El reclutamiento de voluntarios tuvo un gran éxito. En un tiempo récord se alistaron 18.000 tipos duros, que después de una guerra recién terminada todavía guardaban arrestos para darle caña al torvo comunismo detrás de los Urales. Las expectativas del Gobierno español se cubrieron de sobra salvo en Cataluña y en las Provincias Vascongadas, que no llenaron su cupo porque ya se sabe que por esos lares ya entonces había mucho rojo y mucho separatista, aunque menos envalentonados que ahora, no sé por qué.
Tras tres días de concentración en España, la División 250 partía en junio de 1941 hacia la ciudad bávara de Granfenwöhr, donde los muchachos fueron sometidos a un durísimo programa de entrenamiento que culminó con un juramento de fidelidad a Hitler, limitado, eso sí, “a la lucha contra el comunismo”. Solo faltaba.
Ya en Baviera, durante ese mes de “campamento”, los ardorosos españoles comenzaron a hacer de las suyas. Un viejo divisionario que conocí en el 97 -descanse en paz- me contaba con sonrisa picarona cómo había conseguido que una chica de Granfenwöhr le enseñara las bragas en su habitación, en casa de sus papis, donde le habían invitado a comer por su condición de voluntario de la causa alemana.
Pronto los guripas partieron hacia Moscú. Primero en trenes hasta Suwalki (Polonia) y después a patita hacia la guarida de la serpiente, a 900 kilómetros. Se calculó que la marcha hasta la capital moskovita duraría 40 jornadas a razón de 30 ó 40 kilómetros diarios, con algún día de descanso. Una auténtica matanza, teniendo en cuenta el peso de los equipos.
Pero nuestros chicos dieron muestra de una “vitalidad” fuera de lo común. Con los botones de la guerrera desabrochados (a pesar de las temperaturas y de los cabreos que se agarraban los alemanes), los divisionarios se bebían los kilómetros cantando coplillas y haciendo lo que les salía de los cojones. Durante una parada en la localidad hoy bielorrusa de Grodno unos cuantos chavales escandalizaron a los nazis al confraternizar, o, mejor dicho, al tirarse a unas chicas judías que les recibieron como agua en mayo, hartas sin duda de la frialdad local. Pero la juerga prosiguió durante todo el recorrido y pronto se hizo famosa en todo el Frente del Este la habilidad de los españolitos para entablar buenas relaciones con la población civil rusa, a la que facilitaban incluso alimentos. En concreto, con las muchachas las relaciones llegaron a ser inmejorables, cariñosísimas…
Porque los falangistas y los patriotas de la División Azul eran católicos y gente de orden. Unos santos. Pero de cintura para arriba.
No tardaron en llegar informes a Hitler. Estos cabrones racistas nos pusieron de vuelta y media con que si los latinos mediterráneos éramos espontáneos, indisciplinados y dados a la improvisación; que si no respetábamos a los superiores; que si éramos unos sátiros que no podían dejar el pito quieto y, en fin, que a saber por dónde salíamos en plena batalla. Por eso el Führer decidió cambiar de planes y, en vez de permitir que la División de voluntarios llegara hasta el meollo de Moscú, ordenó dar la vuelta al General Muñoz Grandes y dirigirse a un frente de menor importancia, al norte, a Novgorod.
Allí el arrojo y la resistencia heroica de los guripas obligó a Adolfo a desterrar sus prejuicios, llegando a ensalzar el valor de los españoles en un discurso de radio y a confesar públicamente, tras la repatriación del 43, que echaba de menos esa improvisación nuestra tan latina y tan “inferior”.