El sentido común parece indicar que cuando un funcionario se ve en el papel de administrado, de ciudadano que acude a unas dependencias públicas a solicitar un servicio o a realizar cualquier gestión personal, debería ser especialmente comprensivo con el personal que le atiende, por una especie de solidaridad de grupo y de corporativismo, por estar al tanto -por propia experiencia- de las dificultades de esa gestión o de la crudeza de la atención al público.
Pero nada más lejos de la realidad. Entre los peores infortunios que pueden sobrevenirle a un funcionario está el atender personalmente a otro funcionario.
No me refiero para nada a compañeros que se conocen y trabajan en la misma unidad cuando el trámite en cuestión debe realizarse en ella, pues en estos casos razones elementales de confianza o de cortesía facilitan mucho las cosas. De lo que quiero hablar es de cuando un empleado público que trabaja, por ejemplo, en la Comunidad de Madrid tiene que presentar algún papel en el registro de un ayuntamiento, o, incluso dentro de una gran administración, un señor que presta sus servicios en Cultura debe pedir una ayuda, presentar un formulario o interponer un recurso en el departamento de Caza y Pesca donde no conoce a nadie.
Pero nada más lejos de la realidad. Entre los peores infortunios que pueden sobrevenirle a un funcionario está el atender personalmente a otro funcionario.
No me refiero para nada a compañeros que se conocen y trabajan en la misma unidad cuando el trámite en cuestión debe realizarse en ella, pues en estos casos razones elementales de confianza o de cortesía facilitan mucho las cosas. De lo que quiero hablar es de cuando un empleado público que trabaja, por ejemplo, en la Comunidad de Madrid tiene que presentar algún papel en el registro de un ayuntamiento, o, incluso dentro de una gran administración, un señor que presta sus servicios en Cultura debe pedir una ayuda, presentar un formulario o interponer un recurso en el departamento de Caza y Pesca donde no conoce a nadie.
Para que os hagáis una idea gráfica, el mejor calificativo para definir al funcionario en su rol de particular es, sin duda, el de tocacojones. Siempre es igual. El pollo llega al registro o al despacho de turno con su carpeta y lo primero que hace es presentarse como “compañero” o explicar que trabaja en la administración tal o en la sección cual, datos que al gestor que le recibe se la sudan intensamente, más que nada porque hay tropecientos mil funcionarios de todas clases y no tiene sentido complicidad ni camaradería alguna salvo que medie una relación o conocimiento previo.
Una vez marcado territorio en plan “yo soy de los tuyos y sé de qué va esto” (a la espera de un trato de favor) el tipo se luce con una buena charleta teórica sobre el trámite a realizar.
- He estado estudiando la convocatoria, y, conforme a lo dispuesto en la Base Octava, entiendo que lo que procede es presentar todo esto previamente, con una declaración responsable e indicando mi número de DNI, porque ya sabrás que se ha suprimido la obligación de presentar fotocopia, ¿no?
- Ya.
A continuación, el funcionario-ciudadano sonríe en plan colega y formula alguna pregunta absolutamente irrelevante sobre el funcionamiento interno de la oficina:
- Bueno, tu jefe tardará en firmar esto un montón, ¿no? Si ya me sé yo la historia, vamos, no te preocupes…
O bien:
- Vaya, si no he caído en que era la hora del desayuno. ¿Sois muchos para turnaros o cómo?
Que aquí sería el momento adecuado para espetarle que tres cojones le importa lo que se tarda en firmar y los turnos del almuerzo, que deje de enrollarse y que abrevie, que queda mucha mañana por delante. Pero la educación se impone a las tentaciones naturales.
El capítulo siguiente, y el peor, es cuando el encargado de la gestión le solicita algún dato adicional, le requiere nuevos documentos o le advierte de que algún formulario no se ha cumplimentado del modo correcto. Entonces el hasta ahora afable coleguita se pone en plan señorita Rotenmeyer, sabiondo, repelente niño Vicente y “a mí no me vas a tú a corregir”. Comienza a rebatirlo todo cansinamente, hasta lo menos importante, cuenta sus experiencias personales en asuntos similares, cita o malcita las normas aplicables al caso, esgrime sus derechos y, en fin, da la tabarra un buen rato generalmente por cuestiones nimias que podría haber arreglado en menos tiempo del que ha tardado en protestar.
Para terminar, no es raro que el insoportable administrado sugiera al trabajador antes de irse que “trate su expediente con cariño”, suponiendo de nuevo que su condición laboral ha de reportarle alguna ventaja.
Una vez marcado territorio en plan “yo soy de los tuyos y sé de qué va esto” (a la espera de un trato de favor) el tipo se luce con una buena charleta teórica sobre el trámite a realizar.
- He estado estudiando la convocatoria, y, conforme a lo dispuesto en la Base Octava, entiendo que lo que procede es presentar todo esto previamente, con una declaración responsable e indicando mi número de DNI, porque ya sabrás que se ha suprimido la obligación de presentar fotocopia, ¿no?
- Ya.
A continuación, el funcionario-ciudadano sonríe en plan colega y formula alguna pregunta absolutamente irrelevante sobre el funcionamiento interno de la oficina:
- Bueno, tu jefe tardará en firmar esto un montón, ¿no? Si ya me sé yo la historia, vamos, no te preocupes…
O bien:
- Vaya, si no he caído en que era la hora del desayuno. ¿Sois muchos para turnaros o cómo?
Que aquí sería el momento adecuado para espetarle que tres cojones le importa lo que se tarda en firmar y los turnos del almuerzo, que deje de enrollarse y que abrevie, que queda mucha mañana por delante. Pero la educación se impone a las tentaciones naturales.
El capítulo siguiente, y el peor, es cuando el encargado de la gestión le solicita algún dato adicional, le requiere nuevos documentos o le advierte de que algún formulario no se ha cumplimentado del modo correcto. Entonces el hasta ahora afable coleguita se pone en plan señorita Rotenmeyer, sabiondo, repelente niño Vicente y “a mí no me vas a tú a corregir”. Comienza a rebatirlo todo cansinamente, hasta lo menos importante, cuenta sus experiencias personales en asuntos similares, cita o malcita las normas aplicables al caso, esgrime sus derechos y, en fin, da la tabarra un buen rato generalmente por cuestiones nimias que podría haber arreglado en menos tiempo del que ha tardado en protestar.
Para terminar, no es raro que el insoportable administrado sugiera al trabajador antes de irse que “trate su expediente con cariño”, suponiendo de nuevo que su condición laboral ha de reportarle alguna ventaja.
En colectivos mucho más reducidos y específicos que el de los funcionarios en general, sí es más frecuente un corporativismo que a mí a veces me parece que roza (o entra de lleno) en la injusticia y puede resultar más invasivo y estomagante aún que el del ejemplo descrito. Me refiero, por ejemplo, a los médicos, que amén que traficar descaradamente con favores entre colegas que perjudican, y mucho, a los demás ciudadanos (por ejemplo, sus alteraciones mafiosas de las listas de espera), son incapaces de visitar a otro galeno o de acompañar a alguien en una visita sin proclamar a los dos minutos que son del gremio y sin dar su opinión sobre el diagnóstico o el tratamiento aunque la especialidad no tenga nada que ver con la suya. Es como si yo, que son licenciado en derecho, me dedico a darle el coñazo a un abogado especializado en mercantil sobre sus informes cuando es un área que me suena solo de la carrera y de la que no tengo ni pajolera idea.
En fin, que aunque yo no lo pueda comprender, la gente siempre tiende a hacer lo posible por ser tratado mejor que los demás o por obtener privilegios allá donde va gracias a su condición personal o profesional. Y luego hablan de justicia, de igualdad y de democracia, y bufan contra los políticos corruptos y los favoritismos. A mí me encantaría saber realmente cuántos españoles de los más críticos con nuestros gobernantes harían las cosas diferentes a como las hacen ellos si desempeñaran sus cargos. La respuesta podría hacernos llorar con amargura.
En fin, que aunque yo no lo pueda comprender, la gente siempre tiende a hacer lo posible por ser tratado mejor que los demás o por obtener privilegios allá donde va gracias a su condición personal o profesional. Y luego hablan de justicia, de igualdad y de democracia, y bufan contra los políticos corruptos y los favoritismos. A mí me encantaría saber realmente cuántos españoles de los más críticos con nuestros gobernantes harían las cosas diferentes a como las hacen ellos si desempeñaran sus cargos. La respuesta podría hacernos llorar con amargura.
2 comentarios:
Genial entrada, sr. Neri. Como me gustan los artículos costumbristas.
Me ha hecho recordar mis tiempos de objeción de conciencia en el Ayuntamiento de Madrid informando de las oposiciones. Había listillos que se saltaban la cola y nos decian "soy de la casa", o policías municipales que enseñaban la placa y me pedían que le diese la nota de su novia, amiga, etc. Con las mismas, y aprovechando mi condición de objetor, les decía que desde el primer día me habían hecho hincapié en que nadie se saltase la cola. Alguno me la montó, pero si de algo estaba seguro era de que no me iban a echar...
Pero Neri, es que éstos son los únicos que lo dicen. Soy funcionaria y yo, como muchos otros, jamás he ido a ningún sitio haciendo gala de ello.
Harta estoy de topicazos con los funcionarios.
Con las dos últimas frases en negrita estoy totalmente de acuerdo, así nos va.
Un saludo.
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