El caso es que muchos no nos hemos dado cuenta de la verdadera gravedad del percal hasta que el viento huracanado se nos ha metido en casa o se ha colado en la de familiares o amigos muy cercanos, todos profesionales preparadísimos y cualificadísimos con trabajos estables y muchos años de experiencia.
Lo que hoy quería comentar es que tres de estas personas, por las que yo estúpidamente hubiera puesto la mano en el fuego de que jamás irían al paro, me han contado estas últimas semanas que si las cosas siguen así de chungas, si ellos no encuentran algo decente o sus cónyuges se quedan también con una mano detrás y otra delante, emigrarán sin dudarlo. Uno a Alemania, otro a Reino Unido y otro a Estados Unidos.
Y de verdad no ponían cara de broma al decirlo. Dos de ellos tienen niños e hipoteca, y el otro no, pero los tres, cuyo nivel de inglés, por cierto, es más que aceptable, me aseguraban serios pero sin dramatismos que como la cosa no mejore agarrarán el portante y, hala, al extranjero a buscarse la vida, que seguro que allí valoran mucho más su preparación y su esfuerzo que en este país de pandereta, de sinvergüenzas y de enchufados.
Yo no sé bien qué pensar. A veces sospecho que lo suyo es un farol y que llegada la hora de la verdad, salvo que lleguen a una situación muy, muy extrema, no tendrán cojones de abandonar España y todo lo que España significa para ellos: familia, amigos, raíces, recuerdos y sentimientos. Pero otras veces los noto tan encabronados y obcecados que no me extrañaría nada que cumplieran su promesa.
Yo les digo que, con independencia de mi situación laboral y económica, y salvo situaciones límite, a mí no me sacan de España ni con agua caliente. Ellos me hablan de mejorar, del derecho que todos tenemos a que se premie nuestra valía, a que se nos pague conforme a nuestras capacidades, y yo les digo que, si es por eso, se podían haber largado hace diez años porque ya entonces en Inglaterra les habrían pagado el triple de sueldo por lo mismo que hacían aquí.
Si peligran gravemente su profesión, su dignidad, su bolsa y sus hijos, puedo ser comprensivo, pero la cuestión está en los límites: ¿cuánto deben aguantar antes de pirarse a Londres, a Munich o a Jersey? Porque para mí la emigración, en principio, es un acto vergonzante que hay que evitar como sea, primero por uno mismo y segundo por un mínimo sentido de solidaridad y de patriotismo. Habría que valorar si al que emigra en realidad no le queda otra salida para subsistir o es que prefiere huir a tiempo, como las ratas del barco, en vez de quedarse a bordo remando y achicando agua, arrancándose provisionalmente los galones de capitán para bregar como un marinero.
Doy por sentado que el que emigra en estas tesituras no lo hace por gusto, pero la pregunta es: ¿hasta dónde estaríamos dispuestos a perder dinero, categoría profesional, o a reducir nuestro nivel de vida, antes de hacer las maletas y coger el avión solo de ida?; ¿lo haríamos solo por los hijos en caso de necesidad o también por nosotros mismos simplemente porque viéramos una buena oportunidad de mejorar nuestro estatus?
Para mí responder a esto quizá es más fácil por diversos motivos, entre ellos mi escaso conocimiento de idiomas, mi comodidad y mi provincialismo impenitente, que me hacen huir como de la peste de todo experimento extranjerizante y de todo cambio en mis costumbres sagradas (salvo peligro de muerte). Pero a mayores están las razones patrióticas ya apuntadas: ¿no es más noble intentar quedarse aquí, arrimar el hombro y sacrificarnos para sacar a España del agujero en vez de abandonar la Patria en sus momentos más difíciles?