Jijijiji, eso se lo dirás a todas... |
Hasta el más antisocial sabe de sobra (aunque no lo ponga en práctica) que las sonrisas y las palabras amables son algo así como el lubricante 3 en Uno de las relaciones interpersonales, y que no hay mejor manera para favorecer el buen rollo que hacer saber a nuestros interlocutores, aunque no sea de forma verbal, todo aquello que nos gusta de ellos o nos parece que hacen bien. Las personas de tendencias escépticas y ultracríticas a veces solemos obviar esta elemental regla de convivencia y resultamos cicateros con las alabanzas a los demás pero puntillosos en los reproches. Entono el mea culpa porque creo, sin duda, que es un error y que todos deberíamos esforzarnos en ver el lado bueno de los que nos rodean y darles a conocer, cuando viene a cuento, lo que nos gusta de ellos.
Subrayo mucho lo de cuando viene a cuento, ya que el agasajo permanente, que es una pose típica de muchas personas, me parece incómodo, cargante y, a veces, hasta ofensivo. Incurrir por sistema en la linsonja obvia y lamerona es una estrategia propia de gente que se mueve por el interés o de quien se ve muy limitado en sus habilidades sociales y cree que agasajando a cada instante a sus conocidos va a ser mejor aceptado o se va a llevar mejor con ellos.
El halago no deja de ser una técnica, o incluso un arte, que requiere de pulso y de equilibrio. Tan inaceptable me parece no felicitar jamás a nadie por sus logros y virtudes como pasarse la vida diciéndole a un amigo que es un crack, que te partes con sus chistes, que escribe fenomenal o que es una máquina con el revés en el tenis. Pasa como con las chicas. Por muy enamorado que estés y muy guapa que te parezca la chavala, me parece vomitivo estar a todas horas arrullándola con que la quieres mucho, con que si es preciosa o con lo bien que le queda esto o aquello. Ya sé que da la impresión de que ellas nunca se cansan de que les regalen los oídos, pero para mí que a una mujer inteligente le tienen que repeler ciertas actitudes dulzonas y cansinas.
Puedes alabar alguna vez a la cocinera (o cocinero) entusiasmándote con un plato que ha preparado, pero es muy artificial, cuando te invitan a comer, dedicar cinco minutos a elogiar cada guiso. Hay quien lo hace por una cortesía acartonada y mal entendida que a lo único que lleva es a que los halagos dejen de surtir efecto, porque es imposible que a alguien le guste tanto todo lo que le sirven de comer.
Efectivamente, cuando el elogio se convierte en norma rutinaria de educación o cuando se abusa de él, puede provocar indiferencia o, en el peor de los casos, el efecto contrario al deseado, es decir que te cataloguen de falso y de pelota. Hoy en día las relaciones tienden a ser más espontáneas y no se adula tanto como hace unos años, cuando hacerlo en ciertas situaciones formaba parte de los convencionalismos de la vida social.
Llegando a extremos que yo conozco, los tipos obsequiosos, cobistas y acariciantes pueden llegar a insultar la inteligencia ajena, muy en especial cuando es evidente que hay intereses de por medio (por ejemplo, los comerciales) o existe una diferencia jerárquica, profesional o de otro tipo, que motiva estas actitudes. De todos es sabido que las gracietas del jefe son por lo general las más celebradas en la oficina, y no solo eso, sino que hay determinados trabajadores que bajo ningún concepto osan llevar la contraria a sus superiores o, simplemente, expresar un punto de vista distinto, incluso cuando no se tratan temas relacionados con el trabajo. A mí estas formas de ser me provocan asco y desprecio. Está claro que el jefe tiene la última palabra pero no creo que le haga daño, salvo que sea tonto, escuchar una crítica o una propuesta diferente, y a quien no se atreve a formularlas solo le falta el collar y mear levantando la patita.
Por último, hay que tener la suficiente habilidad tanto para ser sujeto activo de las alabanzas como pasivo. Es importante saber ser agradecidos y aceptar sin incomodidad los comentarios agradables que nos dedican, sin subirse a la parra de la soberbia, ni obsesionarse por devolver la lisonja a vuelta de correo ni esparcir la falsa modestia de una urbanidad agarrotada. Aún me parto recordando cómo reaccionaba siempre una novia mía cuando, después de más de dos años saliendo, le lanzaba alguna flor sobre su belleza o sobre sus ojazos. Sonreía levemente, recogía la mirada y no la sacaba de un descolorido “gracias” como cuando le daban la vuelta comprando el pan.