Ya he contado alguna vez que me interesa mucho el trasfondo simbólico, social e histórico de los cuentos infantiles.
Un prototipo bastante recurrente de estos relatos es el de la madrastra malvada. Este personaje aparece en decenas de cuentos de origen medieval, aunque los más conocidos son Hansel y Gretel, la Cenicienta, y Blancanieves y los siete enanitos.
Hay que tener muy en cuenta que en la Edad Media la figura de la madrastra era mucho más frecuente que ahora. En aquel tiempo resultaba muy habitual la muerte de mujeres jóvenes en el parto debido a las precarias condiciones de salubridad y a los escasos avances médicos. Lo más típico al producirse uno de estos fallecimientos es que el marido volviese a casarse para tener a alguien al cuidado de la casa y de los niños.
Es fácil deducir que la llegada de una madrastra al hogar familiar representaba para los niños (destinatarios de los cuentos al fin y al cabo) un duro trauma, no solo por ser un acontecimiento asociado a la muerte de su madre biológica, sino porque en aquella época de familias muy numerosas, penuria económica e intensa competencia por los recursos, una mujer extraña en casa probablemente tendiera a favorecer a sus futuros hijos en perjuicio de la prole nacida de la anterior unión de su marido. En el imaginario popular, sobre todo en el infantil, la madrastra simbolizaba el dolor, la inseguridad, la falta de cariño verdadero, el egoísmo y el favoritismo.
En los cuentos populares, que en el fondo son parábolas simbólicas, aparecen las madrastras para personificar la antítesis de los valores de la maternidad, la fuerza del amor de madre frente a la volubilidad del de padre, el hundimiento de todas las seguridades al faltar la progenitora, la injusticia, la incertidumbre y la necesidad de que los niños espabilaran cuanto antes en una sociedad empobrecida y cruel.