No sé si es que yo soy muy malo o algunos son tan buenos que parecen tontos.
Un compañero habitual de desayuno nos cuenta que está hasta el gorro de una vecina suya que, cada vez que se la encuentra en el portal, por mucha prisa que lleve, le enreda en una conversación de 40 minutos contándole su vida y milagros, sus problemas de salud y las últimas monerías de su hija pequeña. Nos dice que lo pasa fatal porque no encuentra la manera de cortarla. Yo le he soltado que la culpa no es de la vecina palizas, sino suya, por idiota, pero él porfía que ya le gustaría verme a mí en la misma situación, a ver cómo me las arreglaba para librarme de ella.
Yo creo, para empezar, que estos temas son una cuestión de actitud. Es como que los plastas huelen de lejos a las personas con predisposición a escuchar ilimitadamente las chapas ajenas y se lanzan como buitres. Es algo que se ve incluso en el careto. Yo puedo asegurar que a cualquiera de mis vecinos le basta verme la cara para darse cuenta de que es una mala idea intentar entablar conmigo una cháchara insustancial de más de cinco minutos. Tengo cara de llevar prisa. Tengo cara de ir a lo mío. Tengo cara de importarme un pito la vida de mis vecinos. Y tengo una cara que invita muy poco a la confraternización espontánea. Podría suceder que algún despistado no acertara a interpretar estos signos externos e intentara un día desahogar conmigo su verborrea, pero sería casi al cien por cien de posibilidades la única y última vez que lo hiciera. Mi actitud cortés pero distante le haría ver que es preferible buscarse a otro para eso, y si el tipo anduviera demasiado perdido y siguiera sin enterarse, mi nivel de cortesía iría reduciéndose hasta que no le cupiera la menor duda.
Mi compañero es justo lo contrario. La expresión de su rostro es arcangélica; su sonrisa, perenne y cálida; su andar, pausado. Mi compañero suele pararse a departir con todos los vecinos, conocidos, mendigos de la calle, papás de los niños de la clase de su hijo, abuelitos del parque y, en fin, con todo perro pichichi. Y por supuesto, se interesa sinceramente por las vidas de todos los que le rodean, incluso por la de aquellos a los que le unen muy pocos lazos. Luego, claro, le pasa lo que le pasa. De cuando en cuando da con algún zumbado, con algún cargante o con alguna vecina trastornada por la soledad que se pegan a él como las lapas a la roca, y entonces se cansa y en el desayuno nos dice que está hasta los cojones de fulano o de mengana, que le tienen 40 minutos hablándole de paridas cuando va volado a trabajar o a llevar a su padre al médico.
La cuestión que yo quiero plantear a cuenta de todo esto es si de verdad mi amigo es tan bueno y yo soy un insensible, un estirado e incluso una mala persona por no dar ningún pie a esta clase de confianzas con desconocidos.
Quiero que vaya por delante mi propensión a ayudar al prójimo cuando detecto su necesidad y está en mi mano ponerla remedio. Es muy cierto que a mí la vida de mis vecinos no me importa absolutamente nada, pero si viera que cualquiera de ellos tiene un problema o una emergencia, o me pidiera cualquier tipo de ayuda razonable, estaría dispuesto a echarle una mano. Una petición de ayuda razonable yo la interpreto como aquella que sea justificada, proporcionada y ajustada a mis posibilidades, y siempre que nadie mucho más cercano a esa persona tenga la obligación de prestársela. Sin estos límites, nuestra bonhomía cristiana terminaría traduciéndose en una entrega integral de nuestro esfuerzo, tiempo y dinero a todo el que pasara a nuestro lado y tuviera pinta de necesitar apoyo. Yendo al ejemplo del post, aclaro que escuchar varias veces a la semana, durante casi una hora, las reflexiones irrelevantes de una vecina con incontinencia verbal no encaja de ninguna manera en mi concepto de ayuda razonable. ¿Puede que la vecina se sienta sola? Sí. ¿Es caritativo escuchar al que lo necesita? Puede. ¿Tengo que ser yo el que le sirva de desahogo? Pues no. Para nada. Ni de coña. La desproporción entre el tiempo que debería invertir y las obligaciones que debería descuidar para dar satisfacción (emocional, se entiende) a una vecina como la de mi compañero, y los escasos beneficios que mi escucha activa podrían brindarla, me reafirma en la idea de que lo que procede es pasar de esta señora mientras no me demande un auxilio concreto que yo le pueda prestar.
Con ello no estoy criticando la postura de mi amigo. Cada uno es como es y supongo que a él le sería imposible, tanto por la cara que tiene como por su vena misionera y su humanidad hipersensible, librarse de todas las sanguijuelas y parásitos emocionales que le sorben a diario las energías. Lo más seguro es que ni siquiera desee librarse de ellos, pues, en el fondo, esa forma suya de relacionarse le hace sentirse más feliz y coherente con sus valores. Incluso me apuesto a que le horrorizaría ser como yo y que ningún vecino ni conocido se atreviera a explayarse con él en el ascensor. Lo único que yo le diría es que, al menos, no se queje cuando recoge los frutos envenenados del exceso de confianza que va dando al personal.
Al final, como en todo, hay que buscar el equilibro y a veces resulta muy difícil. A la hora de delimitar qué distancia de seguridad debemos establecer entre nosotros y la gente corremos el riesgo de pecar por defecto, como mi amigo, que va por la vida a pecho descubierto y permite que cualquiera le eche el aliento a un milímetro del rostro, o por exceso, como yo posiblemente, que soy precavido hasta el punto de que mi armadura me salva de las heridas pero también me impide sentir las caricias. Va mucho en el carácter, en las experiencias vitales y en el sentido práctico de cada cual. A mi entender, los riesgos de derrochar cercanía, tiempo y mimos con personas desconocidas es tan alto que ni me planteo actuar así, más que nada porque sería incapaz de afrontar los efectos colaterales de una amabilidad a chorros. El que esté dispuesto y se vea con fuerzas o con ganas de capear a pesados, abusones, lloricas, comodones y jetas de todo pelaje, que no se corte en abrir los brazos a todo el mundo, en ponerse a disposición de la Humanidad entera.