Este fin de semana he visto por primera vez, aunque hace años que me la habían recomendado, La cena de los idiotas (1998), del cineasta francés Francis Veber. La película trata de un grupo de amigos bastante sobrados que organizan de vez en cuando un banquete al que cada uno debe llevar un acompañante lo más imbécil posible, para hacerlos hablar y reírse de ellos. Suelen elegir a frikis con aficiones disparatadas, a personajes obsesivos y a cretinos de toda condición. Reconozco que me he tirado por el suelo de risa con las salidas de monsieur Pignon, pero sobre todo esta comedia me ha dado mucho que pensar sobre el siempre inquietante mundo de los tontos.
Parece ocioso recordar que los tontos son motivo de hilaridad y cachondeo desde tiempos inmemoriales. Si nos fijamos, gran parte de los códigos de humor universalmente aceptados están basados en la figura del memo y en sus memeces. Desde los más antiguos espectáculos humorísticos, pasando por juglares, bufones y los más recientes payasos, y llegando hasta los actuales y exitosos cómicos televisivos del estilo a José Mota, todos ellos han logrado arrancar las carcajadas de las muchedumbres explotando el filón inagotable de los majaderos, de los cortitos, de los inadaptados y de los que las lían como Amancio por su torpeza física, intelectual o social. Las ocurrencias y desventuras de los pasmados compiten con las manifestaciones escatológicas por el podio del regocijo. Pocas cosas provocan más risotadas que un pobre infeliz confundiéndose, profiriendo enormidades, provocando situaciones absurdas, cayéndose al suelo o dándose un mamporro.
Según han avanzado los tiempos, hemos ganado en sensibilidad hacia ciertas realidades personales. Si hace no muchas décadas, el emblemático tonto del pueblo era objeto no solo de burlas y collejas, sino de putadas de mayor alcance entre el jolgorio general, ya hemos caído casi todos en la cuenta de que hacer escarnio de los discapacitados intelectuales es una crueldad muy fea, inadmisible en una sociedad civilizada. Parece existir pues un consenso moral en no descojonarnos de los retrasados mentales manifiestos, pero una duda bastante razonable se plantea con los sujetos cuyo nivel de inteligencia se encuentra en teoría dentro de los márgenes de la normalidad, pero que, por muy distintas razones, son catalogados en su entorno como gilipollas solemnes. Por lo general se trata de individuos aparentemente normales e incluso teóricamente inteligentes que carecen, sin embargo, de la mínima sagacidad para desenvolverse en sociedad y en las relaciones interpersonales, es decir que meten la pata a menudo, dicen simplezas o inconveniencias, tienen un escaso abanico de temas de conversación y hablan obsesiva y repetidamente de temas absurdos o que a nadie interesan, exactamente igual que los mentecatos invitados a la cena de la peli de Veber.
¿Es legítimo deshuevarse de las mamarrachadas pronunciadas o protagonizadas por estos tipos? ¿Debemos sentirnos mal cuando nos entra la risa o hacemos chistes con los amigos a cuento de las majaderías de uno de estos personajes? ¿Es injusto motejar o imitar a un señor que siempre habla de lo mismo, es un palizas o tiene un comportamiento tan inusual como grotesco?
Pese a la opinión de muchos, que se creen muy honestos pero que a mi juicio sobrevaloran la sinceridad, si reírse de una persona comporta una falta de respeto hacia ella, es más irrespetuoso todavía hacerlo en su misma cara, así que si alguien nos hace tanta gracia que no podemos reprimir el choteo, siempre será mejor que las bromas nos las guardemos para cuando esté ausente. Feo está burlarse de alguien a sus espaldas, pero en su presencia no digamos. Y no seamos hipócritas porque todos, por muy considerados que nos creamos, nos tomamos a alguien a chirigota, sin olvidar que alguien habrá también que nos tome a nosotros por el pito de un sereno.
PD: Me permito dedicar esta entrada a un ingeniero tonto del culo, que conozco por motivos de trabajo, que cada vez que me encuentra por la calle (ayer, por ejemplo) se enrolla como las persianas contándome su puta vida y milagros como una ametralladora y me tiene como mínimo una hora de reloj, resultando imposible de todo punto cortarle sin ser muy grosero. De nada sirven mis insistentes miradas al rejoj, mis “si no te importa, llevo prisa”, “hablamos otro día con más calma” o “te voy a tener que dejar”. Él sigue y sigue y sigue… Le voy a acabar invitando a una cena de idiotas que organice con Aprendiz de brujo, que no sé a quién llevaría.