El cine de animación por ordenador no es ni mucho menos mi género favorito y en ocasiones he criticado que en una película normal se abuse de la informática para suplir el ingenio o cuando no viene a cuento. Sin embargo no tengo ningún problema en reconocer los méritos de un film de simulación cuando su objetivo es precisamente mostrarnos las maravillas que pueden plasmarse en la gran pantalla gracias a las nuevas tecnologías. Este es el caso de la última obra de James Cameron, Avatar, que vi la semana pasada y me pareció un artificio maravilloso, un derroche de técnica y de imaginación que no puedo dejar de recomendar. No creo que nadie quede indiferente al contemplar los bellísimos paisajes extraterrestres, los sorprendentes artilugios futuristas y las vertiginosas batallas que aparecen en esta peli tan destacable. Me parecería incluso un crimen esperar para verla en las económicas Salas Emule, pues el tamaño de la pantalla (no sé si la versión en 3D merece la pena) es lo que le da la gracia al gran espectáculo que es Avatar.
No voy a enrollarme con el argumento. Un destacamento militar de terrícolas está colonizando un planeta de nombre Pandora, en el que habitan unos nativos humanoides altos y larguiruchos, más ágiles que monos y más feos que pegarle a un padre. Una de las estrategias de los invasores es el diseño de los llamados avatares, que son, por así decirlo, cuerpos de estos indígenas "teledirigidos" por la mente de terrícolas. Con ellos se pretende la infiltración en su cultura a fin de convencerlos de que abandonen sus territorios de origen (muy ricos en recursos naturales codiciados por la Tierra) y estos puedan ser ocupados. Los larguiruchos no están por la labor y arman gresca, porque en sus montañas está el súper-mega-árbol sagrado, que es el eje de sus creencias y de su vida.
La película busca un paralelismo descarado (mal disfrazado de metáfora) con la conquista del Oeste por los Estados Unidos, durante la que se desplazó o exterminó a numerosas tribus indias a cambio de tierras cultivables y espacio vital. Con carácter más general, la historia pretende lanzar una moraleja fuertemente ecologista y anticolonización, algo que no es nada nuevo en los sectores de la izquierda hollywoodiense.
Para mí la poca habilidad para manejar este mensaje es lo peor de la película, aunque sinceramente creo que la mayoría de los que vamos a ver este tipo de cine lo hacemos por razones estéticas o tecnológicas, por lo que las charletas políticas de turno nos suelen entrar por un oído y salir por el otro, y más aún cuando se trata de discursos tan generalizadores y simplificados como en este caso.
La colonización es un fenómeno histórico complejo, no apto para desarrollarse en una cinta de este estilo. Vendernos la invasión de un territorio ajeno o la “imposición” de una cultura como algo necesariamente demoníaco no puede menos que hacerme sonreír.
Si bien es cierto que la experiencia yanqui con los nativos americanos deja muchísimo que desear (aunque por motivos distintos a los insinuados en Avatar), la actividad colonizadora de las potencias europeas en diferentes partes del mundo subdesarrollado no merece desde luego un balance homogéneo ni carente de matices.
Aunque los abusos han estado presentes en buena parte de estas experiencias y como consecuencia de algunas de ellas ha desaparecido un valioso patrimonio cultural y humano, no podemos olvidar que la expansión de Occidente hacia otros territorios ha ido otras muchas veces de la mano de una mejora de la dignidad humana y de la calidad de vida de los pueblos colonizados, que no en pocas ocasiones practicaban costumbres no muy diferentes a las de los animales, si no peores.
La colonización ha sido la base de la expansión del cristianismo, de la cultura de la vida y la salud, de la paz, de la mejora en las relaciones humanas y en algunos casos (como en el español) de un mestizaje biológico y cultural que ha resaltado lo mejor de cada pueblo y consolidado una hermandad indisoluble.
Todo esto muchas veces ha tenido un precio alto, tanto para los colonizadores como para los colonizados, pero más elevado y cruel ha sido el precio que hemos tenido que pagar todos, pero principalmente los habitantes de las áreas más débiles del planeta, tras la descolonización de mediados del pasado siglo. El abandono repentino de las zonas ocupadas por las metrópolis europeas ha sido la única causa de la aparición del Tercer Mundo y del brutal dominio económico que ejercen hoy sobre los más pobres las naciones que más impulsaron la chapuza descolonizadora.
Así que cuando veamos Avatar, quedémonos con los paisajitos y las naves espaciales, que son muy chulis, pero dejemos claro a Cameron y a su cuadrilla de rojos que para pensar ya estamos nosotros.
No voy a enrollarme con el argumento. Un destacamento militar de terrícolas está colonizando un planeta de nombre Pandora, en el que habitan unos nativos humanoides altos y larguiruchos, más ágiles que monos y más feos que pegarle a un padre. Una de las estrategias de los invasores es el diseño de los llamados avatares, que son, por así decirlo, cuerpos de estos indígenas "teledirigidos" por la mente de terrícolas. Con ellos se pretende la infiltración en su cultura a fin de convencerlos de que abandonen sus territorios de origen (muy ricos en recursos naturales codiciados por la Tierra) y estos puedan ser ocupados. Los larguiruchos no están por la labor y arman gresca, porque en sus montañas está el súper-mega-árbol sagrado, que es el eje de sus creencias y de su vida.
La película busca un paralelismo descarado (mal disfrazado de metáfora) con la conquista del Oeste por los Estados Unidos, durante la que se desplazó o exterminó a numerosas tribus indias a cambio de tierras cultivables y espacio vital. Con carácter más general, la historia pretende lanzar una moraleja fuertemente ecologista y anticolonización, algo que no es nada nuevo en los sectores de la izquierda hollywoodiense.
Para mí la poca habilidad para manejar este mensaje es lo peor de la película, aunque sinceramente creo que la mayoría de los que vamos a ver este tipo de cine lo hacemos por razones estéticas o tecnológicas, por lo que las charletas políticas de turno nos suelen entrar por un oído y salir por el otro, y más aún cuando se trata de discursos tan generalizadores y simplificados como en este caso.
La colonización es un fenómeno histórico complejo, no apto para desarrollarse en una cinta de este estilo. Vendernos la invasión de un territorio ajeno o la “imposición” de una cultura como algo necesariamente demoníaco no puede menos que hacerme sonreír.
Si bien es cierto que la experiencia yanqui con los nativos americanos deja muchísimo que desear (aunque por motivos distintos a los insinuados en Avatar), la actividad colonizadora de las potencias europeas en diferentes partes del mundo subdesarrollado no merece desde luego un balance homogéneo ni carente de matices.
Aunque los abusos han estado presentes en buena parte de estas experiencias y como consecuencia de algunas de ellas ha desaparecido un valioso patrimonio cultural y humano, no podemos olvidar que la expansión de Occidente hacia otros territorios ha ido otras muchas veces de la mano de una mejora de la dignidad humana y de la calidad de vida de los pueblos colonizados, que no en pocas ocasiones practicaban costumbres no muy diferentes a las de los animales, si no peores.
La colonización ha sido la base de la expansión del cristianismo, de la cultura de la vida y la salud, de la paz, de la mejora en las relaciones humanas y en algunos casos (como en el español) de un mestizaje biológico y cultural que ha resaltado lo mejor de cada pueblo y consolidado una hermandad indisoluble.
Todo esto muchas veces ha tenido un precio alto, tanto para los colonizadores como para los colonizados, pero más elevado y cruel ha sido el precio que hemos tenido que pagar todos, pero principalmente los habitantes de las áreas más débiles del planeta, tras la descolonización de mediados del pasado siglo. El abandono repentino de las zonas ocupadas por las metrópolis europeas ha sido la única causa de la aparición del Tercer Mundo y del brutal dominio económico que ejercen hoy sobre los más pobres las naciones que más impulsaron la chapuza descolonizadora.
Así que cuando veamos Avatar, quedémonos con los paisajitos y las naves espaciales, que son muy chulis, pero dejemos claro a Cameron y a su cuadrilla de rojos que para pensar ya estamos nosotros.