
Hace bastante que me di cuenta de la diferencia abismal entre las dotes de mando naturales y los derechos sobre el papel que da ponerse una gorra; entre el respeto que algunas personas irradian por sí mismas y la dignidad oficial que se supone que otorga un nombramiento en el BOE; entre la atracción instintiva que la gente siente por los líderes natos y la obediencia debida al señorín al que han hecho jefe.
Es lo que los romanos llamaban en latín auctoritas y potestas.
La auctoritas es un atributo personal, en parte natural y en parte autolabrado, que confiere a algunos un cierto ascendiente sobre los demás.
La potestas es, como digo, el conjunto de atribuciones o el poder de mando que se tiene derecho a ejercer en virtud de un nombramiento oficial.
Puede resultar que un basurero tenga mucha auctoritas y sin embargo un señor director general solo tenga potestas y no infunda respeto ni inspire obediencia alguna a los que le rodean.
No han sido una ni dos las veces que he visto a un gran jefazo repartiendo fatal el trabajo en una reunión, explicándose pésimamente y no enterándose de nada (pero exigiendo, eso sí, plazos perentorios) y, al salir, no hacer nadie ni puto caso, siendo al final un subalterno con don de gentes y el apoyo de todos el que reorganiza las tareas para cumplir de sobra con las exigencias.
Partiendo de la desgracia de que hoy en día cada vez menos líderes tienen capacidad de mando, al menos deberían ejercer su potestas con plena conciencia de hasta dónde llega su auctoritas, intentado humildemente identificar esta a su alrededor para aprender, mejorar y aprovechar al máximo las potencialidades de su gente.