Como ya he reconocido varias veces, mi sintonía con los habitantes del medio rural es más bien escasa. No creo que sea por mi carácter urbanita, pues me encanta el campo, sino más bien por mi rechazo hacia las secuelas que la vida en comunidades reducidas provoca en la personalidad humana. Es un tema espinoso en el que no me apetece insistir y además siempre debe intentarse sacar el lado positivo de las cosas. Por eso hoy, para compensar mis críticas de otras veces, voy a abordar un aspecto que me parece muy loable de la gente de los pueblos: el buen uso que hacen del idioma.
Suelo observar detenidamente cómo se expresan las personas con las que hablo, y admito que el discurso de los paisanos de las comarcas rurales de Castilla siempre me ha impresionado favorablemente. Dejes y tonos aparte, hay que reconocer que los aldeanos, principalmente los de edad avanzada, emplean el lenguaje de un modo mucho más preciso que los residentes de áreas urbanas. No solo cuentan con un vocabulario asombrosamente rico, sino que aderezan su palique con frases hechas geniales, refranes del más sabroso acervo cultural y arcaísmos deliciosos que yo siempre anoto nada más terminar mi charla con cualquier oriundo de un pueblecillo de mi región, pues intuyo que tales maravillas están a punto de desaparecer. Me llama la atención cómo, para expresar una misma idea, utilizan unos verbos diferentes a los de la ciudad; la concisión de sus expresiones; la originalidad de sus giros lingüísticos, y el amplio abanico de tiempos verbales que son capaces de manejar.
Esta habilidad tiene una explicación muy lógica. Desde hace siglos los naturales de los pueblos, debido a sus ocupaciones agropecuarias, han necesitado usar y nombrar un mayor número de herramientas y utensilios (con multitud de denominaciones) que los moradores de las grandes urbes, quienes, incluso trabajando en líneas industriales, precisaban de muy pocos pertrechos en sus tareas. También influye el permanente contacto con la naturaleza de los labradores, que les brinda un conocimiento detallado de las especies animales y vegetales, y les exige, por ejemplo, decir nogal, roble u olmo, en vez de árbol a secas como en la capital, para identificar con exactitud su entorno y así entenderse mejor con sus vecinos y ser más eficientes en su trabajo.
También sucede que en las pequeñas localidades agrícolas los cambios sociales y culturales son menores que en una metrópoli, y por ello el lenguaje evoluciona más lentamente. Esto explica la abundancia de arcaísmos y palabras en desuso en el habla de las gentes del campo.
Sea como sea, los de pueblo, al hablar, no dan puntada sin hilo y rinden con cada frase un sencillo pero a la vez grandioso homenaje al idioma español que tanto amo.