En tiempos casi antediluvianos,
Fernando Fernán Gómez interpretó a
El Capitán Veneno en una vetusta cinta del mismo nombre junto a
Sara Montiel que le daba la réplica femenina. El Capitán Veneno era un hombre temido por todos no tanto por su coraje, audacia, valentía y sentido del honor -que eran elevados- como por su lengua mordaz, afilada y venenosa. Hasta que en su vida se interpuso el personaje encarnado por una entonces bella y joven
María Antonia Abad -tengo entendido que estuvieron a punto de darle el papel a
Nefertiti pero surgió el problema de su minoría de edad-, mujer tan encantadora como temible e inmune a los dardos del capitán, de los que se protegía, simplemente, dejando escapar alguna que otra lagrimilla.
«¡¡¡No me puedo defender de quien me ataca llorando!!!» exclamaba el Capitán Veneno iracundo y desarmado a partes iguales. Cosa que no es extrañar pues creo que han de existir pocas cosas tan desesperantes como esa costumbre que tienen bastantes mujeres de abrir el grifo y ponerse a llorar cuando son incapaces de concluir racional y sosegadamente una discusión.

Una persona muy importante para mí explicaba la costumbre que tienen las mujeres de ir al servicio tan frecuentemente y por parejas -yo no puedo comprender que para mear se necesite compañía- diciendo que en tan íntimos lugares y circunstancias
aprovechaban para enseñarse a llorar. Aun considerándolo una exageración, me pregunto si abrir el grifo es una habilidad genética desarrollada, como tantas otras formas de dominar a los hombres, tras miles de años o, si por el contrario, se trata de un comportamiento aprendido que se va afianzando con el tiempo gracias a los refuerzos positivos adquiridos al tratar con ciertos hombres que, al igual que yo hasta poco tiempo, se escondían bajo una mesa, cual niña de
El Exorcista ante el agua bendita, cuando veían asomar una lágrima entre el
rimmel.
Sin descartar la hipótesis de que se trate de algo biológico -no sé si las mujeres de las tribus del Amazonas, las bosquimanas o las aborígenes australianas harán lo mismo-, pues no dudo que ciertas actitudes de las mujeres son innatas estrategias para someter a individuos, como mínimo, más fuertes; más bien me inclino por la segunda tras observar que, afortunadamente, no todas recurren a la lágrima fácil con tanta alegría a la hora de salirse con la suya y, ante todo, viendo que alguna en calcadas situaciones, con contados hombres recurren al llanto, con otros al grito, con otros a la mirada de gata seductora, o a la pataleta, o al «¡¡¡Te digo que está bien y no me pasa nada!!!» o a todo ese arsenal que poseen las representantes del mayor misterio de la Naturaleza.

A pesar de todo, yo me quedo con esa perla de sabiduría que
Pedro Calderón de la Barca en su día pusiera en boca del malvado capitán ante
El Alcalde de Zalamea, Pedro Crespo: «Lágrima no hay que creer de viejo, de niño o mujer.»
