miércoles, 12 de julio de 2017

EL ARTÍCULO 155




Por muy críticos, independientes y formados que nos creamos, siempre acaban calando en nosotros, en mayor o menor medida, ciertas patrañas difundidas hasta la saciedad por los medios de comunicación. Una mentira repetida un millón de veces puede convencer hasta al más incrédulo, y además a todos nos resulta muy cómodo dar por buenos ciertos datos o explicaciones porque habitualmente tenemos poco tiempo –y menos ganas– de contrastar la información o investigar por nuestra cuenta.

Esto es lo que nos ha pasado a muchos con el famoso artículo 155 de la Constitución. Entre nuestros deseos de que las cosas sean de una determinada manera y nuestra pereza por indagar a fondo, nos hemos tragado tan contentos las interpretaciones de brocha gorda que la prensa y muchos políticos han hecho de este precepto, según las cuales el Gobierno de España podría suspender la autonomía de Cataluña si los separatistas se pusieran demasiado farrucos.

Pero un día se pone uno a leer despacio el artículo de marras y a ojear las monografías publicadas al respecto por diversos juristas y catedráticos de prestigio, y se lleva las manos a la cabeza de lo inocente que ha sido. Porque resulta que la única manera de alterar el régimen de autonomía de Cataluña o de cualquier comunidad es reformando la Constitución y/o el correspondiente estatuto de autonomía, lo que en el caso catalán exigiría previo referéndum de los electores de la región. 

Con el artículo 155 es jurídicamente imposible suspender o derogar el régimen autonómico de Cataluña. De hecho todavía no está claro quién ha sido el listo que se ha inventado la extraña expresión “suspensión de la autonomía”, que te pones a rascar y nadie tiene claro qué significa y menos aún los expertos en derecho constitucional.

Porque el célebre artículo lo único que dice es que si una comunidad autónoma atenta gravemente contra el interés general de España, el Senado, por mayoría absoluta, puede autorizar al Gobierno a adoptar las medidas necesarias, que incluirían la posibilidad de dar instrucciones a las autoridades autonómicas.

 
Eso, medítalo, chaval.

O sea que los que en algún momento hemos pensado que igual se le podían quitar todas o algunas competencias a la comunidad levantisca para que fueran asumidas (al menos provisionalmente) por el Estado, somos más tontos que un vencejo. Los que suponíamos que era viable, con la Carta Magna en la mano, disolver las instituciones autonómicas y encomendar a la Administración General del Estado la prestación en Cataluña de los servicios públicos esenciales, no somos pardillos, sino lo siguiente.

La legalidad vigente no nos permitiría darnos esas alegrías. Y además, bien mirado, sería un sindiós, entre otras cosas porque está buena la Administración central como para asumir competencias y servicios ajenos.

¿Entonces para que sirve el articulito dichoso? Pues no está nada claro porque nunca se ha aplicado y de hecho casi todos los entendidos coinciden en que, de utilizarse esta vía excepcional, nos adentraríamos en territorio desconocido con consecuencias imprevisibles. Coinciden también en que en la práctica implicaría la aprobación por el Senado de  un paquete de medidas para frenar el proceso independentista, así como facultar al Gobierno para dar instrucciones a las autoridades y funcionarios autonómicos, por ejemplo a los Mossos d'Esquadra, o al personal destinado en centros educativos o en los medios de comunicación públicos catalanes, imponiendo severas sanciones a quienes desobedecieran. 

En otras palabras: no se trataría de una suspensión de la autonomía, ni de una anulación de competencias, sino, como mucho, de una sustitución transitoria de autoridades hasta que se sofocase el incendio secesionista. Hay quien opina que sería posible suspender temporalmente o reemplazar a determinados altos cargos del Govern e incluso a funcionarios. A saber, porque el artículo es corto y muchas pistas no da.

Yo, además de sentirme bobo, estoy muy decepcionado y sigo creyendo que lo mejor sería explorar las posibilidades del artículo 8, que dice que las Fuerzas Armadas tienen como misión defender la integridad territorial de España. Mucho más clarito, ¿verdad?

lunes, 10 de julio de 2017

LA LENGUA DE LAS MARIPOSAS



Este fin de semana he repasado la legendaria película La lengua de las mariposas (1999). Cuando fui a verla al cine, en su estreno, salí muy rebotado, echando pestes contra José Luis Cuerda y contra su madre. Pero aunque me indigné muchísimo por obvias razones ideológicas, ya era capaz, incluso en aquellos años políticamente tumultuosos para mí, de valorar la calidad cinematográfica al margen de mis opiniones personales sobre la guerra civil española, ejercicio de honestidad intelectual, por cierto, bastante poco frecuente en España, ni siquiera entre quienes, en teoría, son mucho más tolerantes que yo.

Todos hemos visto La lengua de las mariposas y a todos nos ha emocionado. Pocos reproches técnicos pueden hacerse a esta obra tan repleta de aciertos, empezando por la interpretación inolvidable de Fernán Gómez, siguiendo por la humanidad que rezuma la historia y por su ritmo narrativo perfecto, y terminando por su banda sonora. Incluso Willy Toledo (al que yo considero un buen actor, aunque un cretino) está muy acertado en su papel. No dudé ni un segundo en incluir la película en la lista de las 50 mejores del cine español que publicamos en La pluma en 2008.

Sin embargo, tampoco me duelen prendas en opinar que se trata de una de las cintas más inadecuadas para entender nuestra guerra. Yo incluso llegaría a calificarla de muy nociva para cualquier persona (en especial, si es joven) con escasos conocimientos sobre los sucesos acaecidos en España en 1936. Más aún: probablemente se trate del filme más maniqueo y más tramposo jamás rodado sobre el tema. 

La lengua de las mariposas es una tendenciosa, por no decir sectaria, adaptación de tres relatos breves del escritor Manuel Rivas, escritos originalmente en gallego y recopilados en un volumen titulado ¿Qué me quieres, amor?  El argumento central del guión se basa en el relato que lleva el mismo nombre que la película, un cuento precioso sobre la amistad entre el afable maestro Don Gregorio, “feo como un bicho”, y su tímido alumno Gorrión. En la narración, ambientada en la primavera de 1936, apenas se vislumbra intención política, pues se limita a describir cómo un maestro rural transmite a un niño su amor por la naturaleza. La única referencia a la posible ideología del profesor es una frase de la madre de Gorrión: “no sé por qué dicen que ese nuevo maestro es un ateo”. El día del Alzamiento, es detenido y conducido a fusilar en un camión junto al alcalde y otros izquierdistas significados, algo que responde plenamente a la verdad histórica, pues no fue infrecuente la represión de docentes por utilizar metodologías laicas y progresistas.



El pecado de la película es que carece por completo de la sutileza del libro, y se recrea, con un claro objetivo manipulador, en la bonhomía sin tacha de Don Gregorio y en su defensa de la libertad, en contraste con una serie de personajes inventados por José Luis Cuerda que simbolizan la represión, el nepotismo y la maldad humana. Me refiero sobre todo al cacique de la localidad, el clásico gordo que explota a sus convecinos y soborna al maestro con capones cebados, y al cura envarado e inquisitorial, ataviado con teja, que hostiga al pobre profesor porque desde que Gorrión va a la escuela ha perdido su vocación de monaguillo. Y ni que decir tiene que ni un solo personaje defensor de la República comete el menor exceso político; son todos prudentes y respetuosos, como mucho con algún "simpático" tic anticlerical. Vamos, la basura habitual en la filmografía sobre la guerra, pero aumentada con lupa y resaltada hábilmente con el trasfondo de una historia tierna que logra conmover al público.

La película graba en el corazón de los espectadores un potente mensaje subliminal a favor del régimen republicano, simbolizado por el bueno de Don Gregorio, y en contra del bando rebelde, encarnado por los elementos más hipócritas y repulsivos del pueblo. El desenlace, que es el punto fuerte de la cinta, lo adereza Cuerda con escenas de violencia protagonizadas, cómo no, por  falangistas achulados que sacan a rastras de sus casas a honestos padres de familia para pegarles cuatro tiros.

Esta clase de películas, con independencia de sus valores estéticos y narrativos, incurren en deformaciones históricas tan graves y en clichés tan burdos que solo pueden contribuir a la confusión. Son un insulto a la verdad y a la inteligencia que no ayuda a nadie a entender nuestro pasado colectivo y nuestros errores, ni favorece la superación de nuestras diferencias.

Siempre he creído que es necesario un mínimo nivel de formación para librarse de la ponzoña que se cuela de estraperlo en este tipo de cine. De hecho, quizá bastaría con que todos hiciéramos un esfuerzo por rechazar los estereotipos generalmente asociados a la guerra civil, y tuviéramos claro, al menos, que la Segunda República no fue un paradigma de libertades; que la mayoría de los partidos políticos de la época, de cualquier signo, defendían fórmulas autoritarias; que en ambos bandos hubo gente buena, y que entre los nacionales no solo había caciques, curas y militares reaccionarios.

domingo, 2 de julio de 2017

CURAS Y MAESTROS



Escena de la película La lengua de las mariposas (1999)

Uno de los indicios más palpables del profundo cambio social y cultural que ha vivido España en las últimas cuatro décadas es el creciente desprestigio de dos tradicionales profesiones antaño muy valoradas: la de cura y la de maestro. Ambas figuras, que no hace tanto constituían la piedra angular de nuestras comunidades, especialmente en el medio rural, no gozan hoy, ni de lejos, del mismo predicamento.

En la pérdida de caché de ambas ocupaciones ha influido un factor común. Hace no demasiados decenios, el sacerdote y el maestro de escuela eran los más cultos del pueblo, situación que se ha invertido drásticamente en nuestros tiempos, puesto que no solo se ha disparado el porcentaje de titulados universitarios, sino que encima los estudios conducentes a la docencia y al sacerdocio no se caracterizan precisamente por su nivel de exigencia. Hoy casi cualquiera posee más cultura general que un párroco o que un profe de Primaria.

Pero luego hay causas específicas que todos conocemos bien. 

Por desgracia, la Iglesia ya no pinta nada en nuestro país y los curas han pasado, más repentinamente de lo que parece, de ser el referente moral en las vidas cotidianas de los españoles a casi tener que pedir permiso para existir y no digamos para opinar. Tras el virulento proceso de secularización que hemos padecido, la labor del clero ya no es valorada por el conjunto de la sociedad, e incluso se percibe con desconfianza o rechazo, aunque lo más frecuente, seamos sinceros, es que produzca una total indiferencia. Ni siquiera la acción social y asistencial de los religiosos es evaluada de forma especialmente positiva, dado el sinfín de oenegés laicas que, en teoría, hacen lo mismo.

En cuanto a los maestros, y ya lo hemos hablado alguna vez, ha influido mucho en su descrédito el cambio radical de perfil de los centros educativos. Antes los críos iban a la escuela unas pocas horas al día a que un sabio los ilustrarse, pero hoy los colegios se han convertido en establecimientos de guarda y custodia donde aparcar a los niños la mitad de la jornada, mientras los papis producen. En este nuevo contexto es indudable que los profesores desempeñan tareas mucho más amplias (y peor valoradas) que la de educar. Los padres identifican cada vez más el rol de maestro con el de cuidador y se consideran a sí mismos como clientes receptores de un servicio asistencial en vez de como partícipes, junto con los docentes, del proyecto educativo de sus hijos.

Otro día hablaremos de otras profesiones que también han perdido reconocimiento social en los últimos años (ingenieros, arquitectos, abogados) y de otras que lo han conservado intacto e incluso lo han visto acrecentado (médicos, informáticos).

martes, 3 de enero de 2017

LEALTADES COLECTIVAS





Una comentarista aludió el otro día a la lealtad y me hizo acordarme de que tengo pendiente desde hace varios años un post sobre este tema. El concepto de lealtad, que ofrece todo un abanico de matices, siempre ha sido objeto de interpretaciones erróneas o sesgadas que nos han hecho perder de vista su verdadero significado. Podría hablar sobre muchos aspectos de esta mezcla de fidelidad y adhesión incondicional que se supone que es la lealtad, pero al menos hoy voy a centrarme en un punto muy concreto, que es su dimensión grupal.

Con la idea de lealtad pasa algo parecido a lo que sucede con la amistad: que a pesar de ser un vínculo esencialmente íntimo y personal entre dos individuos, hay una fuerte tendencia a extrapolarlo a los grupos, es decir a entender que una persona puede ser amiga de un determinado grupo o leal a un colectivo. Este grave error de partida distorsiona la esencia de ambas realidades.

Desde niños se nos ha inculcado una lealtad sana hacia nuestros padres, que nos dieron la vida, y hacia nuestros hermanos, con quienes nos criaron, pero también hemos interiorizado una “lealtad” irracional a los grupos a los que únicamente pertenecemos por razón de las circunstancias. 

Por ejemplo, en el colegio era una regla no escrita pero sagrada que debíamos formar piña con nuestros compañeros de clase, hasta el punto de convertirnos en cómplices silenciosos de conductas muy graves para evitar que los profesores castigaran a nadie, por muy merecido que se lo tuviera. Hablar, informar de un hecho injusto o alertar a nuestros mayores de un abuso intolerable o de un posible peligro para todos, significaba ser un acusica, un chivato asqueroso.

Todos nos hemos visto obligados a practicar una solidaridad muy mal entendida con los miembros de estos grupos de los que formábamos parte solo por accidente. ¿Nadie se acuerda de lo mal visto que estaba negarse a prestar unos apuntes o a soplar en el examen a un compañero independientemente de los motivos de la negativa? Porque yo recuerdo en la Facultad a vagos y a jetas redomados que se habían pirado las clases de todo el año para irse a tomar cervezas pretendiendo después, en junio, que alguien les prestara todos los apuntes del curso pasados a limpio, y sentándose en el examen cerca de un empollón para que les “echara una mano” bajo riesgo de ser pillado y suspendido. Si alguien se ponía borde y dejaba las cosas claras, quedaba como un mal compañero y como un hijo de puta.

Esta visión envenenada de la lealtad la hemos ido arrastrando hacia otros ámbitos de la vida, como el laboral. Es cierto que la unidad y la cohesión de los trabajadores son el único medio de defensa eficaz frente a la rapiña de los patronos, pero lo que no puede pretenderse, como tantas veces se pretende, es basar nuestra ética profesional en un respaldo sin condiciones a todos los compañeros de nuestra empresa o categoría frente a cualquier decisión de los superiores o empresarios, porque entonces no solo podemos entrar en una espiral de injusticia, sino que podemos vernos obligados a postergar intereses personales muy legítimos a cambio de quedar como solidarios con los cuatro tíos más inútiles de la organización, que, a lo mejor, puestos a ser equitativos, donde deberían estar es en el paro o dos niveles profesionales por debajo del suyo. La tendencia a igualar por debajo, a dar a todo el mundo lo mismo con independencia de sus méritos y a basar los ascensos en criterios puramente objetivos como la antigüedad podrán parecer soluciones muy buenrollistas pero yo siempre las he considerado arbitrarias e injustas con los merecimientos y la capacidad de la gente. También he considerado siempre una estupidez no poder criticar abiertamente a un compañero ante un superior cuando su conducta o bajo rendimiento pueda suponer un riesgo para el futuro del proyecto y del equipo.

La impresión que yo tengo es que, en definitiva, este tipo de fidelidades colectivas se practican más por miedo que por convencimiento. En el fondo intuyo que estas normas de falsa lealtad se las han inventado y nos las han impuesto por la fuerza los cuatro elementos más desvergonzados e ineptos de cada grupo para poder cometer desmanes con impunidad y beneficiarse de ventajas que ni merecen ni habrían alcanzado en su vida si cada uno atendiera estrictamente a sus propias aspiraciones y, como mucho, a las de las personas decentes que le rodean. Porque sabemos que incumplir estas reglas artificiales es arriesgarse a sufrir venganzas, burlas o críticas por parte de estos elementos, que, amén de no aportar nada al grupo al que pertenecen, son a menudo los más agresivos.