Una comentarista aludió el otro
día a la lealtad y me hizo acordarme de que tengo pendiente desde hace varios
años un post sobre este tema. El concepto de lealtad, que ofrece todo un
abanico de matices, siempre ha sido objeto de interpretaciones erróneas o
sesgadas que nos han hecho perder de vista su verdadero significado. Podría
hablar sobre muchos aspectos de esta mezcla de fidelidad y adhesión incondicional
que se supone que es la lealtad, pero al menos hoy voy a centrarme en un punto
muy concreto, que es su dimensión grupal.
Con la idea de lealtad pasa algo
parecido a lo que sucede con la amistad: que a pesar de ser un vínculo esencialmente íntimo y
personal entre dos individuos, hay una fuerte tendencia a extrapolarlo a los
grupos, es decir a entender que una persona puede ser amiga de un determinado grupo o leal
a un colectivo. Este grave error de partida distorsiona la esencia
de ambas realidades.
Desde niños se nos ha inculcado
una lealtad sana hacia nuestros padres, que nos dieron la vida, y hacia
nuestros hermanos, con quienes nos criaron, pero también hemos interiorizado
una “lealtad” irracional a los grupos a los que únicamente pertenecemos por
razón de las circunstancias.
Por ejemplo, en el colegio era
una regla no escrita pero sagrada que debíamos formar piña con nuestros
compañeros de clase, hasta el punto de convertirnos en cómplices silenciosos de
conductas muy graves para evitar que los profesores castigaran a nadie, por
muy merecido que se lo tuviera. Hablar, informar de un hecho injusto o alertar
a nuestros mayores de un abuso intolerable o de un posible peligro para todos, significaba
ser un acusica, un chivato asqueroso.
Todos nos hemos visto obligados a practicar una solidaridad muy
mal entendida con los miembros de estos
grupos de los que formábamos parte solo por accidente. ¿Nadie se acuerda de lo
mal visto que estaba negarse a prestar unos apuntes o a soplar en el examen a
un compañero independientemente de los motivos de la negativa? Porque yo recuerdo en la
Facultad a vagos y a jetas redomados que se habían pirado las clases de todo el año
para irse a tomar cervezas pretendiendo después, en junio, que alguien les
prestara todos los apuntes del curso pasados a limpio, y sentándose en el
examen cerca de un empollón para que les “echara una mano” bajo riesgo de ser
pillado y suspendido. Si alguien se ponía borde y dejaba las cosas claras,
quedaba como un mal compañero y como un hijo de puta.
Esta visión envenenada de la
lealtad la hemos ido arrastrando hacia otros ámbitos de la vida, como el
laboral. Es cierto que la unidad y la cohesión de los trabajadores son el único
medio de defensa eficaz frente a la rapiña de los patronos, pero lo que no
puede pretenderse, como tantas veces se pretende, es basar nuestra ética
profesional en un respaldo sin condiciones a todos los compañeros de nuestra empresa
o categoría frente a cualquier decisión de los superiores o empresarios, porque
entonces no solo podemos entrar en una espiral de injusticia, sino que podemos
vernos obligados a postergar intereses personales muy legítimos a cambio de
quedar como solidarios con los cuatro tíos más inútiles de la organización,
que, a lo mejor, puestos a ser equitativos, donde deberían estar es en el paro
o dos niveles profesionales por debajo del suyo. La tendencia a igualar por
debajo, a dar a todo el mundo lo mismo con independencia de sus méritos y a
basar los ascensos en criterios puramente objetivos como la antigüedad podrán
parecer soluciones muy buenrollistas pero yo siempre las he considerado arbitrarias
e injustas con los merecimientos y la capacidad de la gente. También he considerado siempre una estupidez no poder criticar abiertamente a un compañero ante un
superior cuando su conducta o bajo rendimiento pueda suponer un riesgo para el
futuro del proyecto y del equipo.
La impresión que yo tengo es que,
en definitiva, este tipo de fidelidades colectivas se practican más por miedo
que por convencimiento. En el fondo intuyo que estas normas de falsa lealtad se
las han inventado y nos las han impuesto por la fuerza los cuatro elementos más
desvergonzados e ineptos de cada grupo para poder cometer desmanes con
impunidad y beneficiarse de ventajas que ni merecen ni habrían alcanzado en su
vida si cada uno atendiera estrictamente a sus propias aspiraciones y, como
mucho, a las de las personas decentes que le rodean. Porque sabemos que incumplir
estas reglas artificiales es arriesgarse a sufrir venganzas, burlas o críticas
por parte de estos elementos, que, amén de no aportar nada al grupo al que
pertenecen, son a menudo los más agresivos.