Me ha causado una fuerte impresión La clase (Entre les murs, 2008), una película francesa de Laurent Cantet que he visto esta semana. Me la habían recomendado por mi gran interés por los temas educativos y es cierto que no deja indiferente. Sin un argumento definido, La clase nos muestra el día a día de un curso académico en un centro de secundaria de un suburbio parisino atestado de chavales problemáticos y de inmigrantes africanos. El joven y progresista profesor de lengua, François, defensor de los métodos participativos y del debate en las aulas, va quemándose poco a poco ante la actitud cada vez más desafiante de los alumnos a su cargo. Los chicos, con un comportamiento más propio de macacos que de personas, terminan desanimando al docente y volviéndole escéptico con las bondades del diálogo y del igualitarismo en los que siempre creyó.
Al terminar la película a uno le afloran sentimientos contradictorios y sobre todo dudas, muchísimas dudas. La cinta dignifica la labor de los profesores de instituto, desgraciadamente infravalorada en los países de nuestro entorno. Los docentes en general, y los destinados en centros difíciles en particular, me parecen unos auténticos héroes que llevan al límite su vocación, su paciencia e incluso su salud para transmitir a los adolescentes unos conocimientos esenciales para desenvolverse en la vida social y profesional. Muchas veces esta tarea no tiene ningún reconocimiento y, lo que es peor, ningún resultado, con lo que el riesgo de desánimo es altísimo. El derrotismo hace mella en multitud de profesionales de la enseñanza, que terminan convertidos en verdaderos burócratas que pasan de los alumnos. Es aquí donde cabe preguntarse si los actuales sistemas de selección del profesorado permiten elegir a las personas más idóneas desde el punto de vista emocional y del carácter, ya que es obvio que su cometido va mucho más allá de explicar las lecciones en una pizarra y exige unas habilidades sociales, una madurez, una empatía y un temperamento por encima de la media.
La segunda cuestión que me ha venido a la cabeza es la crisis del principio de autoridad. En la película puede apreciarse como la labor de François es sistemáticamente boicoteada por la clase. Sus conflictivos alumnos no se callan jamás, lo discuten todo, juzgan su trabajo, le insultan y provocan, se niegan a participar, entran y salen del aula cuando les da la gana, no hacen nunca los deberes, mienten y difunden bulos gravísimos sobre él, y recurren a la violencia física si se les cuestiona o amonesta aunque sea levemente. Frente a esta actitud, el idealista François, jamás hace valer su autoridad, sino que, al contrario, se pasa horas intentando inútilmente razonar con los muchachos, les pide opinión sobre todo y acepta todas sus sugerencias. El resultado es el previsible: en vez de valorar la actitud dialogante de su profesor, las pequeñas bestias acaban imponiéndose y machacándolo psicológicamente.
Supongo que una cosa es educar en los "valores democráticos” y otra perder de vista que profesores y alumnos no están ni deben estar al mismo nivel, y que aquellos pueden y deben exigir a estos el cumplimiento de una serie de obligaciones. Supongo que una cosa es mostrar una actitud cercana y otra convertir la clase en una asamblea permanente donde cualquier cuestión, ya sea organizativa, disciplinaria o educativa, tenga que ser consensuada con un alumnado que, por lo general, lo único que busca es librarse de todo esfuerzo.
Los docentes que conozco suelen quejarse de que “el sistema” no les brinda instrumentos para hacer frente de forma eficaz a la falta de disciplina y de que los críos son intocables so pena de acabar defenestrados por los padres o por la propia Administración. Sin duda tienen parte de razón, pero yo también estoy seguro de que con un mismo grupo de alumnos asilvestrados no todos los educadores sufrirían las mismas faltas de respeto ni problemas disciplinarios de la misma envergadura. Esto es así porque hay profesores que saben hacerse respetar mucho más que otros por tener más personalidad y mayor habilidad para manejar situaciones complicadas. De modo que la culpa del problema debe repartirse entre las administraciones educativas y los propios profesionales, porque, aunque es cierto que la normativa vigente excluye toda posibilidad de adoptar ciertas medidas represivas que serían indispensables y, como he dicho, no se vela por la selección de perfiles adecuados para impartir clase en circunstancias difíciles, tampoco los aspirantes a profesor actúan con responsabilidad al pretender muchos de ellos acceder a una profesión tan delicada y tan social a sabiendas de su pusilanimidad y de su nulo interés por los adolescentes. Algunos se piensan que enseñar (y domar) a imberbes de 12 a 18 años es como trabajar en una oficina y se lanzan a la aventura pensando solo en el sueldo y no en los disgustos que van a sufrir por culpa de su apocamiento y de su ineptitud para lidiar con estas fieras. Por eso la decisión de varias comunidades autónomas de convertir en autoridad pública a los profesores no va a servir para mucho, pues al final no se trata solo de una cuestión de potestas sino de autoritas personal.
Con todo, aplaudo desde aquí con mi mayor admiración a los buenos profesores, a los que se comprometen con los chicos poniendo toda su carne en el asador de una clase insufrible, a los que tienen el don de estimular las inquietudes de esos pequeños bárbaros dominados por las hormonas, a los que no se rinden pese a los contratiempos y a los que de verdad se ganan el sueldo haciendo de nuestros jóvenes unas personas mejor preparadas para la convivencia y para el trabajo.
Sobre la inmigración masiva y su repercusión en la vida de los centros docentes casi hablamos otro día, que da para mucho, aunque por supuesto agradezco cualquier comentario y cuanto más políticamente incorrecto, mejor.