No trago la costumbre de dar propina. Me parece una práctica arcaica, palurda, humillante, contraria a los derechos de los trabajadores y que carece completamente de sentido con el concepto de servicio que rige hoy en día.
Jamás contribuyo al bote de los bares y rara vez dejo ni un céntimo en la mesa de los restaurantes, aunque me hayan tratado de mimo. Únicamente lo hago cuando así lo deciden mis compañeros de mesa o cediendo a la presión social en algunas situaciones muy concretas, cuando almuerzo con gente de poca confianza y no deseo dar la nota.
No se trata de ser agarrado, qué va, sino de entender que un camarero que sirve y atiende correctamente no hace sino cumplir con su obligación y ya recibe un salario por ello. Darle unas monedas me parece un acto condescendiente (como que le estoy haciendo un favor) que desvirtúa su profesionalidad. Y recibirlas se me antoja servil y perruno. Es una usanza que además contribuye a mantener los sueldos de la hostelería en niveles paupérrimos, ya que los empresarios pagan menos porque “también hay que contar las propinas”.
Hay quien lo defiende argumentando que es la manera de premiar un servicio personalizado, bien hecho y especialmente amable, pero yo siempre me pregunto por qué motivo entonces se da propina solo a los camareros, a los peluqueros y a algunos empleados de los hoteles y no, por ejemplo, a la dependienta de una tienda de ropa, al pescadero del mercado, al gestor que te hace la declaración de la renta o a la chica de la agencia de viajes cuando te atienden con primor dedicándote tiempo, paciencia y sonrisas.
Yo veo estas gratificaciones como una reminiscencia de señorito chulapo dando la palmadita en la espalda al limpiabotas o al mozo que carga con su maleta en la estación, como una mirada de desdén hacia ciertas profesiones por las que parece sentirse lástima, como el recuerdo de un pasado cutre y clasista que debería haber sido borrado en esta era supuestamente igualitaria a modo de único efecto positivo del viento democrático.
Pero no: al menos en los restaurantes, ya sean de cinco tenedores o de menú turístico, el aguinaldo sigue vigente como una lacra untosa que parece imposible suprimir aunque ya no pegue ni con cola en nuestro modelo de sociedad ni encaje con nuestra mentalidad y ni siquiera, en estos tiempos, con la capacidad de nuestro bolsillo.