Ayer, dando uno de mis largos paseos por el campo, contemplé a lo lejos, desde una alta loma, cómo desmontaban la carpa del circo que cada año llega a la ciudad en fiestas. El circo se marcha, pero, como todos los años, se han quedado de recuerdo, ya medio arrancados por el viento de otoño, sus coloridos pasquines en paredes y farolas anunciando fieras, payasos, malabaristas y bailarines exóticos.
Como en los últimos años, el circo no ha sacado ni para gastos. Mientras contemplo esos carteles de letras rojas y sabor añejo, me pregunto con algo de tristeza a qué se debe ese fracaso, esa agonía lenta de un espectáculo tan tradicional, de todo un mundo de trashumantes pintorescos, de artistas libres sin más hogar que la carretera y su caravana, que no hace tanto hacían soñar a la chiquillería de toda Europa.
El circo como tal nace en el siglo XVIII en Inglaterra, aunque tiene como antecedente inmediato los espectáculos itinerantes de juglares y saltimbanquis de la Edad Media, y estos a su vez hunden sus raíces en las demostraciones que acróbatas y luchadores hacían en las ciudades de la Antigüedad, algunas de cuyas variedades acabaron en el circus y en el anfiteatro romanos.
Las atracciones circenses tuvieron una importancia decisiva en una época en que la gente viajaba muy poco y casi no había entretemientos. La llegada al pueblo y el consiguiente desfile de los trapecistas, domadores y clowns suponía un auténtico acontecimiento para la comunidad, que veía en ellos la ocasión de romper su monotonía y de tomar contacto con realidades, culturas y habilidades diferentes a las suyas. El “nunca visto” y el “más difícil todavía” fascinaba a niños y mayores, todos testigos boquiabiertos de las hazañas físicas de que era capaz el hombre.
La crisis del circo empezó a cocerse al inventarse el cine y, sobre todo, la televisión. Al principio, incluso, la pequeña pantalla favoreció a los circenses, ya que había espectáculos que eran parcialmente retransmitidos, animándose luego el público a visitar la carpa en vivo. De igual manera, algunos exitosos programas televisivos se inspiraban directamente en las funciones de la lona, por ejemplo los protagonizados por payasos. La cultura circense vivió por entonces unos breves momentos de gloria, pero en pocos años, más bien a partir de los ochenta, empezó a estar todo demasiado visto. El universo audiovisual ya ofrecía, de forma mucho más cómoda, el ocio, la diversión, las diferentes culturas, el exotismo y la magia que antes solo podían encontrarse en las gradas bajo el trapecio.
Cuando los empresarios circenses atisbaron su negro futuro, ante la triste evidencia de que los números tradicionales ya no vendían, incurrieron en penosas estratagemas, la más típica comprar todos los años los derechos de autor de los personajes de la tele de mayor éxito infantil y ofrecer shows con los muñecos de turno (Teletubbies, Lunnis, etc) para atraer a los pequeños.
También contribuyó a dar la puntilla al circo el seguimiento masivo, a través de la televisión, de los grandes acontecimientos deportivos en los que los niños podían ver a auténticos colosos batir marcas y superar récords imposibles. Ayudaron mucho también las restricciones impuestas por unos Estados más sensibles hacia ciertas realidades. Así, por ejemplo, fue prohibida la exhibición de personas deformes (mujeres barbudas, enanos, etc) y de ciertos animales en determinadas circunstancias.
En definitiva, la aparición de las nuevas tecnologías, el cambio de cultura, de valores y de aficiones, y el refinamiento de los gustos frente a ese halo bohemio (hoy diríamos cutre) que siempre tuvo el circo, supuso la muerte del mayor espectáculo del mundo, que dio sus últimos coletazos no gracias a los niños de esta generación, sino a sus padres y abuelos que les llevaban por nostalgia.
¿Para qué quieren acróbatas los críos teniendo a Spiderman? ¿Para qué quieren leones y elefantes teniendo los dinosaurios del Dino Tren? ¿Para qué quieren payasos teniendo a Bob Esponja?