Justo después de la fumata blanca, un preboste político de mi comunidad autónoma osó declarar ante los medios de comunicación que la Iglesia necesitaba reformas inaplazables para adaptarse al siglo XXI, y que confiaba fueran abordadas por el Papa Francisco. Aunque huelga decir que la opinión de este señor sobre asuntos religiosos está de más, es innegable que coincide con la de una parte muy considerable de la sociedad española, hasta el punto de constituir ya una muletilla tópica que escuchamos tanto a un colega tomando un vino como a un familiar en la sobremesa o a los compañeros del trabajo, casi siempre con independencia de sus sentimientos religiosos. El personal suele defender que la Iglesia vive anclada en una época remota y que la crisis de vocaciones y su pérdida creciente de influencia en la sociedad se deben a este lamentable desfase. Si la Jerarquía –dicen– afrontara los cambios necesarios, otro gallo cantaría al Catolicismo.
Ante este profundo desvelo que tantos bautizados, creyentes más o menos practicantes, y anticlericales de todo pelaje demuestran por las posturas y la situación de la Iglesia, cabe una primera cavilación, y es lo curioso que resulta que el 95% de las reformas que la gente sugeriría se refieran a materias directa o indirectamente ligadas a la moral sexual o, en menor medida, al modelo de participación de los católicos en las instituciones eclesiales. Simplificando, lo que la peña parece echar más de menos es que la Iglesia Católica nos deje follar fuera del matrimonio, sea tolerante con los métodos utilizados para hacerlo con tranquilidad, acepte a los sodomitas y se vuelva en general más democrática, admitiendo, por ejemplo, el matrimonio de los curas y la ordenación de las mujeres, para superar los actuales prejuicios machistas y medievales
Luego hay otras críticas de fondo que se resumen en la manida frase de tertulia de que “los curas mucho predicar la pobreza y mira luego todas las riquezas del Vaticano, bla, bla, bla”, pero, vamos, que ninguno de los descontentos por la supuesta desactualización de la Iglesia parece tener nada que objetar a la esencia de la Doctrina Católica, es decir a su mensaje social; a su preocupación por los pobres; a los valores de solidaridad, generosidad y austeridad; a los sacramentos, y al amor incondicional al prójimo.
Una segunda reflexión me lleva a preguntarme cuántos de estos críticos tan profundamente angustiados por el talante retrógrado de la curia romana son mínimamente consecuentes con los principios básicos que acabo de esbozar y contra los que en teoría no tienen ningún reproche que hacer, pero sobre todo a plantear un gran interrogante: Suponiendo que la Iglesia Católica aceptara mañana mismo todas y cada una de sus reprobaciones, y se apresurara a reformar en profundidad esos aspectos que tanto les disgustan; suponiendo que el Papa aplaudiera de repente las relaciones prematrimoniales, los condones y los distintos tipos de pildoritas; bendijera las uniones homosexuales; ordenara a señoras y casara a presbíteros; y aceptara el asambleísmo patatero como procedimiento para decidir los dogmas; si admitiera, todo esto, digo, ¿qué cambiaría sinceramente en la relación de estos juzgadores con la Santa Madre Iglesia? ¿Empezarían a ir a Misa o irían más a menudo? ¿Empezarían a comulgar y a confesar con regularidad? ¿Se pondrían a dar limosnas y a hacer obras de caridad si nunca las han hecho? ¿Se meterían curas o monjas, o estarían encantados de que lo hicieran sus hijos? ¿Colaborarían activamente (y económicamente) con su parroquia? ¿Rezarían más de lo que rezan ahora?
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La mayoría de las críticas a la Iglesia se centran en la moral sexual |
¿Qué demonios cambiaría en su actitud con la Iglesia si la Iglesia decidiera cambiar?
Mucho me temo que nada, porque la crisis de la Fe católica y, consiguientemente, de sus representantes y sus instituciones, tiene ramificaciones mucho más complejas que la aceptación o no de cuatro modas o costumbres puntuales, de la mayor o menor laxitud ante ciertos usos sociales. Si el Cristianismo no está en boga no es porque sus posturas en tal o en cual tema estén anticuadas, sino porque sus valores fundamentales son abiertamente contradictorios con los de la sociedad actual, basada en el materialismo, en el consumismo, en la imagen, en el individualismo, en el egoísmo, en el hedonismo y en la competitividad salvaje en la que el semejante es un rival y no un hermano. Y por eso, aunque Roma abriera la manga con cinco o seis cuestiones concretas de tipo sexual u organizativo, no se solucionaría en absoluto la crisis de la institución, y los que la ponían verde por carca, y no la hacían ni caso ni en lo que estaban en contra ni a favor, a lo mejor dejarían de criticarla por los motivos de antes, pero seguirán haciendo caso omiso de cualquiera de sus mensajes.
Seguirían siendo igual de superficiales y de trepas; seguirían pasando de los pobres como de la mierda; no se rascarían el bolsillo con idénticas excusas que antes; seguirían siendo católicos “no practicantes” o cristianos “a su manera”; seguirían creyendo que confesarse es absurdo; seguirían haciendo demagogia con los tesoros vaticanos; seguirían sin colaborar en nada y sin participar en nada por muy democrática que fuera la nueva Iglesia, y seguirían yendo a lo suyo y viviendo lo más lujosamente que su sueldo les permitiera, pensando solo en el destino de vacaciones, en su ascenso, en su coche, en su ropa, en sus caprichos, en sus compras, en sus comidas de restaurante, como hacemos la mayoría de los “católicos” españoles de hoy en día. O sea que la Iglesia seguiría en crisis y ellos no harían nada por remediarlo a pesar de todo lo que habían protestado.
Por eso lo mejor es que estos criticones espontáneos cierren la boca, se abstengan de opinar, y, puesto que ellos van a seguir haciendo lo que les venga en gana diga lo que diga y haga lo que haga la Iglesia, la dejen defender en paz los dogmas, la Tradición y los principios morales que lleva defendiendo más de veinte siglos y que, gracias a Dios, siguen iluminando la vida de muchos creyentes dispuestos a arrimar el hombro, a hacer en vez de hablar y a sumar en vez de restar. Mi aplauso y mi agradecimiento a todos ellos.