Mudos e inertes como estatuas inconmovibles |
En la edición de 1939 de Camino, el libro de San Josemaría, el punto 115 decía así: "Minutos de silencio. – Quédese esto para ateos, masones y protestantes, que tienen el corazón seco. Los católicos, hijos de Dios, hablamos con el Padre nuestro que está en los cielos." A finales de los años 50, en una nueva edición, Escrivá retocó este texto, dejándolo en su versión definitiva: "Minutos de silencio. – Dejadlos para los que tienen el corazón seco. Los católicos, hijos de Dios, hablamos con el Padre nuestro que está en los cielos."
El cambio desde luego es llamativo y no sorprende tanto por el afán del autor de adaptarse al mercado cuando el librito empezó a traducirse a otros idiomas y a venderse como rosquillas fuera de España (es comprensible dado el espíritu comercial de la Obra), cuanto por el camaleonismo del santo, que en 1939 quiso lamer el culo a los fascistas y en 1958 a los aperturistas y desarrollistas. Un hombre versátil San Josemaría. Y no pasa nada, ¿verdad?, porque saber adaptarse a los tiempos no es pecado.
El caso es que estoy muy de acuerdo con ambas versiones del punto 115. Lo del minuto de silencio siempre me ha irritado. Ahora con lo del accidente de Galicia los devotos de la “religión civil” han organizado miles de minutos silenciosos en reuniones, congresos, centros de trabajo y eventos deportivos, en un intento de traducir al pagano el impulso casi instintivo de cualquier persona de expresar su deseo de que los fallecidos descansen en paz y los heridos se recuperen. La cuestión es que este impulso en la sociedad española siempre se plasmó de forma espontánea en la oración individual o colectiva, pero por lo visto ahora hay que adaptarse, como el santo del Opus, y proponer nuevas fórmulas compatibles con todas las sensibilidades religiosas.
Lo gracioso es que al final siempre se acaba copiando la tradición religiosa y ofreciendo sucedáneos de lo genuino. No hay nada que recuerde más a una oración recogida que una multitud callada respetuosamente durante un rato. Solo les falta estar en la iglesia con un cura delante. Con la diferencia, claro, de que el silencio del orante es activo y útil, y el del descreído, estéril.
A mí esta costumbre (que no es nueva, sino un invento de los ingleses durante la Primera Guerra Mundial) me parece ridícula. De sobra entiendo el deseo de manifestar en público el dolor por las catástrofes, y también alcanzo a comprender que mientras que en una persona religiosa este deseo debería encauzarse a través del rezo, rogando por las almas de las víctimas y por sus familiares, aquellos que no creen en Dios parece más lógico que se limiten a expresar su tristeza, sus condolencias y su solidaridad. Lo que no pillo es qué significa para un ateo quedarse callado un minuto sin más.
Me parece muy normal vestir luto, portar un brazalete o un lazo negro, colgar una bandera a media asta, suspender actos festivos, enviar un telegrama colectivo a las familias, sumarse a una esquela, publicar en común una breve nota de prensa o que alguien, en nombre de todos los convocados, pronuncie unas palabras de recuerdo dolorido. ¿Pero simplemente callarse un rato para qué? ¿Qué se quiere expresar así? ¿Respeto? ¿Un respeto pasivo y antinatural cuando lo que procede es un gesto visible o audible de dolor? ¿Acaso ante la muerte de un ser querido nos quedamos quietos y callados unos minutos como muestra de cariño a los familiares? Lo normal es darles un beso o un abrazo, o decirles lo que sentíamos por el difunto aunque sea con una frase protocolaria, o rezar juntos o en solitario un Padrenuestro, o llamarles por teléfono a ver cómo están. ¿Y nos quedaríamos silenciosos e inmóviles como espantapájaros tras el homicidio de alguien a quien queremos, o, al contrario, expresaríamos nuestra ira o nuestra pena de una forma más humana?
Pues por eso no entiendo que tras un atentado de ETA o una hecatombe con numerosas víctimas, la gente se preste a demostraciones tan artificiales como el pagano minuto de silencio, que sería lo último que se les ocurriría hacer ante una desgracia propia o de alguien de su círculo íntimo.
Es innegable que quienes participan en estos saraos de bocas cerradas actúan con buena intención, pero no puedo evitar una fuerte repugnancia hacia los organizadores por su cursilería y sensiblería laica. Mi asco se multiplica cuando quien propone el minuto es un supuesto católico, pues parece que le preocupa más la susceptibilidad de los agnósticos que defender el derecho de los creyentes a rezar delante de todos sin tapujos ni vergüenzas. Reconozco que cuando veo una escena de estas, con cientos de personas mudas e inertes como estatuas inconmovibles, me dan ganas de agarrar un megáfono y animar a todo el mundo, como diría un comentarista del desaparecido blog de Suso, a cantar fuertemente la Salve. Y al que le pique, que se rasque.
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