En la entrada que dediqué a la celebradísima Ocho apellidos vascos (la película española más taquillera de la
historia), me aventuré a opinar que si se rodara una cinta parecida sobre
catalanes, en Barcelona no haría ninguna gracia. Mis predicciones se han
cumplido matemáticamente: este mes se ha estrenado Ocho apellidos catalanes y parece
que en las salas de cine de esta problemática región todavía no se ha llegado a oír ni una leve risita a cuenta de las chirigotas de Dani Rovira sobre la
racanería catalufa o de las cuchufletas de Karra Elejalde sobre el català, que “no
es un idioma ni es nada porque se entiende todo, no como el euskera que no
entiendes ni hostias”.
De todas formas, la nueva apuesta de Emilio Martínez-Lázaro, cocinada a la sombra de su predecesora, le ha salido más flojucha y no ha cosechado demasiadas carcajadas ni siquiera en la Meseta, donde la catalanofobia está, por desgracia, ampliamente extendida. Hay quien piensa que esta segunda entrega de Ocho apellidos flaquea por falta de frescura y por carecer ya del efecto sorpresa de la de 2014. Pero para mí es bastante peor que esta por otros motivos: se ha rodado a velocidad de vértigo para poder estrenarse este año; el guión es muy pobre y se centra más en los enredos amorosos que en la sátira de las peculiaridades regionales; hay muchos menos chistes y gags, y no son tan impactantes, y, principalmente, porque los estereotipos catalanes están poco logrados. De esto último no tienen toda la culpa los guionistas; lo que pasa es que los tópicos sobre el País Vasco están mejor definidos en el imaginario popular y son más divertidos que los de Cataluña, y además, para qué vamos a engañarnos, los vascos caen mucho mejor que los catalanes fuera de sus respectivas comunidades autónomas. Más clarito aún: los catalanes en Madrid y en el interior no nos hacen ni pizca de gracia.
La trama de enredo, que estaba muy bien traída en la primera película, es completamente absurda en la segunda. El radical Koldo (Karra Elejalde), que simboliza la quintaesencia del vasquismo, se desplaza a Sevilla para comunicar a Rafa (Dani Rovira) que su hija Amaia va a casarse de improviso con un catalán en una villa de la Gerona profunda. Como Rafa sigue enamorado de ella, ambos se presentan en el bodorrio con la intención de boicotearlo. El novio es un hípster cretino hasta la náusea y el festejo se celebra en la masía de su yaya (Rosa María Sardá), una anciana ultranacionalista a la que el muchacho ha convencido de que Cataluña se ha independizado tras el "referéndum".
De todas formas, la nueva apuesta de Emilio Martínez-Lázaro, cocinada a la sombra de su predecesora, le ha salido más flojucha y no ha cosechado demasiadas carcajadas ni siquiera en la Meseta, donde la catalanofobia está, por desgracia, ampliamente extendida. Hay quien piensa que esta segunda entrega de Ocho apellidos flaquea por falta de frescura y por carecer ya del efecto sorpresa de la de 2014. Pero para mí es bastante peor que esta por otros motivos: se ha rodado a velocidad de vértigo para poder estrenarse este año; el guión es muy pobre y se centra más en los enredos amorosos que en la sátira de las peculiaridades regionales; hay muchos menos chistes y gags, y no son tan impactantes, y, principalmente, porque los estereotipos catalanes están poco logrados. De esto último no tienen toda la culpa los guionistas; lo que pasa es que los tópicos sobre el País Vasco están mejor definidos en el imaginario popular y son más divertidos que los de Cataluña, y además, para qué vamos a engañarnos, los vascos caen mucho mejor que los catalanes fuera de sus respectivas comunidades autónomas. Más clarito aún: los catalanes en Madrid y en el interior no nos hacen ni pizca de gracia.
La trama de enredo, que estaba muy bien traída en la primera película, es completamente absurda en la segunda. El radical Koldo (Karra Elejalde), que simboliza la quintaesencia del vasquismo, se desplaza a Sevilla para comunicar a Rafa (Dani Rovira) que su hija Amaia va a casarse de improviso con un catalán en una villa de la Gerona profunda. Como Rafa sigue enamorado de ella, ambos se presentan en el bodorrio con la intención de boicotearlo. El novio es un hípster cretino hasta la náusea y el festejo se celebra en la masía de su yaya (Rosa María Sardá), una anciana ultranacionalista a la que el muchacho ha convencido de que Cataluña se ha independizado tras el "referéndum".
Los tópicos que se airean son los
previsibles. Los oriundos catalanes son caricaturizados como roñosos, fanáticos
del moderneo, sosos, estirados, estrafalarios y chovinistas estomagantes. La película se
burla más o menos sutilmente de su alma fenicia, su complejo de
superioridad, su esnobismo grotesco, su cosmopolitismo de medio pelo, su
falsa tolerancia, su religión culé, su lengua, su folclore (las sardanas) y su gastronomía (el vasco llama cebolletas a los calçots).
Hay que decir, eso sí, que a diferencia de Ocho apellidos vascos, la mayoría de
estos clichés burlescos se intentan suavizar al no aparecer encarnados en los
personajes catalanes, sino mostrados de forma indirecta a través de los ojos de
Koldo y de Rafa. Con todo, para mí el ataque más frontal lo representa el hecho
de que estos personajes catalanes (interpretados por Berto Romero y por la
Sardá) resultan, con lugares comunes o sin ellos, de lo más cretinos y antipáticos, y ello a pesar de que no abusan de ese acento nasal tan repelente que
yo siempre he pensado que debería erradicarse mediante Ley Orgánica.
También recibe lo suyo la policía autonómica, a la que el andaluz se refiere como “mozos de la escuadra” y a la que se acusa sin disimulos de brutal y corrupta. Se llega a decir de los Mossos que son la kale borroka de Cataluña, y en una secuencia el protagonista trata de sobornar a un agente con un billete de diez euros. Son destacables igualmente algunas deliciosas diatribas contra el nacionalismo, al que se representa como opresor y sectario. Baste la escena en la que para logar que en el pueblecito gerundense reine una atmósfera de Catalunya lliure, las autoridades locales esconden y encierran en un bar a todos los lugareños “que se sientan españoles”.
También recibe lo suyo la policía autonómica, a la que el andaluz se refiere como “mozos de la escuadra” y a la que se acusa sin disimulos de brutal y corrupta. Se llega a decir de los Mossos que son la kale borroka de Cataluña, y en una secuencia el protagonista trata de sobornar a un agente con un billete de diez euros. Son destacables igualmente algunas deliciosas diatribas contra el nacionalismo, al que se representa como opresor y sectario. Baste la escena en la que para logar que en el pueblecito gerundense reine una atmósfera de Catalunya lliure, las autoridades locales esconden y encierran en un bar a todos los lugareños “que se sientan españoles”.
Karra Elejalde está sublime |
Un punto muy flojo del filme es la interpretación de Clara Lago, que no puede estar más insípida e inexpresiva, en buena parte
por culpa de un guión que la margina y la relega a chica florero.
Se desaprovecha además el potencial de Rosa María Sardá, probablemente la única actriz española, o, mejor
dicho, la única mujer española con vis cómica. El único intérprete que brilla
con luz propia provocándonos ataques compulsivos de risa es Karra Elejalde. La
escena en la que Koldo obliga a Rafa a cargarle a hombros en la estación de
Atocha para cambiar de tren sin pisar suelo español roza la genialidad. “No
me bajes, tú, que como toque el suelo de Madrid con el pie, me lo amputo sin
anestesia ni hostias”, dice el entrañable –y no por ello menos fusilable– batasuno.
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