En mi familia, los Reyes Magos son una tradición arraigada.
De niño siempre pasaba buena parte de las Navidades en Madrid, pues mi familia paterna es de allí, pero para el día de Reyes ya habíamos vuelto a nuestra ciudad. Como mis abuelos y mis tíos de la capital se negaban a perderse las caras de mi hermana y mías al abrir los paquetes, recurrieron, más por sentido práctico que por antiespañolidad, al gordinflón y nochebuenero Papá Noel, argumentando a mayores que así podíamos disfrutar de los regalos durante casi todas las vacaciones.
Como volvíamos de Madrid con el Seiscientos – y luego el Seat 124- cargado hasta el techo de muñecas, Ibertrenes, castillos o barcos de Playmobil, geyperman o similares, mis padres instauraron la sabia costumbre de que los Reyes Magos tuvieran un talante mucho más práctico, cultural y educativo. Así, en la mañana del día 6, sus Majestades de Oriente pasaban de traernos juguetes y nos dejaban toda clase de cuadernos, material escolar, libros, ropa y en fin… todo eso que a los niños les jode tanto que les regalen. Ni que decir tiene que como consecuencia de esta práctica paterna, yo siempre consideré a Melchor, Gaspar y a Baltasar unos tíos muy estirados, casi como una prolongación de mis profesores del cole. Además mis padres solían hacer la gracia de dejar una carta firmada por los tres soberanos en la que nos daban la chapa a mi hermana y a mí con que si habíamos sido buenos, pero yo un poco trasto, etc, etc… Vamos, un trauma cojonudo.
Pocos años después de enterarnos de la Gran Mentira de Santa Claus y de los Reyes, mis parientes madrileños mantenían la costumbre de regalar en Nochebuena tanto a niños como a mayores, y en mi casa además decidimos que todos teníamos que hacer un regalo a todos. Recuerdo muy bien los primeros años de vigencia de esta norma, hurgando en mi hucha y comprando un pequeño detalle a cada uno de los miembros de mi familia. Para mi madre, que era y sigue siendo la más difícil de regalar, casi siempre escogía alguna horrible figura decorativa, que por desgracia aún tiene en el salón por estrictos motivos sentimentales, que no estéticos.
Y esta tradición la hemos mantenido hasta ahora. El día 6 por la mañana, generalmente muy pronto, nos reunimos en casa de mis padres y abrimos todos los paquetes que durante los últimos días de diciembre y primeros de enero hemos ido depositando en un armario o, últimamente, en un dormitorio sin ocupar. Hace muchos años había pocos paquetes: cada uno recibía una o dos cosas como mucho; pero poco a poco ha ido creciendo la montaña de regalos, no tanto por nuestro consumismo, sino por la manía de envolver por separado hasta un lápiz, unos calcetines o cualquier cosa insignificante que se haya comprado para alguien en los dos meses anteriores.
Cada uno de nosotros debe haber puesto en sus regalos una etiqueta adhesiva con el nombre del destinatario. Llevamos todos los paquetes al salón (antes lo hacía mi padre por la noche, pero ahora pasamos de chorradas) y nos ponemos a abrir cada uno los suyos entre risas y exclamaciones como si tuviéramos cinco años. En los últimos tiempos, la mayoría de regalos son previsibles, pues por comodidad ya nos solemos preguntar lo que queremos “de Reyes”, pero al final siempre cae alguna sorpresilla.
Antes de comenzar la ceremonia de desenvolver paquetes, mi padre baja a una famosa pastelería cercana a por el roscón. A veces se tira un montón de tiempo haciendo cola y tarda en volver, y nos ponemos nerviosísimos esperándole delante de los envoltorios de colores, curioseando las etiquetas e intentando mirar al trasluz o haciendo sonar los paquetes no identificados. ¡Menudos tramposos! A veces aprovechamos la espera para mangonear en el Belén y bajar a los Magos de los camellos para ponerlos justo frente al Niño.
Una vez desvelados los misterios envueltos, nos sentamos a la mesa y degustamos el roscón (que a mí no me gusta demasiado) con un cremoso y caliente chocolate. Mi hermana siempre inspecciona minuciosamente el dulce y hace un montón de triquiñuelas para llevarse la sorpresa. Al acabar vamos a Misa todos juntos, como Dios manda.
Yo odio salir de compras, tanto para mí como para otros, pero todos los años hago de tripas corazón para mantener una tradición bonita que, al menos por un día, nos hace a todos niños, acercándonos más y llenándonos de ilusión.
Me gustaría que vosotros también contarais cómo vivís los Reyes Magos.