhesivos grandes, medianos y pequeños, con una muestra de cada en un parasol de parabrisas, de esos desplegables de cartón; camisetas con motivos patrióticos; las obras completas de José Antonio; varios libros de la editorial de la Organización, casi todos de historia o con recopilaciones de discursos de los años 30, y, por supuesto, la prensa, tanto la nacional (con la portada a color y las flechas bien gordas) como el boletín de la provincia, que eran cuatro fotocopias grapadas y se regalaba a todo el que se acercara al puesto.
Algunos días especiales, como el 12 de octubre, el 23 de abril o el primero de mayo, pegaban detrás, en el escaparate de la entidad bancaria, una pancarta enorme con los lemas correspondientes: “¡Viva Hispanoamérica!, ¡Arriba España!”, “Castilla, cuna de España” y “Por un anticapitalismo revolucionario”.
Los militantes más jóvenes de la ciudad se iban turnando cada semana en el servicio de tenderete. Solían ir unos cinco. Dos o tres se ponían detrás del puesto y uno de ellos salía a veces para “vocear” la prensa, como en el 34. Los otros dos siempre se alejaban y recorrían la calle de arriba abajo, sin perder de vista la mesa, por si las moscas. Si algún transeúnte se ponía nervioso con la presencia de los chavales, o increpaba o insultaba a los del tenderete –algo que sucedía de vez en cuando con algún radical de izquierda, sobre todo cuando iba en grupo- , los vigilantes le sorprendían por detrás y caían sobre él, haciéndole ver su error con la habitual “elocuencia”.
Una de las primeras veces que pusieron la mesa vieron venir hacia ellos a un viejo ciego indigente que caminaba a paso de burra pegado a la pared y manejando torpemente una garrota. Le habían visto otros días, pero casi siempre iba con una señora también mayor que le guiaba en su paseo. Cuando ya se iba a topar con el puesto, Ángel se le acercó.
- Perdone, caballero, hoy hay una mesa de propaganda en el medio y no puede usted pasar. Si le parece bien, yo mismo le guío para rodearla.
El vejete se paró desconcertado y empezó a mover la cabeza. Preguntó con voz un poco tartamudeante:
- ¿Una mesa?, ¿una mesa de qué?
Entre 1995 y 1999, los chavales ponían la mesa todos los domingos y festivos en una de las principales calles de la ciudad, en una vía ancha y peatonal que desemboca en la plaza del Azoguejo, justo delante de una oficina de Caja España.
El tenderete consistía en una mesa plegable de camping cubierta por la rojinegra, que colgaba por delante exhibiendo las flechas de Fernando y el yugo de Isabel. Sobre ella disponían todos los artículos de propaganda a la venta, que siempre eran los mismos: ocho o diez modelos de llavero; mecheros con la efigie del Fundador; calendarios plastificados; pins e insignias diversas expuestas en una pieza de paño; adhesivos grandes, medianos y pequeños, con una muestra de cada en un parasol de parabrisas, de esos desplegables de cartón; camisetas con motivos patrióticos; las obras completas de José Antonio; varios libros de la editorial de la Organización, casi todos de historia o con recopilaciones de discursos de los años 30, y, por supuesto, la prensa, tanto la nacional (con la portada a color y las flechas bien gordas) como el boletín de la provincia, que eran cuatro fotocopias grapadas y se regalaba a todo el que se acercara al puesto.
Algunos días especiales, como el 12 de octubre, el 23 de abril o el primero de mayo, pegaban detrás, en el escaparate de la entidad bancaria, una pancarta enorme con los lemas correspondientes: “¡Viva Hispanoamérica!, ¡Arriba España!”, “Castilla, cuna de España” y “Por un anticapitalismo revolucionario”.
Los militantes más jóvenes de la ciudad se iban turnando cada semana en el servicio de tenderete. Solían ir unos cinco. Dos o tres se ponían detrás del puesto y uno de ellos salía a veces para “vocear” la prensa, como en el 34. Los otros dos siempre se alejaban y recorrían la calle de arriba abajo, sin perder de vista la mesa, por si las moscas. Si algún transeúnte se ponía nervioso con la presencia de los chavales, o increpaba o insultaba a los del tenderete –algo que sucedía de vez en cuando con algún radical de izquierda, sobre todo cuando iba en grupo- , los vigilantes le sorprendían por detrás y caían sobre él, haciéndole ver su error con la habitual “elocuencia”.
Una de las primeras veces que pusieron la mesa vieron venir hacia ellos a un viejo ciego indigente que caminaba a paso de burra pegado a la pared y manejando torpemente una garrota. Le habían visto otros días, pero casi siempre iba con una señora también mayor que le guiaba en su paseo. Cuando ya se iba a topar con el puesto, Ángel se le acercó.
- Perdone, caballero, hoy hay una mesa de propaganda en el medio y no puede usted pasar. Si le parece bien, yo mismo le guío para rodearla.
El vejete se paró desconcertado y empezó a mover la cabeza. Preguntó con voz un poco tartamudeante:
- ¿Una mesa?, ¿una mesa de qué?
- De Falange Española –contestó Ángel- . También dijo el apellido de la Falange, pero no viene al caso.
El hombre se calló, inclinó el cuello y abrió y cerró la boca varias veces. Tenía un ligero temblor en los labios. Se quedó como alelado. Ángel le tomó el brazo e insistió:
- Le guío, si le parece...
De repente el ciego, en un movimiento rapidísimo, alzó el bastón y fustigó con energía a Ángel. El primer golpe lo recibió en el hombro.
- ¡Cabrón fascista!, ¡hijo de puta!
Ángel no daba crédito. Dio un salto hacia atrás instintivamente, pero un segundo bastonazo le barrió las piernas y casi cayó al suelo. El ciego estaba como loco, con el rostro enrojecido y el cuello cruzado por una vena que parecía a punto de reventar. La pareja “itinerante” llegó corriendo, pero Gus, que estaba en la mesa, ya había sujetado al anciano por los sobacos. En el forcejeo, se desplomó como un fardo y Gus se apartó con prudencia. Ángel se acercó y le ayudó a levantarse sin dejar de cubrirse la cabeza y de inmovilizar el bastón.
- Tranquilo, joder, tranquilo, que se va a hacer daño. ¿Qué le hemos hecho para que se ponga así?
El viejo lloraba silenciosamente. Se revolvía y rehusaba toda ayuda, hasta que por fin se puso en pie mascullando insultos. Luego le situaron en dirección al Acueducto y, con más miedo que vergüenza, le devolvieron el bastón y se alejaron lo máximo posible.
- Menudo animal –comentó Gus-. Menos mal que es ciego… ¿Te ha hecho daño?
- Nada, en el hombro un poco. No sé qué mosca le ha picado.
No le dieron mayor importancia al incidente, pero a los dos meses, estando otros chicos cuidando el puesto, se repitió la historia. En esta ocasión le tocó la china al Pelirrojo. Según vio acercarse al invidente, le agarró el brazo:
- Caballero, perdone que le lleve un momentín hacia este otro lado, que hay un obstáculo junto a la pared.
- ¿Qué obstáculo?
- Un tenderete.
- ¿Un tenderete de qué?
- De la Falange.
El Pelirrojo recibió más insultos que Ángel. Y muchos más golpes. Dos le dieron en la cara, rompiéndole un poco el labio y despellejándole la mejilla, que se le puso casi negra. Sus compañeros se retorcían de risa.
- Eres un héroe, Peli, te van a conceder el Aspa de Plata.
La fama de león furioso del viejo ciego corrió como la pólvora entre los chavales, que al principio hacían toda clase de chistes e incluso apostaban entre ellos a ver quién se atrevía a decirle que había una mesa falangista en su camino. Pero Ángel pronto quiso poner freno a aquellas bromas, que consideraba de poco gusto y contrarias al estilo. Dio orden de que cuando se toparan con la fiera del bastón, le indicaran simplemente que había un tenderete de la Cruz Roja o de una ONG similar, y le ayudaran a sortear la mesa. Así empezaron a hacerlo, aunque como Ángel no acudía muchos domingos, los muchachos no podían resistirse a tentar al mihura como si hicieran recortes en una plaza de toros.
A escondidas de su estricto Jefe Provincial, tomaron la costumbre de utilizar al viejo como forma de bautismo de fuego de los recién afiliados.
- Sebas, majo, ayuda a esquivar el puesto a este ciego que se acerca, que es un tío cojonudo. Fue jefe de centuria en el Frente de Juventudes.
- Ahora mismo.
Y el pobre Sebas, que se había afiliado la semana anterior y lucía orgulloso la camisa azul bajo la americana, se ponía delante del Victorino y le espetaba:
- Hola, camarada, ¡arriba España!, espera que te ayudo, que estamos aquí con la mesa de Falange.
El ciego resoplaba como un toro.
- ¡Maricón, hijo de perra!, ¡toma arriba España!
Y el nuevo de turno recibía dos o tres palos bien dados, generalmente en la espalda o en las piernas, sin consecuencias mayores. Los demás se lo pasaban en grande con la situación. A veces el combativo caballero se desorientaba tras la refriega y le tenían que ayudar a reubicarse, sujetándole los hombros o dándole el brazo, con los riesgos que ello conllevaba. Una vez, mientras le estaban auxiliando, se giró de golpe y volvió a repartir mandobles, moviendo el bastón como las aspas de un molino, y le hizó un chichón enorme a Abel.
También recurrían a aquella novatada cuando venían visitantes de otras provincias y pasaban el domingo con ellos, acompañándoles en el puesto de propaganda. Una vez los bastonazos se los llevó de pleno Juan Antonio, de Madrid, al que apodaban Ansaldo por su nombre de pila y por su carácter violento. Otros dos camaradas de Pucela probaron igualmente las delicias de la implacable cachava, en un caso con rotura de gafas incluida.
El motivo de tan virulentas reacciones constituía tema frecuente de debate entre los chavales. Unos decían que el viejo estaba loco y que la tenía tomada contra todo lo que le oliera a fachas. Otros sostenían que habría pasado mucha hambre en el franquismo y que oír hablar de Falanges le ponía los pelos como escarpias. Ángel, por ejemplo, albergaba la sospecha de que su actitud se debía a un rencor profundo por haber perdido algún familiar en la guerra, probablemente fusilado por el bando nacional. Al chico le caía bien el ciego rojo y siempre decía con una sonrisa de oreja a oreja:
- Ese tío me gusta, tiene muchos cojones. Cuando palme, le llevaremos cinco rosas a la tumba.
Fin