Creo que el famoso refrán “rectificar es de sabios” se inventó con el único fin de consolar a los indecisos patológicos. De hecho, he observado que los más aficionados a esta muletilla son precisamente personas de criterio vacilante y con escasa personalidad.
Estamos todos de acuerdo en que corregir a tiempo una decisión ya adoptada tras percatarnos de un error es una conducta cabal o, por lo menos, bastante preferible a seguir adelante, caiga quien caiga, con plena conciencia del fallo. No sé si de sabios, pero al menos es una actitud propia de gente honesta que no se deja dominar por el orgullo y la cabezonería. Pero, claro, con ciertos límites, porque una cosa es equivocarse de vez en cuando y hacer las rectificaciones pertinentes, y otra muy distinta que tu vida sea tal sucesión de cagadas o sufras de una voluntad tan oscilante que te veas obligado a realizar continuos reajustes en tus resoluciones, opiniones, actuaciones, expresiones y tareas. Quizá esta actitud sea muy honrada, nadie lo discute, pero dudo que “sabio” sea la palabra exacta para definir a quien no para de confundirse, por mucho que después pruebe otras alternativas o modifique los procedimientos erróneos.
Dejémonos de historias. Todos nos equivocamos alguna vez, por supuesto, pero los verdaderos sabios son los que menos se equivocan.
Es como lo de pedir perdón. Disculparse puede ser un gesto muy elegante que diga mucho a favor de una persona, pero no quitarse el perdón de la boca me parece típico de peleles y de pusilánimes. Tengo un par de conocidos que se pasan el día solicitando la absolución cada vez que dicen una palabra más alta que otra, cada vez que a cualquiera no le gusta algo que han hecho, e, invariablemente, después de las discusiones. Y pienso que son unos tontainas que sucumben con demasiada facilidad a la tentación buenista de pedir disculpas, al lubricante social de la rectificación, sin darse cuenta de que abusar de esta "técnica" hace que pierda todo su efecto.
Considero que hay que tomar tres grandes precauciones antes de pedir perdón. Primero, asegurarnos de que no nos hemos disculpado ya mil veces por lo mismo, porque si resulta que no hacemos más que mostrarnos arrepentidos por un comportamiento que no dejamos de repetir una y otra vez, con la mayor soltura, alguien podría imaginarse que nos estamos riendo de él a la cara. En segundo lugar, preguntémonos si el hecho por el que vamos a disculparnos es responsabilidad nuestra y si de verdad podría haberse evitado, y así no incurriremos en ridículos como el de la Iglesia Católica cuando se duele públicamente de los “excesos” de la Inquisisión o el de algunos alemanes cuando en pleno siglo XXI entonan el mea culpa por los crímenes del nazismo. Y, por último, debe evitarse a toda costa pedir perdón cuando te han sorprendido en una falta que jamás habrías confesado, ni mucho menos te habrías disculpado, si no te llegan a pillar. El más claro ejemplo es el “lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir” de Don Juan Carlos de Borbón tras su viaje cinegético a Botsuana.
Y, ante todo, no pretendamos infundir respeto alguno si nuestro número de rectificaciones y de perdones sobrepasa cierto límite. A la larga a todos nos gusta la gente confiable que pone todos los medios para no errar a menudo, y la que no tiene que andar disculpándose porque anda con buen cuidado de no herir a los demás. Ya dice un proverbio árabe: “Medita bien lo que vas a decir para no tener que pedir perdón”.
Sobre este tema en La pluma viperina: El arte del halago
Estamos todos de acuerdo en que corregir a tiempo una decisión ya adoptada tras percatarnos de un error es una conducta cabal o, por lo menos, bastante preferible a seguir adelante, caiga quien caiga, con plena conciencia del fallo. No sé si de sabios, pero al menos es una actitud propia de gente honesta que no se deja dominar por el orgullo y la cabezonería. Pero, claro, con ciertos límites, porque una cosa es equivocarse de vez en cuando y hacer las rectificaciones pertinentes, y otra muy distinta que tu vida sea tal sucesión de cagadas o sufras de una voluntad tan oscilante que te veas obligado a realizar continuos reajustes en tus resoluciones, opiniones, actuaciones, expresiones y tareas. Quizá esta actitud sea muy honrada, nadie lo discute, pero dudo que “sabio” sea la palabra exacta para definir a quien no para de confundirse, por mucho que después pruebe otras alternativas o modifique los procedimientos erróneos.
Dejémonos de historias. Todos nos equivocamos alguna vez, por supuesto, pero los verdaderos sabios son los que menos se equivocan.
Es como lo de pedir perdón. Disculparse puede ser un gesto muy elegante que diga mucho a favor de una persona, pero no quitarse el perdón de la boca me parece típico de peleles y de pusilánimes. Tengo un par de conocidos que se pasan el día solicitando la absolución cada vez que dicen una palabra más alta que otra, cada vez que a cualquiera no le gusta algo que han hecho, e, invariablemente, después de las discusiones. Y pienso que son unos tontainas que sucumben con demasiada facilidad a la tentación buenista de pedir disculpas, al lubricante social de la rectificación, sin darse cuenta de que abusar de esta "técnica" hace que pierda todo su efecto.
Considero que hay que tomar tres grandes precauciones antes de pedir perdón. Primero, asegurarnos de que no nos hemos disculpado ya mil veces por lo mismo, porque si resulta que no hacemos más que mostrarnos arrepentidos por un comportamiento que no dejamos de repetir una y otra vez, con la mayor soltura, alguien podría imaginarse que nos estamos riendo de él a la cara. En segundo lugar, preguntémonos si el hecho por el que vamos a disculparnos es responsabilidad nuestra y si de verdad podría haberse evitado, y así no incurriremos en ridículos como el de la Iglesia Católica cuando se duele públicamente de los “excesos” de la Inquisisión o el de algunos alemanes cuando en pleno siglo XXI entonan el mea culpa por los crímenes del nazismo. Y, por último, debe evitarse a toda costa pedir perdón cuando te han sorprendido en una falta que jamás habrías confesado, ni mucho menos te habrías disculpado, si no te llegan a pillar. El más claro ejemplo es el “lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir” de Don Juan Carlos de Borbón tras su viaje cinegético a Botsuana.
Y, ante todo, no pretendamos infundir respeto alguno si nuestro número de rectificaciones y de perdones sobrepasa cierto límite. A la larga a todos nos gusta la gente confiable que pone todos los medios para no errar a menudo, y la que no tiene que andar disculpándose porque anda con buen cuidado de no herir a los demás. Ya dice un proverbio árabe: “Medita bien lo que vas a decir para no tener que pedir perdón”.
Sobre este tema en La pluma viperina: El arte del halago