Me asusta la cantidad de cosas que debería hacer por amor, por cariño, por amistad o por puro sentimiento y que, sin embargo, hago únicamente porque considero que es mi obligación moral. No me incomoda hacer lo que me repatea, pues soy de los que piensan que no podemos vivir al son de nuestros caprichos; lo que me pone en guardia es que ciertas conductas que "deberían" salirme de dentro, en mí son forzadas. No sé si soy un poco raro o los demás muy falsos, pero el caso es que a menudo me da miedo mi frialdad.
En cualquier caso una vida en la que el porcentaje de actividades y comportamientos que llevamos a cabo solo por puro sentido del deber supera con mucho al de las cosas que hacemos cumpliendo nuestros sueños o guiados por el afecto, es para hacérnosla mirar.
Algunas veces soy condescendiente con mi rígido sentido del deber, pues creo que es lo que me diferencia de un animal, que se mueve nada más que por instinto, mientras que yo puedo refrenarme, renunciar e incluso hacer todo lo contrario a lo que le pide el cuerpo simplemente por respeto, por educación o en cumplimiento de las reglas de convivencia social y familiar. Lo chungo es que no siempre lo consigo y en ocasiones me comporto como una bestia del campo.
Otras veces me siento patético, como si mi convencionalismo cuadriculado le hubiera robado la sal y la pimienta a mi vida. Hay momentos en que tengo la tentación de proponerme hacer siempre lo que me salga del alma y que le den al personal.
¿No será que los humanos nos hemos impuesto tantos códigos, reglas y rituales que llega un momento en que no sabemos distinguir el trigo de la paja? ¿No será que nos atemoriza demasiado la opinión los demás? ¿No será que siempre ha habido alguien, quizá sin mala intención, empeñado en empobrecernos la vida con tal de garantizar un equilibrio sobrevalorado?
En cualquier caso una vida en la que el porcentaje de actividades y comportamientos que llevamos a cabo solo por puro sentido del deber supera con mucho al de las cosas que hacemos cumpliendo nuestros sueños o guiados por el afecto, es para hacérnosla mirar.
Algunas veces soy condescendiente con mi rígido sentido del deber, pues creo que es lo que me diferencia de un animal, que se mueve nada más que por instinto, mientras que yo puedo refrenarme, renunciar e incluso hacer todo lo contrario a lo que le pide el cuerpo simplemente por respeto, por educación o en cumplimiento de las reglas de convivencia social y familiar. Lo chungo es que no siempre lo consigo y en ocasiones me comporto como una bestia del campo.
Otras veces me siento patético, como si mi convencionalismo cuadriculado le hubiera robado la sal y la pimienta a mi vida. Hay momentos en que tengo la tentación de proponerme hacer siempre lo que me salga del alma y que le den al personal.
¿No será que los humanos nos hemos impuesto tantos códigos, reglas y rituales que llega un momento en que no sabemos distinguir el trigo de la paja? ¿No será que nos atemoriza demasiado la opinión los demás? ¿No será que siempre ha habido alguien, quizá sin mala intención, empeñado en empobrecernos la vida con tal de garantizar un equilibrio sobrevalorado?