viernes, 3 de octubre de 2014

HIDALGOS

Desde los albores más remotos de la humanidad, el más visible elemento de diferenciación social ha sido el trabajar o no con las manos. Desde la más oscura prehistoria, los más ricos, los más fuertes o los más inteligentes se las apañaban para librarse de las tareas físicas. El que tenía dos huertos en vez de uno, pronto se buscaba a un pobre para que se los sembrara y recolectara y, en definitiva, doblara el espinazo por él. Huir del esfuerzo y del desgaste de las labores manuales para gozar de una vida lo más cómoda posible, escaquearse del sudor en la frente con que Dios castigó a Adán y a Eva, siempre ha sido una de las motivaciones más fuertes del ser humano.

En la Edad Media aparece en España la figura del hidalgo y con ella el rechazo del trabajo corporal por amplios sectores sociales. Un hidalgo podía aspirar a cargos públicos o ejercer la carrera de armas, la vida religiosa o la escribanía, pero su honra quedaba irremediablemente mancillada si se dedicaba a la agricultura, a la ganadería, a la artesanía o al comercio, por muy necesitado que estuviera. En el siglo XVIII había en nuestro país más de 700.000 infanzones, un 8% de la población total, alcanzando en algunas zonas como Asturias más del 80%. Así es fácil explicarse cómo una potencia puntera como España acabó hundida en el lodazal.

Por desgracia hoy las cosas no son muy distintas. Aunque intentemos disimularlo predicando (con la boca pequeña) un igualitarismo formal, España sigue siendo tierra de hidalgos y la mayor aspiración de los españoles es tener un empleo en el que no se sude ni se presten directamente servicios manuales al púbico. 

El surgimiento de una extensa clase media en los años del tardofranquismo contribuyó a estigmatizar los trabajos más básicos, en gran parte debido al orgullo de millones de labradores que se veían de pronto en la ciudad con un sueldo y unas comodidades de los que no habían disfrutado en generaciones. “No pidas a quien pidió ni sirvas a quien sirvió”. Si nos fijamos bien, la masiva demanda de títulos universitarios desde los años setenta no es sino la búsqueda de una nueva forma de hidalguía por parte de estas familias. El único sueño de los agricultores obligados a deslomarse de sol a sol toda su vida era que sus hijos cambiaran la azada por la Olivetti, y trabajaran sentados y a ser posible con corbata. Y eso solo era posible dándoles carrera.

El resultado es el que conocemos bien, sobre todo en regiones como la mía: un número ingente de jóvenes licenciados de clase media que, aunque lleguen a aceptar que trabajar “de lo suyo” es imposible, se niegan terminantemente a currar en el campo, en una línea industrial, en un taller mecánico, en la barra de una cafetería o como reponedores o cajeros en un hipermercado. Son los hidalgos del siglo XXI. Su mentalidad, mamada desde la cuna, es que con un título de grado bajo el brazo es deshonroso sudar o poner cervezas, lo que les lleva a preferir no disponer de un euro, vivir con sus padres hasta los 40 y echar a perder su futuro a desempeñar cualquier oficio de tipo manual. Con semejante chip mental, en estos tiempos de escasez de empleo, la Universidad, en vez de abrirles un mayor abanico de salidas, se lo ha cerrado a cal y canto.

En mi ciudad pervive un hidalguismo grabado a fuego. Unas veces se manifiesta en el pundonor de quien se empeña en mejorar su posición tras un importante esfuerzo académico, pero otras resulta ridículo, ya que las ínfulas del hidalgo no se corresponden en absoluto con su capacidad o nivel de formación. En todos los casos estamos, eso sí, ante una fobia manifiesta hacia el trabajo físico y sus aledaños. Además no estoy hablando de pasta: yo conozco varones que prefieren mil veces ganar 800 euros al mes en una oficina haciendo fotocopias o metiendo datos en una aplicación que ingresar 2.000 como camioneros. También es curioso el dato de que estas personas suelen pertenecer a familias de origen obrero o rural, y han visto bien de cerca los callos en las manos de sus padres o abuelos.

Los infanzones de 2014 siguen saliendo a la calle como los de 1600, con un palillo entre los dientes para que todos crean que han comido carne. Su vanidad, su pereza y su distorsión de la realidad siguen lacrando la economía española y, encima, favoreciendo la inmigración. Siguen, igual que hace cinco siglos, encarnando la autosuficiencia infundada y el parasitismo patético, pero probablemente lo más triste de todo es que con su actitud destrozan sus propias vidas y se condenan a la infelicidad en su mundo de cutres apariencias.

3 comentarios:

Zorro de Segovia dijo...

Sí. La obsesión de los nacidos en postguerra para que sus vástagos consiguieran un título tuvo mucho que ver con la escala social, al menos tanto como con la seguridad económica que da no tener que mirar al cielo para adivinar si lloverá o no.

También es cierto que esa obsesión, legítima ha conseguido su objetivo aunque la mayoría de los licenciados españoles no trabajen "en lo suyo".

Es muy relevante que nuestro % de titulados superiores sea mayor que el de Alemania. Los germanos, más pragmáticos, optan por obtener el grado de estudios suficiente para operar en la industria como cargos medios. Aquí todos los estudiantes sueñan con ser directores generales, jueces, diputados o grandes estrategas.

Tengo sentimientos encontrados sobre ambas opciones, y sin duda eché de menos en su día una guía sobre qué rumbo tomar.

Aprendiz de brujo dijo...

A propósito del hidalguismo, y con ocasión del v centenario del nacimiento de Santa Teresa, he leído en prensa como se descojonaba la abulense de este "vicio" tan español; y a la que por cierto hubo que "purificar" su sangre judía, falsificando algunos documentos sobre sus antepasados.
Buena semana a todos.

El aspirante a crápula dijo...

Los hidalgos de ahora son la casta política y los infanzones toda su retahíla de asesores y chupones. No hemos cambiado mucho en tantos años.

Saludos.