Cuando el Duce llegó al poder en Italia en 1922, dos tercios de Sicilia estaban completamente en manos de la Onorata Società. Don Vito Cascio y Don Calo Vizzini, los dos hombres más poderosos de la isla, controlaban todas las fuentes de ingresos. Gravaban con el pizzu las ferias de comercio, la venta ambulante, la contratación de temporeros agrícolas, la adquisición de ganado, la utilización de los molinos, la extracción de agua en los pozos y, por supuesto, todas las actividades ilícitas, actuando como intermediarios, a comisión, entre las víctimas de los robos y los propios ladrones. Todos los sicilianos acudían a los amici di l´amici (la Mafia) para solventar sus problemas cotidianos en vez de a la justicia ordinaria, cuyos funcionarios y agentes ejecutores estaban por lo demás comprados o amenazados.
En uno de sus primeros discursos como Primer Ministro, Benito Mussolini prometió que el fascismo, “que liberó a Italia de tantas plagas, va a cauterizar, si fuera necesario por medio del hierro o del fuego, la herida de la delincuencia siciliana. Cinco millones de laboriosos patriotas sicilianos no tienen porqué soportar que los vejen, exploten y deshonren algunos centenares de malhechores”.
En 1924 era nombrado prefecto de la policía de Sicilia el celosísimo y abnegado fascista Cesare Mori con la orden expresa de iniciar un estrecho seguimiento y observación de la Mafia para recopilar los antecedentes, nombres, actividades y delitos de los hombres de respeto hasta en la aldea más remota. Sin embargo, un hecho decisivo iba a precipitar todos los acontecimientos en pocos meses.
En la primavera de ese año, durante una visita oficial a la isla, a Mussolini se le antojó visitar la pintoresca aldea de Piana del Greci, cuyo alcalde, Don Cuccio, un hombre bajo y obseso con aspecto de bondadoso campesino, era a la vez el alcalde y el jefe de la cosca de la comarca, una de las más sanguinarias de Sicilia. Cuando el personaje fue invitado a subir al coche oficial, miró desdeñosamente a la escolta del Jefe del Estado y preguntó a gritos a Cesare Mori, tuteándolo sin miramientos, para qué todos esos policías rodeando el automóvil cuando “a mi lado, su Excelencia no corre ningún peligro. Soy yo quien manda en toda esta zona y nadie se atrevería a tocar un pelo a Mussolini, mi amigo y el hombre mejor del mundo”. Remató la faena haciéndose una foto con su mano protectora sobre el hombro del Duce.
El descubrimiento en vivo de un poder subterráneo y paralelo al suyo enfureció sobremanera al líder fascista, cuya ira alcanzó su culmen cuando Don Cuccio a los pocos días se presentó en su despacho a “devolver la visita a su amigo”. Totalmente fuera de sí, otorgó poderes especiales a Mori e inició la reforma legislativa que permitiría exterminar (si bien no para siempre) una lacra que había encontrado su mejor caldo de cultivo durante la democracia. Al regresar Don Cuccio a su pueblo fue inmediatamente detenido y encarcelado por los hombres de Mori.
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Vito Cascio Ferro |
La batida contra la Mafia fue contundente, brutal y eficaz. Aprovechando la información recopilada, Cesare Mori puso en jaque a todos los grandes capos, a los gabellotti (jefes rurales) y a los pisciotti (soldados). Entre 1924 y 1927 fueron condenados más de mil mafiosi. Mori se rodeó de unos colaboradores menos escrupulosos aún que los propios criminales. Las detenciones se realizaban masivamente en autobuses en todos los pueblos, hasta en los más minúsculos. En aquellas localidades donde los hombres se escondían, las mujeres eran reunidas en la plaza y se amenazaba con fusilarlas si los hijos y maridos no se entregaban. El miedo se apoderó de la Mafia y la milenaria ley de la Omertá (silencio) comenzó a resquebrajarse a pasos forzados.
Para obtener las declaraciones, el enérgico prefecto se sirvió de toda clase de argucias, pero sobre todo de la casseta, un instrumento de tortura medieval consistente en una larga tabla de madera, donde se tumbaba al interrogado desnudo con brazos y piernas colgando al tiempo que se rociaba todo su cuerpo con agua salada y se le flagelaba con un vergajo. En los procesos masivos contra los acusados se dio validez a las presunciones y a la prueba indiciaria. Se aplicó la pena de muerte en bastantes casos, aunque más frecuentemente se condenaba a los sentenciados a prisión y a la deportación a las islas Lipari, donde malvivían a base de pan, queso e higos.
En uso de los poderes especiales que se le habían otorgado, Mori tomó otras medidas impactantes. Llevó a cabo una incansable labor en la prensa de todo el país, filtrando las noticias relativas a la Mafia y presentándola como una partida de simples facinerosos desprovistos de honor. Se paseaba a los detenidos por las aldeas animando a los lugareños a insultarlos y a escupirlos para que la población les perdiera el miedo. Se amparaba a los testigos, que comenzaron a animarse a declarar contra los extorsionadores superando un atávico terror de siglos. Se ordenó rebajar la altura de los muros de toda Sicilia para prevenir las emboscadas y los traicioneros disparos de lupara. Se regularon todas las profesiones y actividades, e incluso se exigió la autorización de la policía para ser mayoral en los latifundios.
Por primera vez en la historia, cualquier campesino siciliano podía vender un kilo de tomates sin pagar impuesto y pactando libremente su precio sin miedo a recibir un disparo en la barriga. La gente estaba tan entusiasmada y agradecida por su recién recuperada libertad que el prefecto a veces era recibido en los pueblos bajo arcos de triunfo con la leyenda Ave César. A veces la pantomima era orquestada por los propios mafiosos locales para intentar aplacar el rigor del policía.
En 1927, Mussolini anunciaba en el Parlamento fascista que la Mafia había sido extirpada gracias al “escalpelo valeroso de Cesare Mori”.
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Calo Vizzini unió la Mafia y la Cosa Nostra |
Los poderosos capos se pudrían en la cárcel. Ancianos que eran toda una institución en la isla, como Don Ferrarello, acabaron suicidándose en su celda por la vergüenza de las torturas y la condena. El mismísimo Don Vito Cascio fue encarcelado en la prisión de Ucciardone, donde vivió sus últimos años, eso sí, a cuerpo de rey tras comprar a la mayoría de los carceleros pagando la dote de sus hijas.
Sin embargo, los huevos de la serpiente no habían sido destruidos. Los más poderosos abogados, políticos y hombres de negocios vinculados a la Onorata Società eran intocables por estar la mayoría de ellos afiliados al Partido Fascista y financiar generosamente sus actividades, algunos incluso desde los tiempos de la Marcha sobre Roma. Uno de los protegidos por altos cargos fascistas fue el siniestro Don Calo Vizzini. Cuando el prefecto Mori, emocionado por las alabanzas del Duce, arremetió en 1928 contra estos peces gordos, fue fulminantemente relevado de su puesto y destinado a otras funciones.
Don Calo pronto se aliaría con el italoamericano Vito Genovese (lugarteniente del tristemente célebre Lucky Luciano, cabeza de la Cosa Nostra neoyorkina), que se encontraba en Sicilia durante su luna de miel, y conseguiría comprar con dólares americanos a influyentes políticos fascistas de Roma.
En 1942 el propio Duce concertó una entrevista con Genovese y le insinuó que había un periodista anarquista estadounidense (Carlo Tresca) que le cubría de improperios en un periódico de Nueva York. Unos meses después aparecía casualmente el cuerpo del periodista acribillado a balazos sobre una acera de la Gran Manzana.
Cuando los yanquis “liberaron” Sicilia al final de la Segunda Guerra Mundial, todos los mafiosos encarcelados y deportados se pusieron la aurelola de la resistencia antifascista, presentándose como demócratas enemigos del régimen mussoliniano y ofreciéndose a colaborar con el Ejército americano y con la CIA. Muy pronto cientos de mafiosos ocupaban las alcaldías de los municipios de media isla y volvían a ejercer un control, mayor incluso que antes, sobre sobre la vida y el dinero de los sicilianos.